El arte de esperar: del frenesí victoriano por las orquídeas hasta los plantines domésticos

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La jardinería no es una actividad para impacientes. Ni para aquellos que, como yo, incluso mucho después de la infancia, tienen poca tolerancia a la frustración. En cuatro almácigos pequeños sembré en estos días semillas de flores: cosmos, zinnias y scabiosas. Los coloqué en el lavadero, que por su techo vidriado bien puede engañar a las semillas y hacerles creer que están en un vivero. ¿Qué puede saber una pequeña semilla de todas formas? Aparentemente todo, empezando por su identidad. Cometí el primer gran error del jardinero amateur y me olvidé de colocar carteles identificatorios para cada tanda de semillas.

Ahora tengo pequeños brotecitos que son tan solo un tallo de unos pocos milímetros con dos minúsculas hojitas que salen erguidas de la tierra y no sé qué son. Siempre me gustó la idea de que un vivero se llame nursery en inglés. Ahí están los niños verdes en sus cunitas terrosas. No piden mamadera, piden agua gentilmente rociada y sol. Crecerán y se transformarán en la flor que saben que son y pasarán al jardín. Mientras tanto, tendré que esperar. No importa cuántas veces al día asome mi nariz y la acerque a la tierra: ellas crecerán con sus tiempos.

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Las orquídeas ya me habían dado otra lección de humildad, tal vez más lenta y más cruel, con alguna que había muerto en su recipiente y varias que nunca más volvieron a florecer.

Hace un poco más de un año, un querido amigo me regaló una orquídea maravillosa: una Phalaenopsis blanca con dos larguísimas varas repletas de unas flores que se conservaron por meses. Las disfruté en su esplendor y después de la caída de las primeras flores y ante la inminente desaparición del resto, emprendí un camino de investigación autodidacta (un clásico mío) y obsesión (otro). Entré en mi propio orchidelirium, una afección que ya había obsesionado a los victorianos hace más de 150 años.

La primera especie de Phalaenopsis fue descripta en 1753 por el botánico sueco Carl Nilsson Linnæus, el padre de la taxonomía moderna, que creó la nomenclatura universal para denominar a los organismos usando dos nombres latinos. En sus comienzos, la nombró Epidendrum amabile de la especie Orchidaceae que luego recibió el nombre Phalaenopsis.

Las primeras orquídeas recién llegaron al Reino Unido desde Java en 1846

Sin embargo, las primeras orquídeas recién llegaron al Reino Unido desde Java en 1846, fascinando a los victorianos como otros productos exóticos de las colonias. Símbolo de estatus por su costoso desarrollo y cuidado, todos querían poseerlas, cultivarlas y reproducirlas.

Los victorianos se convirtieron en verdaderos cazadores de orquídeas y los viveros vieron la oportunidad de hacer dinero con su cultivo enviando expediciones secretas a los confines del mundo para encontrar las especies más bellas y redituables: la histeria por las orquídeas se había disparado y este orchidelirium duraría siglos. La artista Marianne North, por ejemplo, se perdería en rincones remotos de Java, Borneo y Sri Lanka, documentando con su arte más de 800 especies botánicas, entre ellas pintó toda una serie sobre orquídeas que puede apreciarse en su colección, donada enteramente a los jardines de Kew, en Londres, una visita obligada para cualquier amante de la jardinería.

Ya pasaron esos tiempos en que los hombres cruzaban océanos y selvas en busca de un ejemplar único para engalanar sus invernaderos de cristal. Hoy una Phalaenopsis puede comprarse en un vivero o florería cualquiera y, sin embargo, conserva el aura misteriosa que la vuelve distinta a cualquier otra flor.

Después de meses de disfrutarlas, un buen día las flores de mi orquídea comenzaron a caer una a una hasta dejar dos varas peladas. Hay que saber que florecer, para una orquídea, no es un capricho estético. Es un gesto de entrega. La planta invierte gran parte de su energía en desplegar esa arquitectura perfecta de pétalos, y cuando lo hace nos recuerda que la belleza tiene un costo: exige preparación, acumulación de reservas y espera.

Leo versiones en bibliotecas divididas, concluyo que la poda será necesaria. Cuento nudos de una vara floral y corto. Sigo instrucciones de desinfectar con canela y confío. Tendré que esperar mucho hasta ver un resultado. Todo está en reposo. Transcurren los meses en los que no parece pasar nada hasta que veo unos pequeños botones verdes que se van armando en la punta de la única vara que dejé en pie.

Hace unas semanas, empezaron a notarse más y más, y un día, casi de la noche a la mañana, apareció la primera flor, más amarillenta al comienzo y ahora blanca y enorme. Tengo un documento fotográfico del día a día. La siguió otra y todo indica que habrá al menos dos más. Tener paciencia valió la pena. Querría más, pero esa soy yo. Domar una orquídea es aceptar que no se deja domesticar del todo.

Mi marido me cuenta que mi suegra, a quien no llegué a conocer, hacía ramos de novias maravillosos con orquídeas blancas que llegaban en cajas y a las que les colocaba un algodón humedecido para mantenerlas frescas. Cuando miro las flores me pregunto si le habrían gustado, si le habría gustado yo también y de repente, en mi propio orchidelirium, siento que de alguna forma estamos cerca.

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