A las 10 de la noche del 23 de agosto de 1985 varios móviles policiales arribaron con visible urgencia a un chalet de dos pisos ubicado en la intersección de la calle Martín y Omar y 25 de Mayo, en San Isidro. Los vecinos de la zona pensaron que las personas que residían allí, los Puccio, habían sido víctimas de un robo. Pero la verdad era otra. Muy diferente.
El motivo por el que los efectivos llegaban por decenas a esa vivienda sanisidrense tenía que ver con que esa familia de apariencia “normal” guardaba un macabro secreto.
Al menos tres integrantes de los Puccio -el padre, Arquímedes y dos de los hijos, Alejandro y Daniel– conformaban una banda dedicada a los secuestros extorsivos. Y en ese mismo momento tenían a su última víctima, una mujer llamada Nélida, encadenada en el sótano de la casa.
Se sabría más tarde que “el clan Puccio”, como fue tristemente conocido este grupo familiar de criminales, había cometido el secuestro y posterior asesinato de tres personas. Pero, más allá de este horror, la detención de estos personajes cuenta con numerosos datos llamativos.
Una familia impoluta
En el año 1985, la democracia cursaba sus años iniciales, pero la llamada “mano de obra desocupada” de la dictadura había encontrado otra manera ilegal de ganarse la vida: los secuestros extorsivos.
Arquímedes Puccio, que tenía también un pasado en grupos de ultraderecha en los violentos ‘70, fue uno de los que hallaron en secuestrar y exigir rescate una forma de subsistencia.
Como pantalla sostenía la imagen de una familia impoluta, de clase media alta de San Isidro. Uno de sus hijos, Alejandro, cómplice de sus andanzas, brillaba en el rugby como wing del Club Atlético San Isidro (CASI) y tenía incluso un presente inmejorable en Los Pumas.
El último secuestro
El 23 de julio de ese mismo año, justo un mes antes de la irrupción de la policía en la casona de San Isidro, una mujer que estaría involuntariamente vinculada a esta historia salía de su casa en Quito al 4000, Almagro. Era Nélida Bollini, viuda de Prado, que planeaba, como lo hacía a diario, visitar a su hijo, dueño de una concesionaria de autos ubicada en Independencia y Boedo.
Pero la señora nunca llegó a destino. Ni bien dejó su domicilio, bajaron cuatro individuos de un auto, la interceptaron y la subieron a un vehículo que partió con rumbo desconocido.
Poco tiempo más tarde, la angustiada familia de Bollini de Prado recibía un llamado de los secuestradores, en el que pedían 500.000 dólares para liberarla. A su vez, los delincuentes dejaron una advertencia a los hijos de la víctima: “No llamen a la policía si quieren volver a ver a su mamá viva”.
Pero los receptores de ese mensaje desoyeron la amenaza y se comunicaron con la policía. A partir de entonces, la División de Fraudes y Estafas de la Policía Federal se dedicó a grabar las conversaciones telefónicas de los captores con los familiares de la víctima. Así logró rastrear el origen de las llamadas.
La pista de los teléfonos públicos
De acuerdo con el relato que hizo en diversos medios el excomisario Juan José Defagot, de la mencionada división policial, una vez que se pudo detectar de qué lugar de la ciudad de Buenos Aires efectuaban sus llamados telefónicos los criminales -siempre desde teléfonos públicos-, los agentes procedieron a actuar.
El área de la que llamaban los delincuentes se encontraba entre los barrios de Flores y Parque Avellaneda. Tras obtener esta información, lo que hicieron los efectivos fue, con orden judicial, inhabilitar unos seis teléfonos públicos en esa zona.
Dejaron tan solo uno, ubicado en una estación de servicio en la intersección de las calles Laferrere y Mariano Acosta, en Parque Avellanda. Los captores cayeron en la trampa. Esto fue en la misma tarde del 23 de agosto.
“Tero en el aire”
Unos 40 efectivos estaban ubicados alrededor de ese lugar vestidos de civil. Aguardaban con ansias el llamado a la familia de Nélida Bollini de Prado.
En la estación de servicio estaba Arquímedes Puccio, su hijo Daniel, al que llamaban Maguila y otro delincuente que era su secuaz en estas acciones delictivas, llamado Guillermo Fernández Laborda.
Los tres habían comenzado la etapa de las llamadas telefónicas para indicar a los familiares dónde dejar el dinero del rescate. Un procedimiento que estaba lleno de postas para despistar a los que llevaban la plata. Pero este sería el último llamado extorsivo de la banda.
En cuanto Arquímedes llamó y la familia atendió, circuló la alarma entre los handys policiales a través de una frase en clave: “Tero en el aire”. En pocos segundos, los agentes estaban en la gasolinera prontos a echar mano a los malvivientes.
