El insulto, como tema de estudio en la literatura y el periodismo

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En los albores de la web, José Antonio Millán, uno de los columnistas destacados de El País de Madrid, ya se especializaba en compilar duelos de insultos y otras garrulerías. Estaban a la altura de su talento lingüístico y dominio de la semiótica.

“Hablando de madres -decía un desfachatado a otro-, ¿es verdad que la tuya es tan gorda que tiene su propio código postal?”

Millán había demostrado desde aquellos lejanos días que la vulgaridad, volcada a tontas y locas en un discurso como en el uso disparatado de las redes sociales para agraviar a quien nos venga en gana, no necesariamente está forzada por las características de las plataformas digitales. O por la opacidad que aún se tolera en sus algoritmos, sino por la extendida necedad humana o por mentes trastornadas, a veces sin arreglo.

¿Qué es eso de que las mentes no pueden estar enfermas, según se ha dicho últimamente con ánimo de tapar lo que está a la vista? ¿O de elogiar la locura casi en sentido estricto y no en el que deviene, en calificaciones elásticas y generalmente admirativas, de los espíritus aventureros, obsesivos e intrépidos en el afán de abrir desconocidos caminos al desarrollo humano?

“¿Sabes? Podría haber sido tu padre, pero el tipo que estaba a mi lado tenía el dinero exacto”. Esa otra perla, sin duda que también brutal, tampoco escaparía de las previsiones del Código Penal argentino sobre delitos contra el honor si los hombres de hoy defendieran la dignidad con el ardor que la defendían los hombres de ayer. El peloteo de agravios entra en la categoría de las injurias, contempladas en el artículo 110 del viejo código por haberse tenido como propósito provocar el deshonor o la desacreditación intencional de una persona.

Cuando el 4 de agosto último el presidente Javier Milei anunció, con pompas apropiadas a quien comunica algo así como el comienzo de una esperada obra pública, que dejaría de insultar a fin de concentrarse en la discusión de ideas, todos entendieron que al fin había tomado nota de lo que hacían saber las encuestas de opinión pública. Hasta allí, Milei había cautivado la atención de la prensa mundial, fogueada en guerras y conflictos de toda índole, pero no en la curiosa novedad de que un jefe de Estado tuviera la boca sucia de un chiquilín maleducado o de un compadrito de bajos fondos desprovisto del puñal.

Nunca olvidaré la mañana en que mi madre cumplió la advertencia de lavarme la boca ensuciada por la palabra malsonante que había tomado por costumbre repetir con la inconsciencia (relativa) de ser entonces una criatura de cuatro años.

Sigue siendo un misterio sin develar a mi memoria dónde había aprendido, en plena indigencia léxica, la palabreja condenada por lo menos en lengua española desde las Ordenanzas Reales de Castilla, de 1480, cuando se la usa para herir a cualquier mujer sensible sobre su honra. Mortificaba del tal modo, sin entender ni remotamente la verdadera semántica en juego, a una moza que ayudaba en las tareas domésticas del hogar.

Recuerdo bien, entre las más apergaminadas encrucijadas familiares, cómo mi madre puso punto final a la inaudita cuestión. Refregó por mi boca, mientras pugnaba con reciedumbre porque la mantuviera abierta, un pan de jabón del que no sé si lo tengo todavía más presente por el tamaño enorme que aparentaba estando encima de la cara o por lo repulsivo del sabor.

No volví nunca más a decirle “p…” a la pobre chica, ni a ninguna otra que se cruzara en el camino. He estado pensado si los efectos del pan de jabón de la inolvidable gesta docente de mi madre en aquella lejana mañana serán a largo plazo comparables, sobre la ardua personalidad de Milei, con las derivaciones de las encuestas de opinión demostrativas de que la gente ha comenzado hace tiempo a hartarse del vocabulario de caudalosa procacidad de un grandulón que cumplirá 55 años el 22 de octubre, cuatro días antes de los comicios nacionales de medio término. Dicen que los chicos aprenden con más facilidad que los adultos.

