El encanto de los escritores secretos

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De Victor Segalen a Louis-René des Forets, los franceses parecen atesorar en sus inagotables arcas cuantiosos ejemplares de esa categoría más o menos discutible que podríamos denominar grandes escritores secretos. Por lo general, aunque costaría admitirlo en voz alta, poseen en su biografía o en los rasgos más estridentes de su estilo alguna característica que les justifica ese destino, ese “segundo orden” que, sin embargo, les depara un sitial de culto: una escritura intrincada, un carácter contestatario o bien la voluntad de permanecer al margen de los grandes escenarios de la vida literaria, que en Francia pueden acobardar a cualquiera.

A esta última variante –quizá no solo a ella– pertenece el caso de Maurice Pons (Estrasburgo, 1927), aunque con ciertos visos de singularidad. Se trata de un escritor que supo o pudo estar en el candelero: baste decir que uno de sus cuentos fue el punto de partida del cortometraje de François Truffaut Les Mistons, en cuyo guión además Pons participó, y que en más de un aspecto preanuncia Los 400 golpes, lo que equivale a decir a la nouvelle vague toda. Publicó con frecuencia, escribió guiones, pero eligió vivir en cierto modo apartado del mundo, en un viejo molino en Normandía al que han ido a parar, en distintas instancias, el mismo Truffaut, Georges Perec o, más recientemente, Paul Auster.

Para los lectores argentinos, Pons es un viejo –aunque secreto– conocido, dado que ocupa un lugar simbólicamente cardinal: su novela Rosa, de 1967, inicia un puñado de años más tarde nada menos que la legendaria colección “Narradores de hoy”, del Centro Editor de América Latina, dirigida por Luis Gregorich. Por fuera de un par de ediciones españolas que circularon por aquí en cuentagotas, hay que sumar la reciente –de 2023– El pasajero de la noche, una suerte de road movie, el viejo conflicto de dos desconocidos que comparten territorio y se van intuyendo mutuamente, cobijados por la aguda percepción social de Pons en ese ámbito en el que conviven la libertad y el encierro.

Las estaciones (editado, al igual que El pasajero de la noche, por el sello rosarino Serapis , también traducido por Ariel Dilon), pertenece a un imaginario y una sensibilidad muy diferentes. El protagonista es Simeón, un hombre que llega a un pueblo inhóspito –llamado “país” en el libro, como si sus límites fuesen inabarcables o la ficción perteneciera a un tiempo difuso–, tratando de dejar atrás un pasado sombrío, y cuya elección, ausentes casi todas las referencias espacio-temporales que permitirían entramar un contexto, cuesta de todos modos comprender. En este país, para comenzar, existen dos únicas estaciones: a cuarenta meses ininterrumpidos de lluvia le suceden, aunque parezca improbable, algo peor: cuarenta meses de una helada en la que apenas es posible sobrevivir y que impulsa a sus habitantes a salir a la desesperada en busca de algún animal –un gato, un burro– que los calefaccione durante la hibernación eterna. A ello hay que sumarle que en aquel valle lo único que persiste son las lentejas, fuente de toda alimentación, incluido un brebaje que quema las entrañas pero los ayuda a mantenerse calentitos durante el “invierno”.

En esa tierra abandonada por Dios, víctima de plagas que se superponen –las resonancias bíblicas son numerosas, comenzando por el nombre del protagonista–, la calamidad mayor pareciera tomar cuerpo en sus pobladores, seres que apenas parecen haber transitado un par de eslabones desde el hombre de las cavernas. Atiborrados de prejuicios delirantes, reducidos a pasiones ínfimas, ven en el extranjero en principio una amenaza, alguien que puede poner en peligro… ¿qué? ¿Qué podría quitarles? ¿Qué podría, al fin y al cabo, empeorar? Es eso lo que en algún rincón de sus inabordables mentes creen entrever: si nada puede empeorar, quizás algo mejore. Y entonces le imponen una misión fundamental: hacerse cargo del pluviómetro, casi una deidad –solo superada por el busto de un Almirante desconocido– que está allí para ayudarlos a comprobar que cada vez llueve más, hasta que el diluvio da paso a la helada. Simeón es aquel que, vaya uno a saber con qué supuestos ardides, podría acabar con la dictadura de las estaciones.

Dos elementos, en verdad esenciales, completan el dibujo sobre el que la novela de Pons traza sus soportes. El primero, que incluso provoca la sensación de hallarse en otra tonalidad (aunque luego termine confluyendo), es el pasado del protagonista, del que sabemos muy poco y que nos llega como a retazos pesadillescos: una tierra arrasada, de un calor inverosímil –quizá por ello el contraste lo alivia a su llegada–, en la que ha vivido un larguísimo cautiverio y donde los suyos han sufrido los peores tormentos, incluida su hermana Enina, cuyo cadáver mutilado vio pasar delante de sus ojos.

El otro factor determinante es que en Simeón habita un aspirante a escritor. Un aspirante tan resuelto que no tiene dudas de la genialidad de su futura obra, aunque los últimos años solo le hayan permitido dar luz a la primera y fatigosa frase.

En ese absurdo se desenvuelve esta gran novela de Pons, que con frecuencia –porque se trata de un paradigma– ha sido emparentada con lo kafkiano. Con todo, parecería más próxima al mentor del checo, el extraordinario Robert Walser, que no solía naturalizar el horror sino presentarlo desde una supuesta candidez, y, con ella, un enorme asombro. Eran sus armas –y las de Pons– para que lo siniestro desembarque sin aviso y sin posible defensa.

Las estaciones

Por Maurice Pons

Serapis. Trad.: Ariel Dilon

208 páginas, $ 23.000

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