Los Puccio y Fernández Laborda no opusieron demasiada resistencia al verse rodeados y apuntados por las armas de los agentes. “¿Dónde tenés a la mujer?“, le preguntaron a Arquímedes, que fue hallado ante el teléfono y era, a la sazón, el jefe de la banda. ”La tenemos en casa», respondió el malviviente, y pronto dio su dirección.
El líder del clan llevaba consigo un ejemplar de Crónica de ese día en el que había una firma manuscrita de la señora Bollini de Prado. Iba a dejar ese diario en algún lugar de su recorrido como prueba de vida para los familiares de la señora.
A la casa de los Puccio
La primera parte del operativo policial había sido exitosa. Pero todavía faltaba la segunda etapa: encontrar a la persona secuestrada. Y, lo más importante, hallarla con vida. Por eso era fundamental trabajar con celeridad. Los secuestradores en la casa, si intuían que algo andaba mal, podrían ultimar a la víctima.
Entonces, los hombres de Defraudaciones y Estafas pidieron refuerzos a la policía bonaerense para realizar el acceso a la casa de los Puccio y recibieron a la vez la autorización de la jueza de la causa, María Romilda Servini de Cubría, que era magistrada de instrucción federal.
Pero también, por una cuestión de jurisdicción, los agentes debieron obtener el permiso de allanamiento del juez de San Isidro, Juan Makintach.
Un dato de color: este hombre de la justicia, ya fallecido, es el padre de Julieta Makintach, la jueza de la causa sobre la muerte de Diego Maradona que fue recusada por protagonizar, al mismo tiempo, un documental sobre ese proceso.
Un sótano muy pulcro
Las crónicas cuentan que alrededor de las 10 de la noche de ese 23 de agosto, unos 12 patrulleros de distintas dependencias policiales y un coche con la jueza Servini de Cubría llegaron a la casa situada en Martín y Omar 544. La veloz intromisión policial en el chalet tomó a sus ocupantes por sorpresa. En la cocina de la vistosa vivienda estaba Alejandro Puccio, que miraba una película junto a su novia. Ambos fueron detenidos.
Las tres decenas de efectivos que circulaban por la casa de dos plantas buscaron por varios minutos a la señora Bollini de Prado, pero sin éxito. Incluso al llegar al sótano, en principio, no notaron nada extraño.
Se encontraron con un lugar lleno de herramientas, botellas y algunos otros objetos, pero muy pulcramente organizado. Fue entonces cuando el suboficial Carlos García Acosta se detuvo en un armario metálico que había en un rincón del recinto.
El cuchitril de la víctima
El agente movió ese pesado mueble, que tenía rueditas para tal efecto, y descubrió que detrás había algo: nada menos que el acceso a una pequeña habitación oculta. En ese lugar reducido, de unos 1,70 por 1,50 metros, había una pequeña cama. Recostada en ella, atada de pies y manos, aturdida y débil, pero viva, estaba Nélida Bollini de Prado.
El subcomisario Carlos Arias, presente en el operativo, definió el cuarto en el que estaba la víctima como un “cuchitril” y también como una “cueva”.
Ese habitáculo tenía paredes de hormigón armado forradas con papeles de diario para amortiguar los ruidos (había también una radio casi siempre encendida), piso de tierra y en un costado, fardos de alfalfa húmeda, para hacerle creer a la mujer que se encontraba en algún lugar campestre.
Un balde de 20 litros cubierto con una tabla agujereada hacía las veces de inodoro.
“Por favor, no me maten”
“Por favor, no me maten”, exclamó Bollini de Prado cuando irrumpieron los policías en el pequeño espacio en el que yacía cautiva. Tras 32 días de absoluto encierro y sin ver la luz del sol, estaba muy confundida. Costó tiempo que entendiera que esos hombres habían venido a salvarla.
Además de los varones detenidos de la familia Puccio –Arquímedes, de 56 años, Daniel, 23 y Alejandro, 26- también fueron atrapadas por la policía Epifanía Álvarez Calvo de Puccio, de 53, esposa de Arquímedes y madre de la familia, Silvia Inés Puccio Calvo, de 25, hermana de Alejandro y Daniel. También se encontraba la hija menor, que entonces tenía solo 14 años.
Más allá de estas detenciones, los más comprometidos de la banda fueron los hombres Puccio detenidos. Ellos, junto con otros cómplices fueron condenados luego a diferentes penas por diferentes casos.
En principio, por el secuestro de Bollini, pero también por el secuestro y asesinato de Ricardo Manoukian, en 1982 y de Eduardo Aulet, en 1983. Y por el asesinato cuando evitaba su propio secuestro del empresario Emilio Naum, en 1984.
Un rugbier con un futuro promisorio
La noticia de la liberación de Nélida Bollini de Prado ocupó apenas unas líneas en la edición de LA NACION del día 24 de agosto. “La policía liberó a una mujer que había sido secuestrada hace un mes”, decía la noticia, abajo de todo, en la página 10, en la sección Policiales-Tribunales.
