La verdad en peligro: cuando los autócratas convierten a la prensa en su enemigo

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Arranqué mi andadura profesional en la década de los setenta, en una época en la que los estadounidenses podían ver con claridad cómo la prensa obraba al servicio de la democracia. Como muestra, con la publicación de los Papeles del Pentágono, primero por The New York Times, el público estadounidense pudo tomar conocimiento de los fracasos encubiertos por su Gobierno durante la larga y cruenta guerra de Vietnam. Después vino el Watergate, una investigación encabezada por The Washington Post, que permitió a los ciudadanos del país saber cómo su presidente había empleado el Gobierno como arma arrojadiza contra sus adversarios políticos, abusando de sus poderes y saboteando la Constitución.

En las décadas que siguieron a estas revelaciones, di por sentado que mi país tendría siempre una prensa libre y que la Primera Enmienda de nuestra Constitución sería su garante. Hoy, no puedo dar ninguna de las dos cosas por sentado. Como tampoco puedo asegurar que el orden constitucional vaya a mantenerse en Estados Unidos. O que el estado de derecho prevalecerá. O que la libertad de expresión -no solo para la prensa sino para todos los estadounidenses- sobrevivirá.

Esto se debe a que tenemos un presidente que ha despreciado las limitaciones tradicionalmente asociadas al cargo. A que una mayoría en el Congreso le rinde pleitesía. A que una mayoría en el Tribunal Supremo ha entregado al actual presidente una autoridad y una inmunidad extraordinarias. A que el presidente parece decidido a atacar los pilares institucionales de la democracia, siendo la prensa un blanco altamente prioritario. Y obedece también a que estas instituciones están demostrando ser más frágiles y pusilánimes de lo que jamás habría imaginado.

A medida que el Gobierno de EE.UU. abandona la causa de la libertad en todo el mundo, mi esperanza es que ciudadanos de otros países se conviertan en un referente para los estadounidenses

Y quizás más preocupante aún, a mi parecer, es el hecho de que vivamos hoy en un tiempo en el que las personas son incapaces de distinguir entre lo verdadero y lo falso o bien no están dispuestas a hacerlo. Es natural —y, en democracia, esperado— que discrepemos en torno a cuáles son las mejores políticas. Y, sin embargo, hoy no podemos ni siquiera ponernos de acuerdo sobre cómo esclarecer un hecho. Todos los elementos en los que nos hemos apoyado históricamente para determinar los hechos -formación, conocimiento experto, experiencia y, por encima de todo, evidencias- han sido denigrados, desdeñados o negados.

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Cómo puede florecer o plantearse sobrevivir una democracia si ni siquiera somos capaces de determinar los hechos más básicos. Si la democracia está en peligro, también lo está la prensa libre. Una prensa independiente no puede sobrevivir sin democracia. Y, como corolario de lo anterior, la democracia no puede sobrevivir sin una prensa libre. Nunca ha existido una democracia en ausencia de medios libres e independientes.

El manual de los líderes autoritarios en ciernes está ya consolidado. En la parte alta de su lista de prioridades se encuentra machacar a la prensa, una institución que puede arrojar luz sobre las actuaciones de los líderes políticos y exigirles responsabilidades. Pero sus prácticas represivas van mucho más allá del ámbito de la prensa —buscan abolir por completo la libertad de expresión; el derecho de los músicos, autores, artistas, dramaturgos y guionistas a expresarse como deseen; el derecho del público a escuchar, ver y leer lo que considera que ha de escuchar, ver y leer; el derecho de los empresarios, académicos, activistas y líderes políticos a abogar por políticas en las que creen; o el derecho de todos y cada uno de nosotros a hablar libremente con nuestros familiares, amigos, vecinos y colegas sin temor a ser vigilados o recriminados.

Los derechos que la prensa se afana en salvaguardar no difieren de los derechos que las personas desean para sí mismas -el derecho a investigar los hechos, compartir lo averiguado y comunicar aquello en lo que creen-.

Hay mucho más en riesgo que la mera libertad para expresar opiniones. Lo que los autócratas tienen en el punto de mira es la verdad en sí misma. Tratan de extinguir a todos los árbitros independientes de los hechos, ya sean jueces, académicos, científicos, estadísticos o periodistas. En naciones que se escoran hacia el autoritarismo, los jefes de Estado reivindican ser los dueños únicos de la verdad. Y amañan, suprimen y borran datos para propagar sus mentiras.

Cuando se cometen irregularidades graves, los periodistas suelen ser los únicos que investigan los hechos

Esto es lo que está ocurriendo hoy en Estados Unidos. Los hechos están siendo atacados al tiempo que el Gobierno exige que sus ficciones sean propagadas sin cuestionamiento alguno.