Tengo razones para el escepticismo, pero prefiero anotar ahora que el Presidente lleva dos semanas sin otros desmadres de lenguaje, al menos públicos, de los que de ordinario se producen en las tribunas políticas. Es lo que sucedió en el acto de lanzamiento de los candidatos oficialistas en el Club Atenas, de La Plata.

Una cosa era descalificar la semana anterior al gobernador, Axel Kicillof, de inútil, incapaz, mentiroso, como es común hacerlo entre los candidatos y quienes los respaldan respecto de cuanto adversario se pone delante de ellos. Otra, bien distinta, habría sido disparar de nuevo sobre el blanco con municiones de grueso calibre, del tipo de “burro eunuco”, “econochantas”, “conjunto de mandriles” o “ratas inmundas”, que han terminado por espantar a tanta gente. O sea, a los críticos más empecinados, que en realidad estaban espantados desde el primer día, y a muchos de entre quienes votarán, aun con renuencia, por los candidatos de Milei el 7 de septiembre y el 26 de octubre, con tal de evitar al país la nueva maldición bíblica que sería el triunfo kirchnerista en toda la línea

Desde el punto de vista conceptual Milei no ha arriado banderas.

En primer lugar, porque el anuncio de que habría de congelar en adelante sus desbordes verbales ha sido hecho en respuesta a la presión de lo que calificó de “dictadura de las formas” y no como admisión de un error. Se limitó a decir que se resignaba a las formas más pulidas que prefieren los contradictores, muchos de entre quienes coinciden con las líneas rectoras de su política económica. “¿Saben por qué? –dijo-. Para que quede en evidencia que son una cáscara vacía”.

En segundo lugar, porque no habían pasado más de diez días cuando Milei ya había condicionado la promesa de actuar con la mínima prestancia que un hombre de Estado se debe a sí mismo: apelará al arsenal de los insultos, hizo saber, solo con los interlocutores de mala fe.

¿Qué entenderá Milei entonces por interlocutores de esta clase? ¿Lo serán, acaso, los periodistas profesionales dispuestos a preguntar lo que no quiere que le pregunten, y por eso los rehúye? ¿Lo serán quienes ejercen el oficio con el espíritu crítico de hombres libres y no venales, y tampoco no melosos con el poder? Y si fuera así, ¿por qué ataca igual que a estos, o más aún, a quienes mantienen con su gobierno una política independiente de discreta ambigüedad, aparentemente disociada de los antecedentes categóricos de otros tiempos?

Debe reconocerse que Milei no anda en su lenguaje con rodeos. Va en línea recta hacia el objetivo que se propone atacar. Dicen que es un maestro resolviendo ecuaciones matemáticas, lo que no es poco, pero que tampoco es todo en la vida de un intelectual que sepa apreciar las ventajas del conocimiento universal por sobre el conocimiento en exceso segmentado.

Milei jamás podría haber ensayado con Kicillof, a quien tiene de punto desde que comenzó la campaña electoral, una perífrasis humorística como la del caso clásico de anticipar a otro que le va a matar las liendres, por no decirle piojoso.

En El gran libro de los insultos (Ed. La Esfera), Pancracio Celdrán Gomariz, que fue doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, enseña que en el juego de las complejidades léxicas no debe olvidarse, pero por motivos bien distintos de los que comentamos, la categoría de las antífrasis. Estas consisten en la intención de decir lo contrario de lo que parece decirse. Hemos sido a menudo testigos del ejemplo examinado por Celdrán Gomariz de cómo se troca el insulto en elogio a fin de abrir de rondón curso a ciertas posibilidades que han explotado generaciones de porteños en lances callejeros: “Adiós, fea”.

