En la trastienda de la música, que tantas leyendas guarda, se dice que el productor Norman Granz, manager de artistas y gran impulsor de la actividad jazzística a mediados del siglo pasado, tuvo que hacer girar en “u” al chofer de un taxi para no perderse a una de las gemas más preciadas de la música de aquellos días, Oscar Peterson, de quien este viernes se conmemora el centenario de su nacimiento.
La anécdota sufrió cambios con los años pero, en su esencia, es la historia de un productor atento y un artista que estaba listo para ser descubierto. La versión más transitada es la que dice que Granz se encontraba en Montreal, de camino al aeropuerto para regresar a los Estados Unidos, cuando escuchó en la radio a un pianista que lo deslumbró. No se trataba de una grabación sino de una transmisión en vivo, por eso quiso vivir el momento en directo.
Quizá no fue tan cinematográfico como lo pudiéramos imaginar en el taxi que gira en “u” en medio de una avenida de doble sentido, para llegar a tiempo al concierto, pero la decisión tuvo un final feliz para ambos. Granz consiguió fichar para su escudería a quien se convertiría en un astro y el canadiense Peterson, que había nacido el 15 de agosto de 1925, en Montreal, logró dar de ese modo un paso firme en los Estados Unidos.
En las apostillas de esta anécdota dice que Granz ya había escuchado a Peterson pero no le había llamado tanto la atención como en aquella sesión que pudo apreciar desde el asiento trasero de un taxi, y con una calidad de sonido que, seguramente, no habría sido la óptima. No olvidemos que todavía el siglo XX no alcanzaba su medianía.
Recién en 1949, con 24 años, Peterson aterrizó en Nueva York, en un concierto de “Jazz en la Filarmónica”, en el Carnegie Hall. Durante los años anteriores había hecho muchas horas de vuelo como pianista en salas de conciertos, hoteles y ciclos radiales de su país. Nacido en el seno de una familia afro-canadiense de clase trabajadora -su madre era empleada doméstica y su padre maletero en una empresa de ferrocarriles-, la afición por la música que había en su hogar le sirvió para tomarse muy en serio el estudio del piano y de otros instrumentos. Y fue una enfermedad la que lo depositó en la silla que estaba frente al piano. Porque en sus primeros años de infancia se apasionó con la trompeta, pero tras enfermarse de tuberculosis se concentró en el piano, especialmente en la música clásica, que fue con la que ganó la rigurosidad que luego ayudó para forjar al virtuoso. Años después se consagró en el jazz.
Peterson fue notable como solista, como un hábil compañero en el juego de equipo y como acompañante de luminarias del jazz de mediados del siglo pasado, como Ella Fitzgerald. Se sintió influido por Art Tatum, Fats Waller y Nat King Cole; y en años en los que las búsquedas dentro del jazz apuntaban a encontrar las corrientes adecuadas para generar nuevas tendencias, él mantuvo su popularidad desde cierto clasicismo. Apostó más a sus propias cualidades como intérprete, quizá, muchas veces sostenido en la seguridad que le otorgaba su virtuosismo, que a la necesidad de embarcarse en movimientos rupturistas o de vanguardia. De hecho, ya a finales de la década del sesenta (y en coincidencia con su primera visita a la Argentina), Peterson podía estar más alineado con la idea de que el público la pase bien en sus conciertos que con la decisión de enarbolar tendencias como el free jazz, que era para ciertos nichos selectos.
Luego de aquel primer concierto importante en los Estadios Unidos, Peterson atravesó la mayor parte de la década del cincuenta con muchas actuaciones. Comenzó tocando con el contrabajista Ray Brown y luego amplió el proyecto a un formato que no es el más clásico del jazz (piano, guitarra y contrabajo), casi hasta finales de esa década. Más allá de que algunas veces haya cambiado esa formación con el ingreso de una batería, recién después de todo es ciclo, con agenda llena y álbumes grabados, recaló en el formato clásico de “trío de piano” (con batería y contrabajo).