Durante décadas, Estados Unidos ha sido un bastión de la libre expresión en todas sus formas, con las salvaguardas constitucionales aparentemente garantizadas. Hoy ya no es así. Fuimos un modelo para ciudadanos de otras naciones que soñaban con una libertad semejante. Ya no lo somos. Fuimos un paladín enérgico de estas libertades más allá de nuestras fronteras. Activistas de los derechos civiles, defensores de la democracia y periodistas independientes de todo el mundo contaban con frecuencia con nuestro apoyo cuando se enfrentaban a prácticas represivas. Ya no pueden hacerlo.

En la actualidad, con un autócrata en ciernes como presidente, Estados Unidos ha dejado de encarnar las libertades que Franklin Delano Roosevelt consideró indispensables para un mundo mejor

En su célebre discurso de 1941 sobre las cuatro libertades humanas fundamentales, el presidente Franklin Delano Roosevelt citó en primer término la “libertad de palabra y de expresión”. Y añadió deliberadamente el apunte “en cualquier lugar del mundo”.

En la actualidad, con un autócrata en ciernes como presidente, Estados Unidos ha dejado de encarnar las libertades que Franklin Delano Roosevelt consideró indispensables para un mundo mejor. Los medios independientes ya estaban en peligro a nivel mundial, víctimas de una confianza cada vez más mermada en la democracia y del auge de una nueva generación de autócratas. Nuestro presidente ha colocado a la prensa en todo el mundo -y, en términos generales, la libertad de expresión- en un peligro aún mayor.

Lo que el presidente Donald Trump y sus aliados desdeñan abiertamente es el motivo mismo por el que los fundadores de Estados Unidos redactaron la Primera Enmienda de la Constitución. Al describir el papel de la prensa y de la libre expresión, Jamen Madison, su principal autor, habló del “derecho a examinar libremente las figuras y medidas públicas”.

Detengámonos por unos instantes en el verbo “examinar”. He aquí la definición del diccionario: “inspeccionar de cerca”, “escudriñar con diligencia y cuidado/investigar”, “cuestionar con miras a determinar el progreso, idoneidad o conocimiento”.

Aplicado a la labor del periodista, significa que no somos meros transcriptores. Ni debemos serlo. Debemos mirar detrás de la cortina y debajo de la alfombra para saber quién hizo qué y por qué, quién se verá afectado por ello y cómo, quién influyó en estas decisiones y con qué finalidad.

Desde mi punto de vista, el objetivo del periodismo es proporcionar al público la información que necesita y merece saber para que éste pueda gobernarse a sí mismo. Y, enmarcado en esta misión se encuentra un cometido especialmente importante: exigir responsabilidades a los individuos e instituciones en el poder.

El manual de los líderes autoritarios en ciernes está ya consolidado. En la parte alta de su lista de prioridades se encuentra machacar a la prensa, una institución que puede arrojar luz sobre las actuaciones de los líderes políticos y exigirles responsabilidades

Quienes ostentan el poder tienen la capacidad de hacer un gran bien. Cuando lo hacen, y cuando lo hacen los ciudadanos de a pie, corresponde a la prensa trasladarlo. Porque los esfuerzos loables encaminados a mejorar la sociedad han de ser compartidos con los demás.

No obstante, ocurre también que pueden cometerse errores a una escala extraordinaria. A menudo, la culpa recae en quienes poseen un poder desproporcionado, además de los medios para encubrir sus fechorías. La conducta inmoral o ilegal puede pasar desapercibida durante años o décadas y el ciudadano medio puede sufrir un grave perjuicio. Las víctimas a menudo son ignoradas o silenciadas.

En vista de ello, el público se juega mucho en la lucha por la libre expresión y la prensa independiente. Las personas han de tener derecho a trasladar sus denuncias. Y los medios han de estar preparados para escuchar e investigar.

Cuando se cometen irregularidades graves, los periodistas suelen ser los únicos que investigan los hechos. Cuando no hay periodistas que informan sobre la corrupción, inevitablemente ésta va en aumento y los ciudadanos acaban llevándose la peor parte. Cuando no existen medios independientes para aflorar estas cuestiones, quienes ostentan un poder desmedido aprovechan la ocasión para amasar más poder si cabe. Sus intereses se ven satisfechos, pero no así las necesidades de las personas.

A medida que el Gobierno de Estados Unidos abandona la causa de la libertad en todo el mundo, mi esperanza es que ciudadanos de otros países se conviertan en un referente para los estadounidenses, que habían dado por sentadas sus libertades. Ellos pueden mostrarnos ahora cómo luchar contra un gobierno represor. Y, en la difícil lucha por salvaguardar los principios democráticos fundamentales de la libre expresión y la prensa independiente, pueden sin duda servirnos de inspiración.

* El autor fue director de The Washington Post de 2013 a 2021 y, previamente, editor jefe de The Boston Globe y el Miami Herald.

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