“Me gusta el arte de la conversación”, sostiene Muriel Santa Ana, acomodada en el café de un hotel del centro porteño, una guarida donde se refugia de la vorágine, rodeada de libros que siempre la acompañan, anotaciones y, en este momento, fundamentalmente, buscando encontrar allí el silencio que le permita la extrema concentración y la posibilidad de profundizar su pensamiento en torno a Irina Nikolaevna Arkadina, el personaje que interpretará desde el viernes 26 de septiembre en la versión de La gaviota, de Antón Chéjov, que subirá a escena en el Teatro San Martín.
“Lo único que nos queda es la palabra, hablar, en el marco de un mundo que nos grita, que no deja espacios para los silencios que expresan tantas cosas. Vivimos en una época donde todo parece tener la fuerza de una trompada permanente”, remarca la actriz, a la que, luego del encuentro con LA NACION, le seguirán dos pasadas –“funciones”, sostiene ella- del clásico ruso que, esta vez, cuenta con traducción de Alejandro Ariel González, versión de Rubén Szuchmacher y Lautaro Vilo, y dirección del propio Szuchmacher. “Todo nos golpea, pero, a la vez, todo se volatiliza y llega otra cosa”, remarca.
Sus padres, el recordado actor Walter Santa Ana y Elsa, su madre, solían autoregalarse libros que se dedicaban a ellos mismos. “De Walter para Walter”, “De Elsa para Elsa”, escribían en las primeras páginas de esos ejemplares.
-Si pidiera que los emules, arrancaríamos por “De Muriel a Muriel” y ¿cómo seguiría el párrafo?
-Hoy le escribiría: “Estate fuerte y preparada para esta obra extraordinaria, para el Antón Chéjov que nos ha vuelto a todos mejores”.
En esta nueva posibilidad de acercamiento al simbólico texto, la actriz compartirá la escena con Diego Cremonesi, Juan Cottet, Carolina Kopelioff, Vando Villamil, María Inés Sancerni, Mauricio Minetti, Pablo Caramelo, Carolina Saade, Diego Sánchez White, Fernando Sayago, Alejandro Vizzotti y Jimena Villoldo.
“Los personajes de Chéjov son anhelantes, observan que hay una vida mejor siempre en otro lado. El “a Moscú, a Moscú” de Tres hermanas lo dice todo. Retomando tu pregunta anterior, creo que me dedicaría un libro con un: ‘A Moscú, a Moscú, dale que llegamos’”.
Justamente, durante la temporada 2008, en el teatro Regio y con dirección de Luciano Suardi, la actriz protagonizó ese otro título del autor ruso, que, junto con La gaviota y El jardín de los cerezos conforman un corpus poético y dramático insoslayable, ya no solo en la obra del autor nacido en el Imperio Ruso en 1860, sino de la dramaturgia y la literatura universal de todos los tiempos.
Familiaridades
En el Complejo Teatral de Buenos Aires todos la conocen. No solo por sus trabajos anteriores en esta casa, sino también porque allí mismo Walter Santa Ana fue uno de los actores que enalteció cada una de las temporadas que le tocó protagonizar.
“Me llaman ‘la hija de Galileo’”, reconoce, orgullosa de su estirpe. Es que Galileo Galilei -en la mirada de Bertolt Brecht– fue uno de los personajes más recordados que le tocó interpretar a su padre.
“El otro día me mostraron un par de zapatos que él utilizó en escena y no pude contener la emoción”. Ahora también se quiebra, aunque evita que sus lágrimas empañen la situación. “Era muy chiquita y jugaba en esos pasillos y camarines que ahora piso con mi trabajo”. El Teatro San Martín fue un segundo hogar. Nada menos.
-Existen diversas miradas sobre La gaviota, algunas de ellas algo parcializadas o reduccionistas. ¿Qué podrías decir sobre el material y sobre el prisma con el que es abordada la puesta a cargo de Rubén Szuchmacher?
