Partir con la familia como inmigrantes

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“Para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”, como reza el Preámbulo de la Constitución nacional y como millones de personas han llegado a estas tierras. Esta es una historia de inmigrantes. La historia inesperada de cómo José Cura inició su fabulosa carrera, cómo ese momento azaroso en el que la última carta que se jugó su destino lo dio ganador.

El cuadro era falso: la intrincada historia de “Vientos del sur”

Era 1991 cuando, de manera súbita, decidió probar suerte en el Viejo Mundo. Tenía 28 años y la certeza rotunda de una voz deslumbrante. No era alocada la idea a juzgar por sus condiciones: entrar al coro profesional de un prestigioso teatro, ganar un buen sueldo y sentirse a salvo. Había completado la carrera de canto lírico en el Instituto de Arte del Teatro Colón, había formado parte de su coro y había obtenido una beca para estudiar técnica vocal y repertorio. Pero no veía en el país las posibilidades de una carrera clásica con la que sustentar su futuro. De hecho, para mantener a su joven familia, trabajaba como instructor de un gimnasio echando mano a su pasado de fisicoculturista que lo ayudó en medio de la desesperación. Un día juntó las fuerzas para vender su departamento en Palermo y comprar los pasajes para subirse a un avión con su esposa y su bebé, el primero de tres hijos. Cuando pasó por el gimnasio a despedirse, uno de sus compañeros, hijo de un cantante del Colón, le dio un papelito con el nombre y el teléfono de un maestro en Milán. Por si alguna vez necesitaba un amigo, le dijo. Y partió hacia el terruño de sus antepasados, a un pueblo perdido en las montañas del Piamonte.

Allí vivió, en el convento de las Siervas de Jesús: su esposa ayudaba en tareas domésticas y él embotellaba moscato para las misas. Más de medio año en Europa sin conseguir trabajo, consumiendo ahorros y recorriendo la península en busca de una oportunidad mágica. Postulándose para audiciones, haciendo llamadas, presentando antecedentes y golpeando las puertas del éxito sin fortuna. Hasta que llegó ese momento en que necesitaba un amigo. Sin dinero en el bolsillo, una familia que alimentar y la fecha límite para continuar el sueño o desistir para siempre, recordó la única cosa que quedaba por explorar: aquel nombre copiado en un papelito.

Viajó a Milán. El maestro Bandera le concedió una pieza sola. «L’improvviso, de Chénier», propuso José. “Demasiado difícil. Eso es para grandes tenores”, le respondió el maestro. “¡Mire! Si solo me da dos minutos, no le voy a cantar el ‘Arroz con leche’ —alegó a su manera—. No lo haré perfecto, pero podrá evaluar mi voz”. Le contó que en unos días vencía su pasaje de regreso y que esa era la última chance que se daba. Dejó la vida en el aria del poeta. “¡Usted no se va a ninguna parte!“, se apresuró el Bandera. Llamó a un agente y le facilitó el dinero para un mes más en Italia.

Después de varias audiciones, lo citaron en Génova. Sintió que todos los tenores del mundo esperaban consagrarse en ese mismo turno. Lo llaman. Empieza a cantar y a la primera nota alguien lo interrumpe.

–Disculpe, leo su nombre en la plantilla. Usted es argentino. Apellido Cura. ¿No será de Rosario, no?

–Sí, señor. Cura, de Rosario.

–Conozco Rosario y conocí muy bien a su abuelo. Allí viví parte de mi infancia. En Italia hubo una gran crisis. Mi padre tuvo que hacer las valijas y partir con la familia como inmigrantes a la Argentina. Llegó a esa ciudad siendo un hombre pobre y el primer argentino que le dio un trabajo y lo sacó de la miseria, nunca lo olvidaré, fue su abuelo. ¡Bájese del estrado que el contrato es suyo!

Así obtuvo su primer trabajo en un escenario de Europa: un concierto al aire libre en el Teatro de Génova con el que, gracias a su abuelo y a este país generoso con todos los habitantes del mundo que quieran habitar su suelo, José Cura empezó su fabulosa carrera. Recordé su historia el 4 de septiembre, Día del Inmigrante en la Argentina.

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