En 1990, cuando la avenida Dardo Rocha, en Martínez, estaba lejos de ser un polo gastronómico, una serie de studs y caballerizas marcaban la identidad de la zona. El barro, los caballos y el movimiento del Hipódromo de San Isidro eran protagonistas: no había restaurantes ni bares. Fue en ese entonces cuando Alberto López Segura decidió apostar por un terreno en una esquina. Le gustaban el verde, la arboleda, el aire de campo en plena ciudad y la posibilidad de levantar algo distinto: ya soñaba con un restaurante que se sostuviera en el tiempo.
Más de tres décadas después, Rosa Negra sigue en pie. Con su fachada de ladrillo a la vista, una rosa roja en cada mesa y un servicio obsesivo por el detalle, el restaurante se convirtió en un ícono de zona norte. No es un boom pasajero, sino, según su propietario, un clásico. “Rosa Negra es Rosa Negra. No hay otro igual”, dice López Segura.El restaurante atravesó crisis económicas, transformaciones de la zona, cambios en las tendencias gastronómicas y la pandemia, que los obligó a cerrar durante meses. Sin embargo, nunca perdió su carácter original.
–¿Cómo fueron los inicios de Rosa Negra?
–La obra arrancó en 1990. Fuimos de los primeros en instalarnos en Dardo Rocha, cuando no había nada, eran todas caballerizas. Somos el único que quedó de esa primera camada. Yo quería esta esquina: enfrente estaba el Hipódromo, un pulmón verde espectacular. Localicé al dueño del terreno, Cacho Pascual [histórico criador y entrenador de caballos] y le compré el lote. Una negociación entre dos tipos de palabra, porque primero no quiso saber nada, pero aflojó rápido, cuando me vio convencido. Ahí empezó la obra, de cero. El terreno era un pastizal donde descansaba un caballo, y fue creciendo hasta convertirse en lo que es hoy. Desde el comienzo lo pensé así, como un restaurante de nivel internacional. Tenemos cámaras de maduración, 400 etiquetas de vino, un equipo sólido con gente que trabaja hace más de 20 años. Yo siempre digo: Rosa Negra no es una moda. La única estrella que tiene Rosa Negra, y que yo pretendo, es su equipo.
–¿Cómo se sostiene ese equipo en el tiempo?
–No hay rotación: somos 52 personas y muchos llevan décadas. Nuestro chef ejecutivo, Hiroyuki Oba, está hace 25 años. Es japonés, trabajó en lugares como Arzak y El Bulli. Para mí es uno de los mejores chefs de la Argentina. Todo el personal comparte esa impronta: disciplina, amor por lo que hace y obsesión por los detalles, desde la planchada de los manteles antes de abrir hasta el control de los baños cada diez minutos. Yo trabajo igual, predico con el ejemplo: si voy al baño y la mesada está mojada, la seco. Si encuentro un papel en el piso, lo levanto. Si veo un vidrio marcado, lo limpio. Siempre digo que el día que eso no te importe, mejor no vayas más al restaurante.
–Después de 35 años, ¿cuáles fueron los momentos más desafiantes?
–Sostener un restaurante en la Argentina es dificilísimo. La pandemia fue lo más duro: Rosa Negra no podía adaptarse al delivery. ¿Cómo mandás por delivery un confit de pato o un T-bone? Aguantamos como pudimos.Nos atrincheramos a la espera de que se levantara el confinamiento. Pero siempre nos levantamos, incluso frente a las crisis económicas que afectaron a tantos restaurantes que terminaron cerrando. Los vaivenes de la economía argentina son desafiantes. Son décadas de inflación, de cambios de reglas de juego. Cada crisis nos afectó, pero la clave fue nunca bajar el estándar. El cliente que viene a Rosa Negra sabe que va a encontrar calidad, aún en los momentos más duros.
–¿Cómo se transformó el público en todo este tiempo?
–Tenemos un público fiel desde el inicio, y ahora vienen también sus hijos y nietos. A eso se suma gente nueva, que nos descubre. La zona cambió mucho. En un momento hubo oficinas, hoy ese movimiento se lo comió el home office, pero es una zona que sigue siendo atractiva y segura. Además, no viene solo gente de San Isidro: llegan desde Belgrano o los countries de Zona Norte. También turistas.