La obra de Celdrán Gomariz viene a cuento por algunas especulaciones que se han hecho a propósito de la propensión irreprimible que Milei evidenció hacia el insulto en la campaña electoral que lo llevó al gobierno y en más de un año y medio de ejercerlo. El autor estudia la figura de quien insulta de forma compulsiva bajo la faz de lo que los científicos mencionan como el síndrome de Gilles de la Tourette. O, más frecuentemente, a secas, como el síndrome de Tourette, descripto a fines del siglo XIX por el neurólogo francés que lo apadrinó con su nombre.

Es la denominación de un trastorno, dice Celdrán Gomariz, que afecta el sistema nervioso y causa tics o sonidos repetitivos que el paciente no puede contener; en los casos más raros, la incontinencia refiere a palabras obscenas, en un cuadro de coprolalia, como ha sido el de la abundancia de referencias sexuales en los discursos del Presidente. Los estudios del síndrome de Tourette indican orígenes genéticos y ambientales, pero nadie muere necesariamente, al parecer, por esta afección, y hasta se consignan situaciones en que una buena terapia logró superar o morigerar el problema.

Hay insultos infinitivamente más elaborados de los que Milei arriesgó casi en forma de interjecciones en su vida pública, echándose de esa forma la fama que ha trascendido las fronteras nacionales. Pero la simplicidad con la que los ha hecho no mejora la gravedad de un tema tóxico.

Oil! (Petróleo), novela de Upton Sinclair, fue llevada en 2007 al cine, en adaptación libre, con la dirección de Paul I. Anderson. LA NACION la calificó en el estreno en Buenos Aires de obra maestra. Su guion ha sido señalado por contener uno de los insultos más descomunales de que haya memoria en la historia cinematográfica. Ganó el Oscar al mejor papel protagónico (Daniel Day-Lewis) y se conoció aquí con el título de Petróleo sangriento.

En la trama compiten sentimientos de codicia y religiosidad sobre el trasfondo crítico de toda una época como sabía hacerlo Sinclair, escritor de francas ideas socialistas y admirador de la República, en la Guerra Civil Española. De pronto, estamos ante la escena en que un magnate petrolero, sin límites de ambición, y sin piedad, enfrenta a un predicador que por su parte se quiere pasar de listo.

Quien habla es Daniel Plainview. Vilipendia al predicador con tal denuesto, que reduce a la dimensión del garbanzo, uno a uno, los 4149 insultos de Milei en sus primeros doce meses de gobierno, según fueron catalogados en la edición del 2 de agosto de LA NACION, en un impresionante trabajo de investigación de Paz Rodríguez Neill y Nicolás Cassese. Fue publicado justo dos días antes del anuncio de Milei de no insultar en adelante.

Dice Plainview, en la colosal parrafada: “Solo eres una placenta, Eli, arrastrada sobre la inmundicia de tu madre. Deberían haberte puesto en un frasco de vidrio sobre la repisa de la chimenea”.

Milei ha insultado manifiestamente más que nadie en la política argentina contemporánea, pero no ha sido el único. En ese punto, en el Congreso de la Nación ha habido escenas que apenan hasta por la exacerbación del narcisismo de las pequeñas diferencias del que habló Freud y lleva a la gente a agarrarse de los pelos.

Dejemos el asunto para un buen debate entre psicólogos y dirijamos por un momento la atención a las consecuencias del mimetismo que se genera en el poder. Milei, cómo dudarlo, es como es, dolorosamente auténtico. Esto lo coloca al menos un escalón moral por arriba de ministros y funcionarios de menor orden que han perdido la compostura natural en referencia a lo que eran: se los percibe arrogantes y resentidos ante la crítica, como infantes caprichosos, no como hombres sabios y de mundo, tolerantes y duchos en que, tarde o temprano, todo se acaba.

No pierda, pues, señor Presidente, a quien más vale en el mundo que lo rodea, solo por haber sido hasta aquí de la misma pieza que ha sido en toda una vida: Guillermo Francos. El jefe de Gabinete es el único a su alrededor capaz de aconsejarle, con la autoridad del ejemplo de los hechos, de seguir evitando los insultos y de evitar, por añadidura, las actitudes más descomedidas e incomprensibles en el momento más inesperado e infecundo.

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