Durante los sesenta hizo millas con dos tríos. Primero con Ed Thigpen y Brown, con los que publicó los discos Night Train y Canadiana Suite; más tarde con Louis Hayes y Sam Jones. Recién en los setenta volvió a sus propias fuentes, de la mano del guitarrista Joe Pass y el contrabajista Niels-Henning Ørsted Pedersen, con quienes llegó a uno de los puntos más altos de su exposición de virtuosismo, con solos expansivos que terminarían siendo una especie de precuela del gesto que tuvo el jazz-rock de esa era, entre mediados y finales de esa década.
Durante toda su carrera, al haber sido un músico que, desde 1950, ha jugado en las ligas mayores del jazz, supo dejar también encuentros memorables, como cuando le tocó acompañar a artistas de la talla de Ella Fitzgerald y Roy Eldridge.
Cuando el siglo comenzaba a despedirse, Peterson ya era una verdadera leyenda y un clásico del jazz al que se podía acudir incluso en busca de palabras. “Algo que enseño a los nuevos músicos es a respetar a quienes los precedieron. Nunca habrían llegado si los demás no hubieran allanado el camino. La manera más fácil de convertirse en un artista talentoso, si tienes ese tipo de talento, es ser muy abierto y receptivo a lo que te ha precedido. Eso te da un vocabulario más amplio y una mayor comprensión. Cuando dirigí la Escuela de Jazz, insistíamos en que todos los estudiantes escucharan lo que se había hecho antes, ya fuera Miles o Bird. No se puede negar un talento como el de Charlie Parker o Dizzy Gillespie y decir que está pasado de moda”, contaba en 1979, en una entrevista con Tom Wilmeth para JazzTimes.
“Si me preguntaran quién será el próximo Oscar Peterson, la verdad es que no lo sé. Soy consciente de ejercer cierta influencia en algunos pianistas jóvenes, pero creo en el individuo. En consecuencia, creo que todos estamos influenciados por quienes nos precedieron, seamos conscientes o no. Y por eso digo que es importante que escuchen. Con el tiempo, uno se deshace de cualquier caparazón de influencia y sale adelante por sí mismo. Si tiene talento”.
También se refería a la actitud: “El afán de perfección parece ser especialmente prevalente en los músicos de jazz. Crear una composición musical desinhibida e improvisada frente a un público numeroso es una aventura temeraria. Requiere concentrar todos tus sentidos, emociones, fuerza física y mental, y concentrarlos por completo en la interpretación: dedicación absoluta cada vez que tocas. Y si eso da miedo, también es excepcionalmente emocionante: una vez que te ha picado, ya no te libras de ello”.
A pesar de la gloria, no durmió en sus laureles, aunque la vida le dio, en 1993, un golpe mucho más fuerte que el que había sufrido con la tuberculosis, siendo niño. Sufrió un derrame cerebral que afectó la mitad de su cuerpo. Sus manos ya no fueron las mismas, especialmente la izquierda. Sin embargo, la falta de destreza le dio lugar a un nuevo lirismo.
El público argentino ha podido disfrutarlo en esas dos condiciones. Su primera visita fue en 1968, cuando llevaba ya un par de décadas acariciado por la fama, dentro del mundo del jazz. La segunda, a finales de 1998, fue la de un artista de 73 años que se revisitaba, aún con su habilidad disminuida por aquel derrame que había dejado secuelas imborrables. Sin embargo, la sala del teatro Gran Rex se había transformado en una especie de templo, dispuesto para una celebración.
Peterson dio un concierto repartido en dos bloques que tuvo un largo intermedio, algo así como el cambio de aire que sus manos necesitaban para seguir adelante. Claro que a nadie le molestó, quizá por la sensación de que sería la última vez que se podría disfrutar en directo de ese tótem del jazz universal. Y así sucedió. Peterson no regresó a este sur, aunque murió en Canadá casi una década después, en 2007, en su casa.