-Estamos bajo la égida de (Antón) Chéjov y también de la de (Rubén) Szuchmacher, noche a noche defenderemos esa mirada y punto de vista que el director ideó sin soslayar ninguna zona de la obra. Todos tenemos una versión de La gaviota, y de la producción de Chéjov, internalizadas y no está mal. No estamos aquí para juzgar. El teatro no es una escuela, no nos subimos a un escenario con una moral. Es más, vamos despojados de todo, pero sí con una ética de trabajo. Esta versión pone su foco en los vínculos, en lo que se dicen. ¿De qué hablan los personajes en la obra?
-¿Qué pensás al respecto?
-Piensan sobre las ilusiones, en ese saldo a pérdida en relación con lo que sueñan y también sobre literatura. Chéjov le dijo a su editor: “Es una comedia, tres papeles femeninos, seis masculinos, cuatro actos, un paisaje, muchas conversaciones sobre literatura, muy poca acción y diez toneladas de amor”.
La pieza se estrenó en 1896 y, en torno a su trama, circulan los cruces entre la otrora gloriosa actriz Irina Arkádina; su hijo, el frustrado dramaturgo Konstantín Tréplev; Nina, una joven ingenua deseosa de triunfar en el teatro; y el escritor Trigorin. A partir de ellos se desata el drama. La influencia de William Shakespeare es clara, sobre todo pensando en materiales como Hamlet.
“¿Cómo se actúa lo chejoviano? Es una manera de estar en el mundo”, plantea la actriz en torno a esas situaciones tan referenciales del dramaturgo ruso en las que el peso está puesto en la palabra dialogada y con una aparente ausencia de acción. En Chéjov, cuando pareciera que nada sucede, está sucediendo todo.
-¿Se respetó el texto original o es una versión muy libre?
-Palabra por palabra está Chéjov presente, con una muy buena traducción y una versión que le encontró una sonoridad cercana.
-Te toca interpretar uno de los personajes que toda actriz quiere hacer en algún momento de su carrera. ¿Cómo lo abordás?
-Con mucha fuerza y energía muscular; y con mis anhelos y sueños. Son personajes misteriosos que uno cree entender de entrada, pero no es así. Siempre hay un mar de fondo.
Aferrada a las creencias
Irina Arkadina es una mujer madre de un hijo, cuyo padre ha muerto, y tiene a una celebridad intelectual como amante. “Es una diva del teatro, atravesando los cuarenta y pico, que transita una enorme vulnerabilidad que no va a demostrar, salvo cuando le convenga, y arañando las últimas agitaciones de la juventud. Se da cuenta que su momento de esplendor ha pasado. Además, no soporta ser mamá, no puede con eso y menos con un hijo que intenta suicidarse. Está aferrada, como todos los personajes, a la creencia de que el tiempo no pasa. Sin embargo, el tiempo lo único que hace es escurrirse entre los dedos”.
-Duro para cualquiera.
-Pero Chéjov transforma el dolor en belleza.
-Como actriz, ¿qué herramientas ponés en juego para entrar y salir del dolor permanentemente?
-Estas obras te sostienen en el campo de lo misterioso. Da vértigo, pero, para eso existe la técnica y el conocimiento de la totalidad de la obra. Uno es parte de un engranaje.
La actriz reconoce que, en estas horas previas al estreno, no tiene “espacio psíquico, mental ni físico para otra cosa; la obra me ha invadido totalmente. Me acuesto y me despierto pensando en La gaviota”.
Si de amaneceres se trata, se despierta insomne a las tres y veinte de la mañana, “siempre a esa hora” y no logra conciliar el sueño hasta mucho después, “en ese lapso no puedo ni leer; me muero de cansancio, pero no me duermo”.
Éxito, fracaso, vida
-¿Cómo oficia en vos el éxito y el fracaso?
-De niña podría decir que era tímida, ya adulta desarrollé lo que podríamos denominar pudor. Tengo contradicciones que no me hacen sufrir, no tengo conflicto, pero me hago preguntas en torno a los proyectos y su visibilidad.
-¿En qué sentido?
-Me pregunto cómo se comunicarán y en qué lugar me tendría que parar para eso. Hago un trabajo muy expuesto, pero exponer mi vida privada no es mi estilo. No me siento cómoda mostrándome en redes sociales, ni siquiera para hablar sobre mi trabajo.
