A lo largo de los últimos cien años, Occidente se ha debatido entre un modernismo en inexorable retirada y un posmodernismo en arrollador avance que, a pesar de su exitosa propagación y de alcanzar su clímax en las postrimerías del siglo XX, comenzó en el siguiente a indicar signos decadentistas y a crear una cesura creciente entre dirigencias opulentas y ufanas y clases medias y bajas escépticas e insatisfechas, pues el mundo ya no se aprecia igual desde el campus de una sofisticada universidad que desde un tenso barrio de la banlieue parisina, por citar un contraste emblemático del desarrollo.
Para los sectores menos favorecidos de ese mundo, la hipocresía fue alcanzando niveles absurdos e irritantes. El esnobismo del sermón vegano para quienes la carne es un lujo inaccesible; la prédica de la igualdad desde el confort de la exclusividad; el desprecio a las fuerzas de seguridad como burla para quienes padecen en la tierra de nadie; la doble moral de íconos culturales transgresores; ecologistas que contaminan más que aquellos a quienes denuncian; feministas que soslayan los crímenes de sus facciones políticas; la tolerancia de la corrupción cuando es de izquierda; la ética pública condenada como mito burgués; el denuesto de cultos tradicionales y la exaltación de creencias absurdas aunque no para consumo de los sofisticados descreídos que mandan sino para marginados hasta del espíritu; la reaccionaria pedantería de los discursos que imparten cátedra de corrección política; son solo parte de una larga lista de afrentas a la gente común desde un progresismo decadente.
Más aún, el irreverente relativismo que domina a Occidente en casi todos los ámbitos menos en su sacrosanto respeto hacia primitivos integrismos, es decir, cultivar la más laxa tolerancia a la más rígida intolerancia, confunde y exaspera a la gente sencilla que lo padece como un suicidio.
Como resultado de tantos desaciertos, los sectores populares de Occidente, saturados por una prédica que les es cada vez más ajena y hasta indignante, pues advierten que se mofan de sus sencillas necesidades y valores, han comenzado a buscar representaciones más afines a sus reales expectativas, creando una novedosa dirigencia más atenta a esos nuevos reclamos.
Ahora bien, esa trabajosa interacción de búsqueda de nuevas formas de vincularse entre representantes y representados, apareja ineludiblemente todo tipo de reacciones, desde las formas más moderadas a las más extremas, facilitando pretextos para que los defensores de ese vetusto progresismo denuncien escandalizados los excesos que ellos mismos prohijaron.
Nuestro país no ha escapado de esa deriva cultural. Para representarlo gráficamente, mientras que en la Argentina de los años 70 la cultura se dividía irreconciliablemente entre progresiva y complaciente, el extravío de nuestra sociedad actual está signado por la paradoja de un progresismo que se ha vuelto conservador, pues se ha ido transformando en instrumento de defensa de una clase, en particular de esa que ha logrado conciliar su bienestar económico con el de su consciencia política, pero lejos de aquellos sectores que pretendía redimir.
Sin embargo, el día en que el progresismo se vuelve complaciente, se torna en un oxímoron, pierde el sentido de su existencia y las masas de insatisfechos y escépticos claman por algo nuevo.
Diplomático de carrera y doctor en Ciencias Políticas