Entre los grandes novelistas del siglo XIX, Fiódor Dostoievski (1821-1881) es quien mejor representa la lucha agónica del hombre actual por dar sentido a su vida, sumergido en la contradicción entre conciliar su espíritu de libertad y anhelo de trascendencia más allá de este mundo con las tentaciones de un materialismo facilista, en el que consume sus energías sin la recompensa de una felicidad plena. La obra de Dostoievski sigue plenamente vigente y conviene releerla para encontrar pistas que den razón de un mundo deslumbrado, y agobiado, por la tecnología y la inteligencia artificial.
Hoy vivimos en la era de la interpretación digital de la realidad. Como suele suceder en toda época de cambio, esta interpretación tiene mala fama porque se afirma que enajena al hombre de su condición humana y lo transforma en el engranaje de una vasta maquinaria global y tecnodigital. Basta ver la obra de Byung-Chul Han para conocer una crítica despiadada a la sociedad actual. Lejos de coincidir con esa visión negativa, por el contrario, se puede decir que nos encaminamos a una época en la que se producirá una verdadera revolución de la persona, una combinación majestuosa de ultraproductividad, tecnología digital y humanismo.
La sociedad presente no tiene puntos comparables con la Rusia zarista de Dostoievski; sin embargo, nuestro gran escritor, un San Agustín de las estepas, Zaratustra de las letras y, según cuentas precisas, la encarnación excelsa de Quijote y Unamuno, nos enseña que el drama del hombre es salvar su alma en la pugna trágica entre su libertad para creer, o no, en Dios y la mansa aceptación del destino impuesto por las grandes religiones.
Esta lucha agónica viene desde el fondo de los tiempos, por más que creamos que se ha hipertrofiado en el mundo agnóstico de estos días. La mejor prueba de eso es la obra de Dostoievski. Para explicitarlo, una leyenda que narra en Los hermanos Karamazov y se refiere al Gran Inquisidor.
Iván Karamazov, ateo y racionalista, le relata a su hermano menor, Alexei, creyente y de espíritu apacible, una leyenda que ha soñado. La acción se desarrolla en Sevilla en el siglo XVI, “en la época más terrible de la Inquisición”. Allí aparece Jesús y camina entre el pueblo “con el corazón henchido de amor”, que lo reconoce y le pide milagros. Jesús cura a un anciano ciego y resucita a una niña de siete años. “El pueblo, estupefacto, grita y llora”. En ese momento, pasa por la plaza un anciano casi nonagenario, “alto, de rostro enjuto y ojos hundidos”: es el cardenal Gran Inquisidor. Se detiene y observa desde lejos, “frunce sus tupidas cejas y sus ojos brillan con un fulgor siniestro. Señala a Jesús con el dedo y ordena a la guardia que lo prenda”. Es tan grande su poder y está tan acostumbrado el pueblo a obedecer que la multitud abre paso y lo detienen. Encierran a Jesús en un viejo y sombrío edificio del Santo Oficio.
Por la noche, el Gran Inquisidor se presenta en la celda y lo interpela a viva voz: “¿Eres Tú? ¿Tú?”. Como no recibe respuesta, le suelta a bocajarro: “¿Por qué has venido a estorbarnos?”. Jesús no responde. El cardenal repite que estorba y fulmina la sentencia: “Mañana te condenaré y serás quemado”. Y agrega que ese mismo pueblo que lo adora se precipitará para alimentar la hoguera. Jesús no dice nada.
Alexei se muestra desconcertado por la actitud del Gran Inquisidor y le pide una explicación a Iván, que la resume en pocas palabras: la segunda venida de Jesús lo molesta porque no tiene derecho a agregar nuevas revelaciones y milagros que pongan en riesgo su autoridad.
El Gran Inquisidor le echa en cara a Jesús que hace quince siglos les dio libertad a los hombres para elegir la fe o condenarse. Era la suprema concesión al espíritu humano, pero también la posibilidad de su infelicidad. Le reprocha a Jesús que ha impuesto a los hombres una libertad que supera sus capacidades. “Nada hay más seductor, para el hombre, que el libre albedrío, pero tampoco nada es más doloroso. Y en lugar de principios sólidos que habrían tranquilizado para siempre la conciencia humana, Tú elegiste nociones vagas, extrañas, enigmáticas, todo aquello que sobrepasa a la fuerza de los hombres, y con ello obraste como si no los amases”. Escribe Nicolás Berdiaev sobre la posición del Gran Inquisidor: “Para hacer felices a los hombres, es indispensable tranquilizar sus conciencias, o sea, privarlos de la libertad de elección”. ¿Por qué? Porque Dios ha creado un orden universal lleno de sufrimiento y le ha impuesto al hombre la insoportable carga de la libertad y la responsabilidad.
“Quisiste ser libremente amado, seguido voluntariamente por los hombres. Quisiste que en lugar de seguir la dura ley antigua el hombre escogiese entre el bien y el mal, no teniendo más guía que tu imagen”, pontifica el Gran Inquisidor. “Esa libertad condenó al hombre a la angustia y el sufrimiento, y es causa de la ruina que nosotros vinimos a remediar”, continúa. “Les daremos una felicidad dulce, adaptada a criaturas débiles como ellos. Necesitó la Iglesia quince siglos de ruda labor para que los hombres se crean libres luego de depositar humildemente su libertad a nuestros pies”. “Tú nos otorgaste solemnemente el derecho de hacer y deshacer. No pensarás ahora retirárnoslo. ¿Por qué has venido entonces a estorbarnos?”.
Jesús se mantiene en silencio luego de la extensa diatriba que le dirige el Gran Inquisidor; de pronto se aproxima y le besa los labios. El anciano se estremece, abre la puerta y lo deja ir: “¡Vete y no vuelvas más!”.
La leyenda expresa el dilema de la libertad con sufrimiento, que el hombre debe atravesar en una vida de incertidumbre en busca de su fe, o la felicidad prometida sin libertad, por la que se entrega a la autoridad omnipotente de los grandes inquisidores. Para un Gran Inquisidor, son muy pocos quienes pueden soportar el peso de la libertad: aunque rebelde, el espíritu humano opta por ser guiado y librado de las angustias que se derivan de poseer libre albedrío. Si viviera entre nosotros, el Gran Inquisidor diría que en la Edad Media los hombres eran más felices porque absorbían los dogmas de la religión sin cuestionamientos. “Miren lo que han ganado con la libertad”, seguramente nos enrostraría ante el espectáculo de millones de hombres que vagan por la vida sin sentido de su trascendencia. Frente a esta visión degradada, Dostoievski defendió una concepción cristiana de la vida, en la que el hombre es libre y lucha para forjar su fe.
Si quisiéramos ser más terrenales y aplicar esta dura parábola a la política argentina, correspondería una pregunta: ¿quién o quiénes han sido entre nosotros los Grandes Inquisidores, que nos inculcaron la consigna populista de adorar idolatrías falsas y nos conculcaron la posibilidad de abrazar la libertad como único camino para engrandecernos como personas y como nación?