Lo golpearon hasta desfigurarlo; en uno de esos arrebatos de furia, en el interior de un granero del pueblo, una aldea de cuatrocientos habitantes llamada Money, en Mississippi, le volaron un ojo; el golpeado era un chico negro de catorce años recién cumplidos, llamado Emmett Till, al que linchaban porque, decían, había silbado a una mujer blanca. Después de los golpes, más allá de las dos y media de la mañana del domingo 28 de agosto de 1955, hace setenta años, llevaron el cuerpo inerte del chico hasta la vera del cercano río Tallahatchie, con alambre de púas le ataron un pesado ventilador de treinta y cuatro kilos de una máquina desmotadora de algodón, de esas que separan las fibras de las semillas y de los residuos, le dispararon un balazo en la cabeza y lo arrojaron a las aguas para que no apareciera nunca más.
Como el destino de todo cadáver oculto es el de aparecer, a los tres días, el 31 de agosto, unos chicos que tonteaban a orillas del río mientras intentaban pescar cualquier cosa, se toparon con el cadáver desfigurado y descompuesto de Emmett Till. ¿Qué había pasado? ¿Quién había linchado al muchachito y por qué? Como su cuerpo, la historia salió a flote poco a poco. Fue un escándalo, una tragedia, una gran vergüenza en una nación que, diez años antes, había contribuido a poner fin al fanatismo racista en Europa; fue también el disparador de gran parte del movimiento por la liberación de los negros en Estados Unidos, en especial en el extremista sur supremacista blanco.
Emmett Till había nacido en Chicago, Illinois, el 25 de julio de 1941. Era hijo de Louis Till, un soldado afroamericano de veintitrés años que, durante la Segunda Guerra, había sido acusado de violación y asesinato y ejecutado en Italia por el ejército americano en julio de 1945. La madre de Emmett, Mamie Elizabeth Till-Mobley, había nacido en Money, Mississippi, donde vivía todavía parte de su familia. Uno de esos familiares, Moses Wright, predicador y tío de Emmett, visitó Chicago en el verano de 1955 y le contó a su sobrino historias fantásticas sobre la vida en el delta del Mississippi. Emmett Till quiso viajar enseguida a aquel mundo fascinante y desconocido, pese a las reticencias de su madre: aquel sur feroz no era Chicago: el chico tenía que cuidarse y mucho.
Emmett Till llegó a Money el 21 de agosto de 1955. Tres días después, junto a su primo Curtis Jones, salieron de la iglesia donde predicaba el tío Moses y junto a otros chicos fueron hasta la tienda del pueblo, “Bryant’s Grocery and Meat Market”, un local pequeño y surtido que administraban dos jóvenes blancos: Roy Bryant, de veinticuatro años y su mujer, Carolyn, de veintiuno. La mujer estaba sola esa mañana en la tienda: su esposo había viajado y su hermana estaba en la parte trasera del local. El negocio atendía casi a modo de almacén de ramos generales a los algodoneros negros que trabajaban en parcelas alquiladas. Existen cuatro versiones sobre lo que sucedió entonces. La primera dice que Emmett, que compró unos chicles por dos centavos, silbó con admiración al ver a Carolyn y que la muchacha se sintió ofendida por su descaro. La segunda versión es más audaz: dice que al salir de la tienda el chico dijo “chao baby” lo que hizo sentir deshonrada a la mujer. La tercera versión es más audaz todavía. Dice que el chico llegó a coquetear con Carolyn y que le susurró: “No me temas. Yo ya estuve antes con mujeres blancas”, lo que fue el colmo del escarnio.
La cuarta versión es una ampliación de la tercera y fue dada por la propia Carolyn en el juicio que le siguieron a su marido por asesinar a Emmett. Dijo la mujer al tribunal que esa mañana “un sucio negro” a quien no conocía, la tomó del brazo. Cuando el abogado defensor de los asesinos, Sidney Carlton, le preguntó “¿Y qué le dijo al tomarle la mano?”; la mujer, según la transcripción del juicio hecha por el FBI y publicada años más tarde, contestó: “Él me dijo: ‘¿Qué te parece una cita, nena?”. Según su versión, Carolyn se alejó del chico pero él la siguió hasta detrás del mostrador: “Me atrapó en la caja registradora, tomándome de la cintura con las dos manos y atrayéndome hacia él me dijo: ‘¿Qué te pasa, nena? ¿No te gusta?”; reveló también que el chico insistió en “manosearla” y que le soltó aquello de “ya lo hice antes con otras mujeres blancas”. Carolyn contó al tribunal que amenazó a Emmett con una pistola y que luego todos los chicos se fueron. Roy Bryant, el marido de Carolyn, regresó a Money de su viaje el 27 de agosto. La historia de su mujer acosada por un chico negro era conocida ya por todo el pueblo.
