“Vi gente tirada en las calles, algunos estaban muertos”, le dijo un testigo a la BBC al recordar la madrugada del 22 de agosto de 1986. El silencio era absoluto, como si la vida entera hubiera decidido abandonar de golpe los poblados de Cha, Nyos y Subum, a orillas del remoto lago Nyos, cerca de la frontera de Camerún con Nigeria.
Todo había comenzado la noche anterior, cuando los habitantes se disponían a descansar tras una jornada típica. Un día más. El calor era habitual, pero una extraña densidad en el aire se sintió avanzada la noche. Un ruido de espanto, un temblor, y de pronto, un viento blanquecino —que muchos confundieron con niebla— comenzó a deslizarse valle abajo, cubriendo las aldeas en una bruma letal. “Cerca de las 11 de la noche me desperté y no pude levantarme, estaba confundido. No sabía lo que estaba pasando”, relató otro de los sobrevivientes.
Algunos intentaron buscar refugio, otros se desmayaron apenas al aspirar esa masa invisible. Los aldeanos no tuvieron tiempo para reaccionar: “La mayoría de las víctimas fueron encontradas en sus camas, descansando, o en la entrada de sus viviendas, lo que indica que murieron en ese mismo espacio”.
Al despuntar el alba, la magnitud del desastre se reveló con crudeza. El lago había cambiado de color y se mostraba rojizo, apagado y viscoso. Todo lo que había tenido vida, animales y personas, era un cementerio. Más de 1.700 personas y cerca de 8.000 animales murieron en cuestión de horas. “En nuestro poblado perdimos a mucha gente, unas 75 personas murieron”, contó un sobreviviente.
Entre quienes pudieron despertar, la confusión se mezclaba con sensaciones físicas extrañas: “Yo casi muero, pero cuando me paré empecé a tomar aceite. Y poco después vomité algo negro que olía como huevo o como pólvora”. Era una práctica común en el pasado tomar aceite de oliva para purgarse y esto habría hecho esta persona. Las víctimas no tenían lesiones visibles, los cuerpos presentaban a veces tonos verdosos pero no mostraban ningún signo de violencia.
Las calles, los campos y los hogares eran un único paisaje de desolación. No volaba ni una mosca. Familias enteras perdieron la vida sin entender lo que estaba sucediendo.
La noticia del “lago asesino” sacudió rápido a todo Camerún y después al mundo. El entonces presidente Paul Biya pidió ayuda internacional mientras la perplejidad se extendía en los medios: nunca antes un desastre había golpeado a tantos, de forma tan súbita, silenciosa y misteriosa.
Científicos y primeras pistas en Nyos
El impacto de aquella noche trágica traspasó en pocas horas las fronteras de Camerún. La magnitud y el misterio de la tragedia convocaron a la comunidad internacional. Pronto, especialistas y equipos científicos provenientes de distintos países aterrizaron en la región devastada, enfrentándose a una escena que parecía extraída de una película apocalíptica. Los escenarios con gente sorprendida por la muerte instantánea en las calles, como congelada en medio de sus quehaceres, recuerdan las escalofriantes escenas de la serie El Eternauta.
No había huellas de violencia estructural ni señales de inundación, terremoto o incendio. Solo la muerte masiva y el silencio absoluto. Uno de los primeros investigadores estadounidenses que pisó el área describió el episodio a la revista Time como “el desastre más extraño” del siglo XX.
Entre los expertos internacionales que aceptaron el desafío estaban el médico británico Peter Baxter y el profesor George Kling, de la Universidad de Michigan. Su misión: desentrañar en el terreno un enigma natural sin precedentes.
Cuando llegaron dos semanas después de la tragedia, hallaron un paisaje congelado en el tiempo. “Todavía había cuerpos de personas y animales muertos esparcidos en las colinas de la zona. Cuando llegamos al pueblo de Nyos… todo estaba en silencio y no había señales de vida”, relató Baxter al programa Witness de la BBC.
