Ni los analistas económicos más pesimistas proyectaban un deterioro tan acelerado de las variables en las semanas previas a las elecciones de octubre. Aunque la economía había entrado en un estado de amesetamiento en mayo, el mercado financiero cayó en pánico a partir del 8 de este mes -el día después de la elección en la provincia de Buenos Aires- y se aceleró la presión sobre los indicadores más visibles, como la cotización del dólar y el riesgo país, dejando en evidencia la fragilidad del programa económico.
La economía argentina ya mostraba señales de deterioro en la microeconomía: el consumo masivo permanece estancado, el crédito se frenó por la suba de las tasas de interés y el poder adquisitivo aún no recupera los niveles previos a la fuerte caída del cierre del año pasado.
En el plano macroeconómico, el Gobierno destaca que se mantiene el superávit fiscal y comercial, y que el mercado de cambios es mucho más flexible que en diciembre de 2023. Sin embargo, si antes la principal preocupación de los inversores era la falta de acumulación de reservas por parte del Banco Central (BCRA), ahora las alarmas y el foco se concentran en cuántos dólares vende la entidad para defender el techo de la banda de flotación cambiaria. Solo la semana pasada se desprendió de US$1110 millones.
Como advirtió el exministro de Economía Hernán Lacunza, no hay que confundir detonantes con causas. Los disparadores inmediatos de la crisis fueron el último resultado electoral y la pérdida del control de la agenda en el Congreso, que sembraron dudas sobre la gobernabilidad. Pero los desequilibrios económicos venían de antes.
La actividad dejó de crecer en febrero y acumula hasta junio una caída del 1,3% del PBI, que se estima será aún mayor cuando se difundan los datos oficiales de julio y agosto. Los salarios reales dejaron de mejorar a comienzos de año y el crédito —que había sostenido la capacidad de consumo de las familias en 2024— se interrumpió con la suba de tasas para defender al peso. Esto no solo enfrió el mercado interno, sino que también debilitó la credibilidad del programa económico.
El acuerdo alcanzado con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que permitió capitalizar al Banco Central con US$14.000 millones en pocos meses, logró disimular parcialmente los desajustes que ya se percibían. El triunfo opositor en el principal distrito del país encendió nuevas alarmas en los mercados, en un contexto en el que los analistas consideran inevitable que el actual esquema de bandas cambiarias no sobreviva después de octubre.
La consecuencia inmediata es un probable repunte de la inflación, que podría escalar al 3% mensual, junto con una mayor brecha cambiaria y un freno más marcado en la economía.
“La lenta actividad , las tasas reales muy altas y las bajas reservas ya sugerían que la Argentina necesita una moneda más débil, lo que pone en duda la credibilidad del techo cambiario. Las derrotas en el Congreso, las acusaciones de corrupción y el resultado de las elecciones de la provincia de Buenos Aires reforzaron esta percepción”, señaló esta semana un informe del banco británico Barclays.
Sebastián Menescaldi, economista de EcoGo, señala que el punto de quiebre fue el resultado electoral en la provincia de Buenos Aires, que encendió alarmas al mostrar que “el riesgo de un regreso del populismo en 2027 ya no es nulo”. Ese cambio de expectativas provocó la caída de bonos y acciones, un fuerte salto del riesgo país y la percepción de que el esquema de bandas cambiarias no sobrevivirá más allá de octubre.
En este marco, Menescaldi advierte que la incertidumbre se traduce en más presión cambiaria, una brecha en alza y mayor inflación, con una actividad económica que ya se estancó en el segundo trimestre y sufrirá un retroceso más fuerte en el tercero. El economista dice que el futuro inmediato dependerá no solo de la política económica, sino de la capacidad del Gobierno para construir un acuerdo político que respalde las reformas prometidas. “Sin ese sostén, la confianza y las inversiones comprometidas difícilmente se consoliden”, advierte.
Lorenzo Sigaut Gravina, de Equilibra, en tanto, resalta un intangible que se quebró antes de la última corrida: la confianza. Ya en agosto —antes de los audios del caso de la Agencia de Discapacidad y de las elecciones— los indicadores de confianza del consumidor y en el Gobierno mostraban una caída marcada. La crisis actual, sostiene, es en esencia una crisis de credibilidad que se refleja en la tríada reservas, riesgo país y tipo de cambio.
Con una economía que mostraba estancamiento en el segundo trimestre y un salario real en retroceso desde febrero, la suba de tasas para contener al dólar terminó cortando el crédito, que había sido el principal sostén del consumo. Así, el deterioro financiero se trasladó rápidamente a las familias, que enfrentan menor poder adquisitivo, freno en la actividad y pérdida de confianza en la estabilidad futura.
La raíz del problema, sin embargo, incluso está más atrás, según Gabriel Caamaño, de Outlier. “Las tensiones cambiarias comenzaron en enero, cuando el Banco Central ya vendía reservas para sostener los dólares financieros. El Gobierno no consiguió acumular divisas de manera genuina en todo 2025, lo que minó la percepción de sustentabilidad y elevó el riesgo país”, dijo.
Al mismo tiempo, la recuperación del año pasado se fue agotando, ya que se apoyó en el consumo con crédito barato y brecha reducida, pero no fue reemplazada por inversión ni por sectores transables, que perdieron rentabilidad. “La economía ya venía perdiendo dinamismo antes de la incertidumbre política; el forzamiento del esquema cambiario para acelerar la desinflación solo fue la gota que rebalsó el vaso”, resume.
En definitiva, la crisis actual tiene detonantes inmediatos —el resultado electoral y el daño a la confianza en el Gobierno—, pero se explica sobre todo por debilidades de fondo: un esquema cambiario agotado, reservas en caída, crédito interrumpido y un proceso de crecimiento que ya había perdido impulso.