Todo lo que tiene un principio tiene un final. Clarísimo. Pero celebramos los principios. Con los finales tenemos una relación complicada. Solo los festejamos cuando en realidad funcionan como el principio de algo mejor. Se acaba el invierno y empieza de nuevo el tiempo lindo. Bueno, eso no es exactamente un final. Es el principio de la primavera. Vuelve el sol, todo florece, etcétera.
Sesgo previsible de la evolución de la vida en este planeta, los inicios entusiasman (etimológicamente, entusiasmado quiere decir “poseído por los dioses”) y los finales nos amargan o nos entristecen. Vamos, que a los inicios los sigue un más o menos largo período de actividad frenética y emociones ilusionadas, mientras que los términos van seguidos, de suyo, por un duelo. Partidas, despedidas y decesos nos inspiran, solo con evocarlos, incluso muchos años después, un estado de ánimo doliente.
El verdadero amor es eterno, en mi opinión, pero hasta llegar a él atravesamos una lenta y profunda metamorfosis; ni por asomo es lo mismo el enamoramiento efervescente de los primeros meses que el amar de raíces profundas que se va instalando, lento y silencioso, con los trabajos y los días. Por eso no hay amores no correspondidos; el amor es siempre sinfónico. Solo el enamoramiento puede no ser mutuo (o no serlo simultáneamente), y de eso también nos lamentamos, porque es un final y porque así estamos hechos. “Man is in love and loves what vanishes, escribió el gran William Butler Yeats.
Nos llevamos muy mal con los finales. Estiramos una extensa novela que nos encanta para no llegar a la página postrera y nos quedamos charlando con esa persona querida hasta que empiezan a levantar las sillas del cafetín, sin darnos cuenta de que el alba, que es un principio, ya asoma.
Es cierto, nos fascinan los ocasos, por lo bellos y por lo inapelables, pero también porque albergamos la ingenua confianza en que mañana presenciaremos otro.
Todos nos parecemos en los principios, pero nuestra personalidad se delata en los finales. Entre el chiquilín que berrea porque es hora de ir a la cama y no quiere que el juego termine y el anciano que acepta con dignidad el crepúsculo de su larga jornada hay una vida entera de aprender a soltar, perder y volver a empezar. Venimos preparados para los inicios; en cambio, los finales se ejercitan. No son de ninguna manera fáciles. Una existencia, a veces, no alcanza.
Por mi parte, a lo mejor porque tuve que enfrentarme al gran final cuando recién empezaba a vivir, en 1982, me he ido convenciendo de que el tiempo no existe y nada ocurre porque sí. Es mi mantra, si me lo preguntan. Podrá sonar, supongo, como una variante del fatalismo. No lo sé. Pero cuando miro en retrospectiva el gran mapa –todos esos amores no correspondidos, aquellas oportunidades perdidas, las despedidas, los abandonos y las partidas– veo que las piezas encajan con una perfección intachable. Nada de lo bueno que me pasó habría llegado de no haber sido por todo lo que nunca llegó a ocurrir.
Por eso, el último hexagrama del I Ching, el 64, es en realidad un nuevo inicio. Traducido como Antes de la consumación en la edición en español de la versión alemana de Richard Wilhelm, aparece en otras interpretaciones como Negocios sin terminar, Inconcluso y Misión aún incompleta. Viene después del 63, que uno, convencido de que el mundo es como los percibimos, creería que debería ser el último, porque se traduce como Después de la consumación. Algo así como el gran final.
Pero no. El Libro de los Cambios, que está lleno de extrañas y certeras verdades, se anticipa a un hecho que los años nos van enseñando por las buenas o por las malas. Es decir, que no habría principios entusiastas y optimistas si no fuera por esos finales que tanto nos angustian.
Todo lo que tiene un principio tiene un final. Y viceversa.