El sur de Estados Unidos era entonces un polvorín racial. Poco más de un año antes, el 17 de mayo de 1954, la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos había hecho historia con un fallo trascendental. La presidía el juez Earl Warren, el mismo que en 1964 presidió la comisión investigadora que no investigó, o lo hizo mal, el asesinato del presidente John Kennedy en noviembre de 1963. La corte debía decidir ese 17 de mayo sobre la segregación escolar en Estados Unidos, una instancia sobre la que el tribunal jamás se había pronunciado. Es más, existía una jurisprudencia de 1869 sobre la discriminación racial en los trenes que había creado la doctrina conocida como “separados, pero iguales”, lo que en 1955 parecía más bien un jurídico fundamento de la hipocresía.
A la una y veinte de la tarde de aquel lunes de mayo, el juez Warren leyó el fallo del Tribunal Supremo: “Separar (a los alumnos negros) de otros escolares de la misma edad y condiciones debido tan solo a su raza engendra un sentimiento de inferioridad tocante a su status en el seno de la comunidad susceptible de afectar su alma y su mente de forma irreparable. (…) Por todo lo cual, consideramos que la doctrina de ‘separados pero iguales’ aplicada al campo de la educación pública no tiene validez. La prestación de la enseñanza en centros distintos es esencialmente desigual”.
Era un fallo histórico que el Sur, de neto predominio blanco, se negó a cumplir amparado en las constituciones de cada Estado que les confería independencia en la gestión de sus asuntos internos. La Corte Suprema no había hecho sino ratificar un certero vaticinio de Alexis de Tocqueville, el gran pensador de la democracia, que había profetizado: “Cuando los negros se incorporen al grupo de hombres libres y se vean privados de casi todos los derechos cívicos, se rebelarán ante la incapacidad de equipararse a los blancos y no tardarán en declararse enemigos suyos”.
El entonces presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower, un héroe de la Segunda Guerra, comandante supremo de las fuerzas aliadas cuando el desembarco en Normandía y en los meses que siguieron hasta la caída de Berlín y la derrota del nazismo, se sentía sorprendido e inquieto por los disturbios raciales. Sabía que la presión de la población negra iría en aumento y de la mano con los movimientos anti colonialistas de la época en África y en Asia; el presidente también preveía que el flamante y poderoso liderazgo de Estados Unidos en la Europa de posguerra, se vería menoscabado por el racismo clavado en su propio país.
Ese era el clima social cuando Emmett Till silbó admirado, o dijeron que había silbado admirado, a una joven mujer blanca. La semana anterior a su llegada a Money, y también en Mississippi, había sido asesinado otro hombre negro, Lamar “Ditney” Smith, que no era un muchacho y no había interactuado con ningún blanco. Por el contrario, era un veterano negro de la Primera Guerra Mundial, tenía sesenta y tres años y era un activista por los derechos civiles de los negros. Se dedicaba a preparar un gran registro de electores afroamericanos cuando fue asesinado a balazos frente a los tribunales del condado de Lincoln, mientras orientaba a los votantes. Sus matadores fueron absueltos.
Cuando Roy Bryant se enteró por su mujer de lo que había sucedido en su tienda, se lanzó a la caza del culpable. Contó con la ayuda de su medio hermano, John William Milam, de treinta y seis años y de al menos una tercera persona de quien nunca se supo la identidad. Los tres buscaron e interrogaron de manera brutal a varios clientes negros de la tienda, secuestraron a uno de ellos porque lo creyeron culpable del agravio, hasta que dieron con el nombre de Emmett Till. A las dos y media de la madrugada del 28 de agosto los tres hombres golpearon la puerta de la casa de los tíos de Emmett, obligaron al chico a vestirse y a salir con ellos, amenazaron a la familia y rechazaron cualquier intento de arreglo pacífico del episodio. Después, llevaron al chico a un granero que se alzaba en las afueras de la ciudad y lo golpearon, lo torturaron hasta casi matarlo y terminaron de lincharlo en la orilla del Tallahatchie.