A orillas del lago, la desolación se hacía más tangible aún. Las aguas, que un año antes mostraban un azul cristalino, ahora eran marrones rojizas. “Cuando subimos hacia el lago vimos una zona de destrucción”, recordó Kling. “El agua de la superficie era de un color marrón rojizo, había matas de vegetación enormes flotando a lo largo y ancho del lago. Esa vegetación provenía de las orillas donde olas enormes del lago habían arrasado y destruido toda la vegetación que estaba cerca del lugar”.
No quedaban rastros de vida, excepto una especie más fuerte de lo que parece. En palabras de Baxter: “La única vida que pudimos ver en el agua eran ranas, que son muy resistentes a las alteraciones y parecían estar prosperando en estas aguas”.
Las casas y chozas de los poblados colindantes permanecían en pie, sin daño aparente. A simple vista, la devastación solo había afectado a la vida, no a las estructuras. Esto aumentaba el desconcierto entre los investigadores.
Con cada avance, la evidencia física apuntaba a que sobre la región se había desplazado una ola gigantesca, de hasta 40 metros de altura, alterando la configuración del lago y arrasando con la vegetación de los márgenes. Sin embargo, faltaba aún la respuesta a la pregunta principal: ¿qué fuerza invisible era capaz de matar a tantos en silencio y sin destrucción visible?
La llegada de los científicos abrió una nueva etapa en la búsqueda de indicios. El misterio se acrecentaba y la desesperación por entender lo ocurrido empujaba a la investigación internacional al centro de la atención.
Tras el rastro invisible de la muerte en Nyos
En los días siguientes a la llegada de los científicos, la región de Nyos se convirtió en un laboratorio a cielo abierto y un desafío para la lógica científica.
Las primeras hipótesis cultivaban cierto reflejo obvio: la zona, ubicada en un cráter de volcán sugería una posible erupción volcánica. Los reportes iniciales hablaban de gases volcánicos que podrían haber terminado con la vida de humanos y animales. Sin embargo, la falta de devastación estructural —lo habitual tras una verdadera explosión volcánica— levantaba dudas. Tal como explicó el doctor Baxter a la BBC, “No hubo una explosión grande causada por una erupción ni tampoco la devastación que habría causado esa explosión… lo que enfrentábamos era una situación en la que un gran número de personas había muerto pero en la que había muy pocos daños en el terreno y las construcciones”.
A pesar de ese primer impulso teórico, el equipo científico comenzó a observar detalles que no encajaban. La destrucción parecía concentrarse en la vida, no en la materia: “Cuando llegamos al lago Nyos había una atmósfera escalofriante, toda la gente y todos los animales de la zona estaban muertos… Había silencio, pero todos los edificios estaban de pie y no parecía que hubiera habido un huracán o una inundación o algo por el estilo”, describió George Kling.
Con la recopilación de relatos de sobrevivientes, surgieron pistas químicas sutiles y cruciales. Como el del testimonio que relató que había vomitado algo negro que olía como huevo o como pólvora. Este olor —inconfundible para los científicos— hizo pensar en gases como el dióxido de azufre, habitual en procesos volcánicos. Sin embargo, el análisis de las aguas y del aire disipó rápidamente esa teoría: no había azufre ni en el lago, ni en los gases disueltos ni en la vegetación del entorno.
La búsqueda de respuestas continuó hacia lo desconocido. El equipo de Kling empezó a sospechar del dióxido de carbono. Viejos documentos médicos sobre pruebas de estrés en pilotos de combate sirvieron de referencia crucial: en altas concentraciones, el CO2 puede funcionar como un alucinógeno sensorial y provocar olor a huevos podridos, además de generar inconsciencia y muerte rápida.
La ciencia trazó entonces el mecanismo: en las profundidades del lago Nyos, a casi 200 metros, el gas se había acumulado a lo largo de años debido a procesos volcánicos bajo el lecho acuático. La estratificación del lago —con capas que no se mezclaban entre sí gracias a la diferencia de densidad y temperatura— había mantenido atrapado al CO2 con el paso del tiempo.
