Fue por casualidad. O no. Diez años atrás, a Paula Cahen d’Anvers la invitaron a anotarse en un taller de pintura. “¿Por qué no venís?’, me dijeron. Yo estaba atravesando una crisis, esas que todos enfrentamos, esos momentos de cambio en los cuales se presentan cosas viejas que tenés que soltar. A mí, la vida todo el tiempo me ha puesto frente a situaciones que me hacen reflexionar sobre aquello que hay que soltar. Soltar todavía me cuesta –hay que estar todo el tiempo ejercitando, como cuando vas al gimnasio–, pero siento que algo aprendí y estoy contenta con la Paula que soy… A veces, me pongo a mirar para atrás y digo: ‘Ah, pero de las Paulas que fui ya casi no me queda nada’. La edad, en ese sentido, es maravillosa: te permite mirar atrás, ver toda el agua que pasó, que me modificó y que me nutrió para que sea quien soy hoy. Cuando apareció esta oportunidad para anotarme en el taller, la vida me estaba pidiendo que me reinventara. Muchas veces, esos vacíos a los que una le tiene tanto miedo son, en realidad, un tesoro”, cuenta, con su voz suave, la diseñadora y directora creativa de Etiqueta Negra Mujer a ¡HOLA! Argentina.
Con algo más de tiempo porque sus hijos [Luna, que también se lanzó al diseño con una línea propia en Etiqueta Negra; e Indalecio, que estudia Administración de Empresas, ambos fruto de su relación con Federico Álvarez Castillo] habían crecido, empezó a tomar clases con artistas como Juan Astica, Agustina Núñez y Ernesto Ballesteros. “Dibujé toda mi vida. Siempre fui muy callada, y el dibujo fue una manera de expresarme. Y si bien fue clave en mi trabajo como diseñadora, nunca me había enfrentado a un lienzo o a un papel de gran tamaño”, relata ella mientras, detrás, colgadas en las paredes de Utopía, la primera edición Estilo Art, una muestra de arte y tecnología en La Aldea, en Pilar, se exhiben algunos de sus últimos trabajos, todos recorridos por formas henchidas de colores vibrantes y bordes que le esquivan a la definición. Esta es su segunda muestra después de su debut individual con Suave, en marzo de este año, en la galería de arte contemporáneo de Cecilia Caballero.
“Pintar supone un acto de mucha intimidad y exponer tu obra es como desnudarte ante los demás. Sin embargo, hacía tiempo que tenía ganas de mostrar lo que hago. No estaba presionada con los resultados, y todo fluyó –cuenta ella–. Pintar, para mí, es un espacio de autoconocimiento. Enfrentar una tela en blanco es como lanzarse al vacío: soy intuitiva y me dejo llevar sin saber dónde voy a terminar. Cuando me animo al error, suele suceder lo mejor. Pinto cuando tengo tiempo, pero, fundamentalmente, cuando tengo ganas: lo hago porque me hace bien, me da paz. Compartirlo con los demás es la última etapa del proceso: uno da todo cuando pinta, pero también es lindo ver cuando alguien se lleva tu obra a su casa y es lindo pensar que, cuando la vea, le remita a algo y le dé alegría. Cuando vino el flete a mi casa y se llevó las pinturas me pasaron dos cosas. Por un lado, dije: ‘Ah, es como con los hijos, que ya están haciendo su vida, y lo están haciendo bien’. Y por otro lado, me dejó en un lugar de vacío, algo que ya me habían advertido: ¿qué vendrá ahora? Como estoy en esa etapa de repensarme, estoy dándole el espacio a esa gestación”.