A la policía no le costó mucho trabajo dar con Bryan y con Milam: habían sido denunciados por los familiares de Emmett como los responsables de su secuestro. Los dos asesinos aceptaron su responsabilidad, la del secuestro, pero dijeron que habían dejado al chico esa misma madrugada en la puerta de la tienda de los Bryant. Tres días después apareció el cadáver desfigurado. Hubiera sido difícil identificarlo y de hecho, en el juicio que se siguió a sus asesinos se cuestionó la identidad del cadáver; pero los investigadores hallaron en una mano del cadáver un anillo de plata grabado con las iniciales “L.T. – 25 de mayo de 1943”: era de Louis Till, el padre de Emmett, que lo había pedido a su madre antes de viajar de Chicago a Money.
El funeral de Emmett en Chicago reunió a más de cincuenta mil personas. En los tres días que siguieron al secuestro del chico y a la aparición de su cuerpo, su madre, Mamie Till, alarmada y con la certeza inapelable de las madres cuando intuyen una tragedia, había alertado a la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, NAACP por su sigla en inglés, y a los políticos de Chicago. Cuando el cadáver del chico llegó a Chicago, la mujer pidió al dueño de A.A. Rayner Funeral Home, donde fue velado el muchacho, que abriera el ataúd. Lo hizo con una frase tremenda, un ruego furioso y desolado: “Quiero que todos vean lo que le han hecho”. También llamó a los periodistas. Dos de ellos, Simeon Booker de la revista Jet y Moses Newson, del Tri-Star Defender convirtieron el asesinato en una noticia nacional. El fotógrafo David Jackson tomó las dramáticas fotos del ataúd abierto y del cuerpo desfigurado de Emmett que recorrieron el país primero y el mundo después.
Los diarios del sur estadounidense, en cambio, publicaron en esos días terribles las fotos de los dos acusados del crimen, Bryant y Milam, en sus uniformes del ejército en un intento por mostrarlos como buenos y nobles ciudadanos, mientras editorializaban con el rumor que afirmaba que el norte americano podía incitar a una nueva guerra de secesión: citaban a The New York Times, que había elogiado la decisión de la justicia sureña de juzgar a los acusados bajo el cargo de asesinato.
Acusar era una cosa y condenar, otra. En septiembre, al mes siguiente del crimen, Bryant y Milam fueron juzgados por secuestro y asesinato en el juzgado de Tallahatchie y frente a un jurado compuesto por doce hombres, todos blancos. Los acusados negaron haber matado a Emmett Till y fueron absueltos de los dos cargos: primero el de asesinato y, meses después, el de secuestro. Una espectadora del juicio, la activista Ruby Hurley, diría luego que, en el juzgado, “los acusados estaban allí, tomando helados y jugando con sus niños, como si estuvieran en un picnic”.
En enero de 1956, a cinco meses del asesinato, la revista Look publicó un reportaje en el que Bryant y Milam sí confesaron haber matado a Emmett Till: se sintieron amparados, y lo estuvieron, por el principio legal que impide que una persona sea juzgada dos veces por el mismo delito. Bryant dijo que no se arrepentía de haber matado al muchacho porque se había propasado con su mujer. Milam narró en detalle cómo había sido el secuestro y el asesinato, y admitió que lo habían hecho porque el chico le había faltado el respeto a una mujer blanca que, además, era la esposa de su medio hermano. Look les pagó cuatro mil dólares por la entrevista.
Ya se sabía quiénes, cómo y por qué habían matado a Emmett Till. Faltaba corroborar el motivo. En realidad, nadie que hubiese conocido al muchacho podía concebir que hubiera adoptado la actitud desenfadada y ofensiva que Carolyn Bryant le adjudicaba: todos coincidían en presentarlo como un chico tímido y respetuoso. Sin embargo, para sostener el argumento de la mujer sobre la conducta obscena del chico, en el sur esgrimieron la conducta del padre de Emmett, ejecutado por el ejército americano en Italia, acusado de violación y asesinato, otro caso que con los años también quedó en la duda.