Por causas que siguen sin esclarecerse del todo, un evento externo, tal vez un deslizamiento de tierra, movimiento sísmico o una simple alteración de presión, provocó que todo ese gas subiera súbitamente a la superficie. Como si alguien hubiera destapado una botella de champaña agitada, el lago liberó de manera explosiva millones de metros cúbicos de dióxido de carbono. Esa nube densa y letal se desplazó por los valles a gran velocidad, desplazando el oxígeno del aire y asfixiando a toda forma de vida a su paso.
El fenómeno, apenas descrito en la literatura científica hasta entonces, se conoce como explosión límnica. El caso de Nyos no solo inauguró en la realidad ese término, sino que reveló nuevas amenazas naturales hasta entonces impensadas.
La investigación científica arrojó luz sobre el misterio, pero también subrayó la falta de conocimiento frente a los caprichos de la naturaleza. Como reconoció uno de los principales expertos, “es una historia sumamente extraordinaria”.
Una nube de dióxido de carbono
Los científicos explicaron que el CO2 a tan alta concentración satura inmediatamente el aire, haciéndolo letal en minutos. Es inodoro y ligero, y sólo en algunas circunstancias, como ocurrió en Nyos, puede producir extrañas percepciones olfativas debido a efectos neurológicos.
A quienes la nube envolvió, el gas provocó un velo repentino de inconsciencia, confusión y finalmente lo que los expertos llaman la “muerte dulce”: una asfixia sin sufrimiento, en la que el cuerpo simplemente se apaga. “El gas te provoca la inconsciencia rápidamente… los que sobrevivieron sintieron que estuvieron inconscientes durante mucho tiempo, 10 horas o más, antes de estar nuevamente conscientes, literalmente hasta que el gas –que estaba suspendido en el aire– se elevó cuando comenzaba el día y el sol calentó la tierra”, explicó el doctor Peter Baxter.
Pero si la letalidad del gas resultó indiscutible, los motivos detrás de la supervivencia de algunos pobladores –especialmente niños– sumaron otra capa de misterio. Los investigadores propusieron que los niños se desvanecieron más rápido y así inhalaron menos gas profundamente, o que su localización dentro de las casas resultó más fortuita. El propio Baxter admitió: “Sobrevivir o morir debido a la exposición del gas realmente fue un hecho al azar”.
Muchos de los sobrevivientes despertaron rodeados de cuerpos sin vida: amigos, padres, hermanos y vecinos, todos caídos por la nube invisible. El desconcierto y la tragedia se mezclaban con la estupefacción de haber eludido la muerte por causas imposibles de precisar.
El desastre de Nyos dejó tras de sí una estela de preguntas sin respuesta definitiva. Aunque la ciencia aportó una explicación plausible al mecanismo letal —la súbita liberación de dióxido de carbono almacenado en las profundidades del lago—, la raíz exacta del fenómeno siguió alimentando un debate que se extiende hasta hoy.
En el epicentro de la investigación surgieron múltiples hipótesis sobre el detonante de la liberación masiva del gas. Algunos científicos indicaron que un deslizamiento de tierra podría haber alterado la estabilidad estratificada del lago, forzando el ascenso súbito del CO2 acumulado. Otros propusieron que una pequeña erupción volcánica o incluso un terremoto sería el evento disparador. Lo único indiscutible fue la secuencia fatal: a medida que el gas emergió, la presión disminuyó y la sobresaturación desencadenó una auténtica explosión límnica.
Fuera de los laboratorios, sin embargo, circularon rumores y teorías más extravagantes entre los aldeanos y los medios de comunicación. El desconcierto comunitario alimentó relatos de conspiraciones internacionales; hubo quienes creyeron que potencias extranjeras habrían usado el área para probar armas experimentales o una bomba secreta. Según describió el doctor Peter Baxter, “los locales comenzaron a decir que países extranjeros habían utilizado la zona para probar una bomba secreta, por ejemplo, que ellos, de alguna forma, eran parte de una conspiración de científicos internacionales. De hecho son ideas bastante fantásticas y no tienen credibilidad”.
Los científicos advierten que Nyos no es el único lago del mundo bajo amenaza. La combinación de origen volcánico, aguas profundas y aporte subterráneo de gases se replica en decenas de puntos del planeta, lo que convierte a estos lagos en bombas naturales, silenciosas y casi imposibles de predecir por completo.