La trepadora que cubre pérgolas y muros con un espectáculo de color y perfume imposible de olvidar

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Nadie niega la belleza de las glicinas. Aunque pueden tardar unos años en florecer. En ese lapso, se enrosca, se extiende, cubre pérgolas y muros, pero no da señales. Hasta que un día, sin anuncio, aparece el racimo colgante. Entonces vale la espera. El género Wisteria, de la familia Fabaceae, incluye entre ocho y diez especies nativas del este asiático y de América del Norte. Las más conocidas en jardinería son Wisteria sinensis (China), Wisteria floribunda (Japón) y Wisteria frutescens (Estados Unidos). Trepadoras leñosas, caducifolias, de crecimiento serpenteante, las glicinas pueden alcanzar más de diez metros si se las deja avanzar sin restricciones.

Para florecer la glicina necesita estar a pleno sol

Su crecimiento en primavera es explosivo. Sin embargo, su floración no lo es. Es ahí donde la glicina traza su diferencia: a menudo, los ejemplares jóvenes no florecen durante varios años (a veces cinco, a veces siete, a veces más) y, cuando lo hacen, la floración está fuertemente determinada por la poda, la exposición solar y el equilibrio entre crecimiento vegetativo y reproductivo.

Los racimos de flores de las glicinas, que cuelgan como cascadas, pueden medir entre 20 y 80 centímetros según la especie. En el caso de Wisteria floribunda, hay cultivares como ‘Longissima Alba’ que producen racimos de más de un metro. Las flores se disponen en racimos péndulos, similares a los de las arvejillas –con las que comparten familia– y aparecen antes o junto con las hojas, en primavera. Pueden ser lilas, violetas, blancas. Y el perfume es más una atmósfera que un aroma.

Wisteria sinensis con flores blancas. Las glicinas requieren una superficie de apoyo o una pérgola donde treparse

Las glicinas fijan nitrógeno en el suelo gracias a su simbiosis con bacterias del género Rhizobium. Esto las hace valiosas en términos ecológicos, aunque en algunos contextos –como en ciertas regiones de Estados Unidos– se las considere invasoras por su capacidad de crecimiento descontrolado.

De China a Occidente

La glicina llegó a Europa a principios del siglo XIX. Fue introducida desde China y Japón, en una época en que la botánica occidental desarrollaba una fiebre por las especies exóticas. El nombre del género Wisteria fue acuñado por el botánico Thomas Nuttall en honor al médico y anatomista Caspar Wistar, aunque existe una larga disputa ortográfica por esa “e” que aparece en el nombre científico y no en el apellido original.

En Japón, la glicina ya era admirada desde hacía siglos. Asociada a la primavera, la poesía y el refinamiento, aparece en grabados, biombos y kimonos. En los jardines de Kioto, su floración es un espectáculo esperado con la misma devoción que los cerezos. Uno de los lugares más emblemáticos es el jardín del santuario de Ashikaga, donde los túneles de glicinas colgantes forman un pasaje floral que parece suspendido en otro tiempo.

Ashikaga Flower Park en Kioto. La glicina da un espectáculo de flores

En China, en cambio, la glicina se vincula a la fidelidad y a la constancia amorosa. Su hábito de entrelazarse a otra planta o estructura es visto como símbolo de afecto duradero. Quizás por eso aparece en poemas clásicos y en jardines donde cada planta tenía un valor simbólico.

Arquitectura viva

La glicina no es una planta fácil. No porque sea exigente –de hecho, es resistente y longeva– sino porque requiere estructura, paciencia y una relación de compromiso. Crece con fuerza, con intención. Sus tallos leñosos se retuercen, se engrosan, buscan apoyo. No se puede dejar suelta: necesita una pérgola, una columna, un muro firme. Y necesita podas regulares para encauzar su energía.

Florece mejor a pleno sol, en suelos bien drenados, no excesivamente fértiles. Si se la abona en exceso, da más hojas que flores. La poda se hace dos veces al año: en verano para controlar el crecimiento, y en invierno para formar y estimular la floración. El secreto está en reducir los brotes largos a dos o tres yemas: es ahí donde florece.

Un túnel de una añosa Wisteria sinensis

Las glicinas más viejas son imponentes. Sus troncos pueden alcanzar el grosor de un brazo, sus ramas se trenzan en formas escultóricas y su floración puede detener a quien pasa por debajo. Son plantas que maduran con el tiempo, y cuya belleza crece con los años. No son decorativas: son fundacionales. Modifican el espacio.

La Wisteria floribunda, originaria de Japón

Hay jardines enteros diseñados en torno a una glicina. Pérgolas que no serían nada sin esa sombra colgante. Muros cubiertos de ramas que cada primavera renuevan su pacto con la luz. Y hay casas donde la glicina no está solo en el jardín, sino en la memoria: la planta que estaba cuando uno era chico, la que tardó años en florecer y un día lo hizo con una generosidad inesperada.

Lecciones de una planta que no apura

La glicina enseña, sobre todo, a esperar. No todo llega cuando uno quiere. Hay plantas que necesitan tiempo para confiar. Que se enraízan primero, crecen con lentitud, y un día deciden que ya es momento. Y cuando lo hacen, la recompensa es pura belleza.

Los frutos, también decorativos, y las flores de Wisteria sinensis

También enseña a guiar sin forzar. A podar sin apuro. A sostener estructuras con firmeza, pero dejando espacio para que la planta decida su forma. Y enseña algo más: que la belleza más profunda no aparece enseguida. Que lo que tarda en llegar muchas veces vale más.

En un mundo que premia lo inmediato, la glicina propone otra lógica: la de la paciencia activa, la del cuidado constante, la del silencio fértil. Y cuando finalmente florece, lo hace con una exuberancia que parece desmentir todos los años de espera. Como si dijera: “esto es lo que puede pasar cuando no se interrumpe el proceso”.

Un ejemplar de Wisteria frutescens 'Longwood Purple'

Por eso, en jardines antiguos, las glicinas siempre tienen algo de presencia mayor. No son plantas jóvenes. Son habitantes. Estuvieron ahí antes que nosotros, y tal vez estén después. No necesitan llamar la atención. Les basta con colgar un racimo de flores violetas y dejar que el perfume haga el resto.

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