Un baño de realidad que anuncia un futuro incierto

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Nadie dudaba de que, después del desbocado populismo económico del kirchnerismo, coronado con el irresponsable “Plan Platita” con que Sergio Massa soñó ganar las elecciones presidenciales de 2023, era imprescindible un importante ajuste fiscal. El presidente Javier Milei lo planteó descarnadamente y la mayoría de los argentinos lo acompañaron en ese impulso inicial, que se tradujo en una sensible disminución de la tasa de inflación.

La oposición no kirchnerista leyó también ese mensaje social y colaboró de una forma inédita con el gobierno nacional, apoyando en el Congreso muchas iniciativas del Poder Ejecutivo, como la Ley Bases, que le concedía al Presidente muchas (demasiadas) delegaciones legislativas, y no rechazando los numerosos decretos de necesidad y urgencia (casi todos, sin ninguna necesidad ni urgencia que tornaran imposible su tratamiento parlamentario, como el decreto ómnibus 70/2023, que modificó de un plumazo casi un centenar de leyes) con que Milei ejercía un cesarismo desdeñoso de la división de poderes y de las formas en general con la excusa de la muy magra representación de su partido en ambas cámaras del Congreso.

El Presidente creyó ver en esa aquiescencia inicial un cambio permanente. La tan conocida en nuestra historia pretensión fundacional funcionó nuevamente, reforzada por las peculiares características mesiánicas de quien se presenta como un enviado de “las fuerzas del cielo”. Había comenzado un nuevo ciclo histórico que dejaba atrás una decadencia que en el relato de Milei se remonta a la ley Sáenz Peña, es decir, al instrumento que permitió alcanzar una democracia plena. Dado que durante las décadas del 20 y el 30 (con un intervalo ocasionado por el influjo de la Gran Depresión a fines de la primera) la economía argentina había continuado creciendo a un ritmo considerable, el problema que planteaba Milei (y que muchos no quisieron ver) no era económico, sino político: el origen de nuestra decadencia estaba en la democracia.

Pero los argentinos habían encontrado a su salvador. Y, lo que era más extraño, habían abrazado con fervor la ideología del ajuste, graficado con la motosierra. La economía seguía estancada, no aumentaba la inversión, no crecía el empleo, subía la morosidad en el pago de las tarjetas de crédito, no se hacían obras públicas imprescindibles, pero la excitación por el ajuste era tan grande que se pedía más. Si era necesario, se sacrificaba no solo a los jubilados y a las universidades públicas, sino también a los discapacitados. Era el mandato popular. Los que se oponían eran una casta de degenerados fiscales, econochantas y ñoños republicanos, en el mejor de los casos, llegando al extremo de animalizarlos con el epíteto de “mandriles”.

Muchos nos preguntábamos si un experimento tan curioso podía efectivamente funcionar. Los resultados de las elecciones en la provincia de Buenos Aires respondieron nuestra pregunta de un modo categórico. Por lo demás, esas dificultades económicas de un gobierno con tan estrecho volumen parlamentario hubieran obligado a ensanchar el sustrato político mediante algunas alianzas electorales y un trato amigable hacia la oposición dialoguista en todos los casos. Pero la embriaguez de un círculo muy cerrado, atizada por cierta cultura esotérica y personajes marginales y de la picaresca, pretendió pintar todo el país de violeta. En donde hubo alianzas, se trató más bien de absorciones.

Para colmo, muchos argentinos podían aceptar el mal trago en la medida en que fueran ciertas las promesas de una regeneración no solo económica, sino también moral. Primero la presunta estafa de $LIBRA y después los audios de Spagnuolo echaron por tierra esa ilusión. Además, las listas oficialistas estaban compuestas en su gran mayoría por kirchneristas y massistas reciclados. Las elecciones bonaerenses parecían una interna del peronismo más que una confrontación con este.

Corrientes anticipó lo que sucedería. Se quiso humillar al radicalismo gobernante, cuyos legisladores nacionales habían sido muy amigables con el Poder Ejecutivo. La cuerda se estiró tanto que no hubo acuerdo. El violeta que iba a teñir toda la provincia salió cuarto, a enorme distancia del oficialismo provincial.

Las elecciones bonaerenses han sido un balde de agua fría para los hermanos Javier y Karina Milei. No tanto porque perdieran, sino por la magnitud de esa derrota. Ellos nacionalizaron una elección provincial y ahora son las víctimas del plebiscito que habían instalado. Es imposible, con esos guarismos, aislar tal resultado de su significación nacional. Es un mensaje que solo los necios no oirán.

En su discurso del domingo a la noche, Milei fue contradictorio. Aceptó que había sufrido una seria derrota que lo obligaba a una autocrítica, pero al parecer la autocrítica la hizo mientras hablaba, ya que a renglón seguido sostuvo que no daría un paso atrás y profundizaría el rumbo.

El futuro inmediato es incierto. Nada indica que la situación económica pueda mejorar hasta el 26 de octubre. Más bien, debería empeorar por las malas expectativas del mercado. ¿Podrá Milei intentar un viraje político lo suficientemente grande y creíble como para recuperar la confianza que perdió de vastos sectores? Resultan quiméricas las versiones sobre el apartamiento de su hermana. Ella y él constituyen una unidad.

Sin una buena elección en octubre, el oficialismo no dispondrá de los apoyos parlamentarios que necesita para encarar reformas estructurales. Y ya agravió demasiado al Congreso, ese “nido de ratas”, como para aspirar a la buena voluntad de otros bloques no kirchneristas.

Mientras tanto, urge conformar una nueva coalición antipopulista, republicana, respetuosa de la Constitución y las instituciones, para que los errores del clan Milei no alfombren el regreso de esa fuerza política en cuya tumba, nos decían, iban a clavar el último clavo.

Exdiputado nacional, presidente de la asociación civil Justa Causaa, miembro de Profesores Republicanos

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