–¿Cuáles son los platos imperdibles?
–No sé si es justo elegir uno, pero lo intentaré [risas]. La panera, que muchos dicen que es de las mejores de Buenos Aires, y las pastas caseras, son cosas que hay que probar. Un raviolini de mozzarella de búfala con pomodoro fresco y albahaca que está en la carta hace 20 años, por ejemplo.En carnes, todos los cortes madurados: entraña, pestaña, el ossobuco braseado con polenta o el Tomahawk [bife angosto con hueso]. También el pato confitado. Y en pescados, siempre pesca fresca: tataki de atún rojo, langostinos en tempura, o el risotto al azafrán con frutos de mar.
–¿Lo definís como un clásico? Hoy las nuevas propuestas suelen apostar al platito…
–En ese sentido no nos comparamos.Está bueno que aparezcan otras ofertas. Lo que hacemos acá lo pensamos como una experiencia completa, que arranca desde que dejás el auto en nuestra playa de estacionamiento y lo recibe el valet. Tenemos un equipo que se ocupa de todo: si un plato vuelve a la cocina, salen corriendo el chef, el segundo jefe y el gerente para ver qué pasó. Queremos que la experiencia del cliente se acerque a lo perfecto.
–Sumaron 1000 Rosa Negra dentro del Hipódromo. ¿Qué diferencia tiene con Rosa Negra?
–1000 es otro concepto: un restaurante con una de las barras más grandes de Buenos Aires, 300 cubiertos, un estacionamiento enorme. Está a cuatro cuadras de Rosa Negra, muchos me dijeron que era una locura, que uno se iba a comer al otro, pero funciona muy bien. Yo lo divido así: 1000 es sport, Rosa Negra es bistró.
–También tuvieron experiencias internacionales, ¿cómo fue eso?
–Eso fue demencial. En 2004 hicimos un restaurante impresionante en China, Obelisco. Tenía 650 cubiertos, parrilla de nueve metros, bodega de 100 metros de largo, subterránea. Estuvimos dos años y medio trabajando allá. Ese restaurante sigue en pie, con un chino fanático de la Argentina que apuesta por nuestra carne. Asesorarlos fue toda una aventura.
–Hablás mucho de los detalles. ¿Cómo se transmite eso al personal?
–Con reuniones permanentes y comunicación constante. Si una rosa sobre la mesa está demasiado abierta, se cambian los capullos. Si un mantel no está bien planchado, el mozo lo corrige antes de arrancar. Todo se revisa. El cliente quizás no lo nota de manera consciente, pero sí siente la diferencia en la experiencia.
–Si tuvieras que darle un consejo a alguien que sueña con abrir un restaurante y sostenerlo en el tiempo, ¿qué le dirías?
–Que tenga pasión y amor por lo que hace. Sin eso, no sale nada bien. Que entienda que un restaurante no es solo la comida: es la experiencia completa, desde la limpieza del baño hasta el saludo en la puerta. Y sobre todo, perdón por ser reiterativo, que se rodee de un gran equipo. Nosotros seguimos siendo los mismos que abrimos hace 35 años. Una anécdota, de algo que sucedió en las primeras semanas de trabajo: en una mesa de siete, un plato volvió a la cocina porque uno de los comensales sugirió que no estaba a la temperatura correcta. Tenía razón. Muy rápidamente lo solucionamos, llegó su plato, esta vez impecable. Lo disfrutó. Cuando pidió la cuenta, le dijimos que la casa invitaba. Fueron varios minutos de tironeo. Él decía que ya bastaba con haberlo escuchado y solucionarle el inconveniente. Nosotros insistimos: preferíamos perder ese ticket, pero que él volviera sin dudarlo. Finalmente, cedió. Y, por supuesto, volvió. Eso pasó hace 30 años y sigue siendo la mejor publicidad que yo puedo hacer de mi proyecto. Eso, más viajar, aggiornanos sin perder la esencia. No somos una moda, no dependemos de tendencias pasajeras, pero hay que buscar la mejora todos los días. El que piense que ya llegó, está frito.