La historia de Carolyn Bryant se mantuvo en pie por muchos años. En 2008, cincuenta y tres años después del asesinato de Emmett, Carolyn confesó la verdad al periodista Timothy Tyson que preparaba un libro: The blood of Emmett Till (La sangre de Emmett Till). Carolyn, entonces de setenta y cuatro años, le dijo al periodista que el chico nunca le había dirigido la palabra y que tampoco había hecho ningún gesto provocativo: “Esa parte no es verdad”, reveló la mujer. Y agregó: “De todos modos, nada de lo que ese muchacho hubiera hecho podría justificar lo que le sucedió”. Hablaba como ajena al drama que ella misma había provocado.
El libro se publicó recién en 2017, cuando Carolyn tenía ochenta y tres años. El caso había sido reabierto en 2004 en un proceso que demandó la exhumación del cuerpo de Emmett: la investigación se cerró en 2007 cuando un Gran Jurado de Mississippi se negó a formular nuevos cargos. El libro de Tyson volvió a reabrir el caso, esta vez a cargo del FBI y del Departamento de Justicia; volvieron a interrogar a Carolyn Bryant que, al parecer, volvió a dar su versión original, y falsa, de los hechos. En diciembre de 2021, a falta de pruebas que confirmaran la verdad expuesta por Tyson, que no tenía grabaciones de su entrevista con Bryant, el caso quedó definitivamente cerrado. Carolyn Bryant murió en abril de 2023 a los ochenta y ocho años.
La muerte de Emmett Till dio más fuerza al movimiento antirracista de Estados Unidos. Cien días después de su asesinato, una mujer negra, Rosa Parks, obligada como todos los afroamericanos a viajar en la parte trasera de los micros de Alabama, se negó con una frase simple y clara: “Estoy cansada”. Lo estaba. Fue presa, pero su causa se convirtió en bandera contra la discriminación. En 1988, el reverendo Jesse Jackson reveló: “Parks pensó en ir a la parte trasera del bus, pero se acordó de Emmett Till y no pudo hacerlo. Tampoco quiso”.
En 1963, miles de jóvenes negros, conocidos como “la generación Emmett Till” luchaban por la integración en colegios y universidades. Tenían el apoyo, a veces velado, a menudo explícito, del entonces presidente John Kennedy que llegó a enviar a la Guardia Nacional para garantizar la entrada de tres estudiantes negros a la universidad de Alabama, pese a la violenta oposición de su entonces gobernador, George Wallace.
A ocho años exactos del asesinato de Emmett, el 28 de agosto de 1963, el líder por los derechos civiles de los afroamericanos, Martin Luther King, pronunció en Washington, frente al monumento a Abraham Lincoln, su célebre discurso: “I have a dream» (Yo tengo un sueño): “Ahora es el tiempo de elevarnos del oscuro y desolado valle de la segregación hacia el iluminado camino de la justicia racial. Ahora es el tiempo de elevar nuestra nación de las arenas movedizas de la injusticia racial hacia la sólida roca de la hermandad. Ahora es el tiempo de hacer de la justicia una realidad para todos los hijos de Dios. (…) Yo tengo el sueño de que un día en las coloradas colinas de Georgia los hijos de los ex esclavos y los hijos de los ex propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la hermandad. Yo tengo el sueño de que un día incluso el estado de Mississippi, un estado desierto, sofocado por el calor de la injusticia y la opresión, será transformado en un oasis de libertad y justicia. Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Yo tengo un sueño hoy!”
Los asesinos de Emmett Till murieron sin pisar la cárcel por su crimen. Pero la historia del chico se mantuvo viva gracias a su madre, Mamie Till, que murió el 7 de enero de 2003 a los ochenta y un años, aquella mujer que había pedido que su hijo fuese velado a ataúd abierto porque: “Quiero que todos vean lo que han hecho”.
La historia anda siempre de la mano con el ángel de lo extraño. Tres meses después del célebre discurso de Luther King, ocho años y tres meses después del asesinato de Emmett Till, otra mujer iba a reproducir las dramáticas palabras de Mamie Till, con su mismo tono furioso y desolado. La noche del 22 de noviembre de 1962, Jacqueline Kennedy bajó del avión presidencial detrás del ataúd de su esposo, asesinado en Dallas horas antes. Lucía todavía el vestido rosa con ribetes azul marino, manchado con la sangre del presidente muerto.
La primera dama se había negado a cambiarse de ropa. Dijo: “Quiero que todos vean lo que han hecho”.