En dicha crónica ni siquiera se mencionaba el nombre de la familia que habitaba la casa. Pero a medida que los días pasaban, la noticia fue haciéndose cada vez más impactante. Quizás muy especialmente por un detalle: uno de los entonces supuestos secuestradores, Alejandro Puccio, era un jugador de rugby con un presente brillante y un futuro promisorio.
“Pequeño, sumamente veloz, escurridizo, de un eficaz cambio de paso, Alejandro Rafael Puccio configura el wing tres cuarto ideal”, decía un pequeño perfil de este medio al describir al recientemente detenido jugador, que era un importante referente de la primera del CASI.
En ese club había disputado su último partido apenas seis días antes de ser aprehendido por la policía con una victoria 39 a 18 contra Pueyrredón.
Un campeonato sin vuelta olímpica
Su imagen en esa institución era tan ejemplar que sus compañeros de plantel no querían creer que estuviera implicado en un crimen tan horroroso. Y resonante. Clamaban por su inocencia en cada ocasión que podían hacerlo.
Cuando el 31 de agosto el CASI se consagró campeón del torneo de rugby, los jugadores prefirieron no dar la vuelta olímpica.
“¿Por qué no festejamos la conquista del título? Esperamos que en el curso de esta semana, Alejandro (Puccio) sea dejado en libertad y después sí, todos juntos celebraremos esta conquista en la última fecha», decía a LA NACION luego del partido Gabriel Travaglini, integrante de aquel equipo del CASI, jugador también de Los Pumas y actualmente el presidente de la Unión Argentina de Rugby (UAR).
“Pero si Puccio no está con nosotros no tiene ningún sentido manifestar demasiada alegría porque el campeonato lo ganamos todo», añadía el actual dirigente, expresando la opinión de la gran mayoría de sus compañeros, que días después de la detención de su coequiper organizaron una misa para pedir por él.
Ocultar la camiseta
En relación con la identificación de Alejandro con el Club Atlético San Isidro, en aquellos días corría un rumor entre risueño y pasional. Se decía que uno de los policías que entró al allanamiento en la casa de los Puccio, fanático del CASI, había encontrado una camiseta de esa institución colgada, secándose al sol, en el patio. Para no ensuciar a ese club con un hecho delictivo, el oficial arrancó la casaca y la ocultó donde nadie pudiera verla.
La leyenda dice que la persona que hizo eso por lealtad a su club era el Comisario Inspector de la Comisaría Primera de San Isidro, José Martin, padre del reconocido periodista y también exjugador del CASI, Christian Martin. Consultado sobre el tema por este medio, el comunicador prefirió guardar silencio.
“Vos estabas en la lista”
El único compañero de Alejandro que salió del molde de los otros rugbiers fue Eliseo “el Chapa” Branca. Si bien en un principio creía en su inocencia como los demás, la cosa cambió cuando un amigo suyo, con conocimiento de la causa, le dijo: “Pará un poco, no sé por qué lo defendés tanto, si vos estabas en la lista”.
Con la lista, el hombre se refería a una libreta que encontraron en el domicilio de los Puccio, donde ellos anotaban los nombres de sus futuras víctimas. “Me quedé helado”, reconoció entonces Branca.
Años más tarde, en una entrevista para este medio, el exPuma diría: “Nunca imaginé lo que era Alejandro en realidad: un monstruo, un asesino, un traidor”.
Las condenas a los Puccio
Alejandro fue condenado en diciembre de 1985 a reclusión perpetua. Lo liberaron en 1997 por la ley del 2×1, pero volvieron a detenerlo a finales de los ‘90 porque en una revisión de la causa, la justicia determinó que su excarcelación no había sido correcta.
Falleció en 2008, a los 49 años. De acuerdo con su abogado, esto se debió a las secuelas que le quedaron cuando, en octubre de 1985, intentó suicidarse arrojándose del piso 5 de los Tribunales, donde había ido a declarar.
El jefe del clan, Arquímedes, fue también condenado a prisión perpetua y estuvo en prisión 23 años. Salió con libertad condicional en 2008 y vivió junto a un pastor evangelista en General Pico. Murió a los 84 años, en mayo de 2013, como consecuencia de complicaciones tras sufrir un ACV.
Hasta sus últimos días, tanto Arquímedes como Alejandro aseguraron que ambos eran inocentes.
Daniel “Maguila” Puccio fue condenado recién en 1998, pero huyó antes. En 2011, su pena se extinguió. Lo último que se supo de él es que en 2019 estuvo brevemente detenido en San Pablo, Brasil, por presentar un documento de identidad falsificado.
El horror de los crímenes realizados por los miembros de esta familia, hace exactamente 40 años, llegó incluso a la ficción argentina. Fue a partir de una película, El Clan, de 2015, dirigida por Pablo Trapero. Y de una miniserie, Historia de un clan, también de 2015, bajo la dirección de Luis Ortega.