Durante décadas, los gobiernos argentinos dijeron perseguir un objetivo razonable: desalentar el uso de efectivo y promover medios de pago formales. No fue solo retórica. Hubo normas emblemáticas —como la conocida “ley antievasión”— que, en su momento, desconocían efectos fiscales y aún civiles a operaciones por encima de un umbral si no se cursaban por vías bancarias o instrumentos trazables (transferencias, cheques, etc.). La idea era clara: si la economía migra a lo visible, el Estado controla mejor y la economía registrada florece.
No fueron leyes ni medidas de ningún gobierno. Fueron la pandemia y el avance de la tecnología los que terminaron de acelerar ese proceso. El QR interoperable, el e-commerce y las billeteras virtuales transformaron hábitos: millones de personas empezaron a cobrar y pagar digitalmente; comercios chicos descubrieron que podían vender más y mejor; y el Estado ganó trazabilidad para fiscalizar con datos antes impensados. El resultado natural debió haber sido recompensar a quien se formaliza. Ocurrió lo contrario.
En vez de usar esa visibilidad para fiscalizar con inteligencia, varias jurisdicciones perfeccionaron un mecanismo punitivo: retener o percibir impuestos sobre los flujos de dinero, muchas veces antes de que exista un hecho imponible cierto. El derrotero es conocido: primero el SIRCREB sobre acreditaciones bancarias; luego el SIRTAC sobre consumos con tarjetas; y ahora, en gran parte de las provincias —la Provincia de Buenos Aires fue la última en sumarse—, retenciones sobre billeteras virtuales que formalmente son “pagos a cuenta”, pero operan como un impuesto: te descuentan sin preguntar y, si no correspondía, tratá de reclamar.
Este cambio de lógica trasladó el costo financiero del Estado a quienes producen, comercian y pagan. En una economía con inflación y tasas reales significativas, cada retención “por las dudas” es capital de trabajo que desaparece del día a día. El comercio pequeño lo siente de inmediato: sube el precio formal (porque el costo se traslada) o aparece el “descuento por efectivo” que, en los hechos, premia la opacidad. Exactamente lo contrario de lo que la política pública dijo perseguir durante años.
No es menor que los saldos a favor se vuelvan crónicos. Cuando la regla práctica es cobrar primero y devolver tarde (o nunca), con trámites, padrones mal depurados y criterios opacos, no estamos ante “errores” sino ante un método de recaudación adelantada que desnaturaliza la base del impuesto. La provincia puede exhibir excepciones (sueldos, jubilaciones, transferencias propias, ciertos monotributistas), pero la experiencia muestra que las desvían o incumplen con facilidad: la realidad cotidiana de profesionales independientes y pymes está llena de retenciones indebidas que engordan un crédito fiscal perpetuo.
Quiénes pagan el costo más alto
El golpe no es parejo. Profesionales independientes que usan la misma cuenta o billetera para su vida personal y su actividad —por ejemplo, al recibir un reembolso familiar por gastos médicos— descubren que cualquier acreditación puede ser atacada por el régimen. Pymes sin estructura financiera para “amortiguar” adelantos terminan entre aumentar precios, restringir ventas registradas o caer en la informalidad. Paradójicamente, las grandes —con espalda, tesorerías y abogados— resisten mejor; y aun así, muchas padecen el mismo problema: un stock de créditos a favor que no se extingue.
La justificación oficial suele ser la “equidad”: si los bancos soportan retenciones, también las billeteras. Pero igualar por arriba no es equidad, es homologar el error. De hecho, fue el castigo a las acreditaciones bancarias lo que ha corroído parte de la visibilidad de esa vía; trasladar la misma lógica a los nuevos medios de pago es repetir la historia con otros protagonistas.
Más grave aún: cuando la devolución no actualiza ni reconoce intereses, la financiación que el contribuyente le otorga al fisco deja de ser un “anticipo” para convertirse en apropiación indebida (y premeditada, configurando el delito de exacciones ilegales). Cuando el Estado terceriza la cobranza en bancos, billeteras, emisoras, proveedores o clientes, mientras mantiene estructuras elefantiásicas, el ciudadano percibe algo evidente: no hay premio por cumplir.
¿Hay solución?
Las retenciones automáticas sobre flujos —en bancos, tarjetas o billeteras— muerden sin distinguir contexto, sin medir estacionalidad y sin verificar si hubo hecho imponible. Si el crédito se acumula, la respuesta es “inicie el trámite”. En el camino, se descapitaliza a quien produce y se debilita la cultura de la economía registrada.
Es difícil volver al sendero de la normalidad cuando gran parte de la recaudación se ha venido apoyando, durante años, en el saqueo premeditado. Sería muy sano que, desde la Provincia de Buenos Aires, se dé una señal de razonabilidad y se revea la reciente incorporación de las billeteras virtuales dentro de este sistema automatizado de apropiación de lo ajeno. Es necesario volver, de manera urgente, al principio rector: no se grava el movimiento de dinero; se grava el hecho imponible. La trazabilidad que trajeron la tecnología y la pandemia debe servir para investigar mejor, no para cobrar a ciegas.
Desde el Gobierno federal deberían generarse nuevos consensos con las provincias, con fuertes incentivos y castigos para aquellas jurisdicciones que entorpecen la libre circulación de capitales, encareciendo precios, rompiendo las cadenas de pagos, empujando al efectivo y destruyendo la confianza.
Cobrar sobre indicios es pan para hoy y hambre para mañana: destruye la seguridad jurídica, el capital de trabajo y la visibilidad en la economía.
El autor es abogado. Profesor de la Maestría en Derecho Tributario de la Universidad Austral y socio en Expansion Business