Sin contradicción, también reconoce que, cuando traspasa cierto límite en torno a la mirada de Instagram (la única red que maneja), no duda en desinstalar la aplicación de su teléfono. “Me da vértigo hacer eso, pero lo hago”. Que el scroll no la domine.
Le interesa la fotografía, la arquitectura y el diseño, su red social refleja esas inclinaciones: “Entrás a mi cuenta y no hay vulgaridades, es hermoso, es como ver la Vogue italiana. Para vulgaridades está la calle”.
“Hago cosas que no comunico en redes, no soy mi propia jefa de prensa, es algo que estoy trabajando conmigo; no me gusta entrar en zonas que me debilitan”. La actriz se plantea, casi filosóficamente y de manera existencial, “cómo puedo sentirme cómoda en un mundo al que nunca le alcanzan las fotos, los likes, los clics, el titular; pero no me peleo ni me siento víctima de nada”.
-Vivimos en un tiempo donde la exposición de los logros propios es llevada al paroxismo.
-No me parece elegante estar hablando sobre uno mismo todo el tiempo, pero, al mismo tiempo, las redes sociales son el propio canal de comunicación, donde se habla en primera persona y nada está distorsionado.
En TV y en clásicos
Si de trabajos se trata, la actriz se ha movido y navegado muy bien en aguas diversas. Fue parte de unas cuantas tiras de la productora Polka, de Adrián Suar, y estelarizó el teatro comercial en propuestas como la comedia Votemos, con un interesante trasfondo en torno a la empatía con el otro. El teatro oficial suele convocarla para ser parte de clásicos trascendentales.
A los 57 años -“parezco menos gracias a la genética de mi madre”- en su haber hay de todo, como en botica.
-Alguna vez, tu padre te dijo “no vivas de rentas”.
-No tenía que ver solo con no tener propiedades. Era un “no te duermas, no te anestesies, no ganes plata fácil, disfrutá intensamente, divertite, no estés tirada en un sillón esperando que te entren las transferencias de tres alquileres”, aunque no juzgo a quien vive así.
-¿Has dudado sobre tu vocación y la herencia de la estirpe artística?
-El tema fue mutando con los años. De chica no sentí el llamado de la vocación, pero me gustaba estar entre actores. Era algo que ocurría en mi casa, donde desfilaban actores, intelectuales, músicos, psicoanalistas. Era un estímulo grande y divertido con gente fuera de lo común que no vivía con los estándares que veía en las familias de mis compañeros de colegio.
-¿Te molestaban esos estándares tradicionales?
-No, los quería tener. Quería que me bautizaran y tomar la comunión como mis amiguitas. Vengo de una familia obrera y socialista, y yo les decía a mis padres que quería estudiar catequesis. Se me pasó rápido. Mi mamá me decía que me gustaba el teatro y por eso me fascinaba el ritual religioso, que no deja de ser hermoso, más allá de la fe.
-¿Tenía razón tu madre?
-Sí. Por otra parte, esa bohemia que se vivía en mi casa me gustaba, ahí germinó mi gusto por lo no establecido. Cuando me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, decía “bohemia”.
-¿Lo sos?
-Me transformé en eso, soy una bohemia. Llevé mi vida hacia ahí.
Se mudó en dieciséis oportunidades. “Mis padres alquilaban, me crie por la zona de Pueyrredón y Santa Fe. Los contratos eran de 18 meses y resultaba más barato irse a otro lado que renovar. No había plata para camión de mudanzas, así que ayudaban los amigos con sus autos y hasta llevábamos cosas en colectivo”.
Desde hace años, Muriel Santa Ana vive en el borgeano barrio de Palermo Viejo, será por eso que El Aleph es uno de sus textos de cabecera. “Mi casa me la regaló mi papá”, cuenta.
La actriz recuerda aquel gesto sorpresivo de Walter Santa Ana que le dio tranquilidad económica a su vida: “Estaba grande y ya no hacía televisión, pero cuando lo llamó Rodolfo Bebán para hacer Marco, el candidato, decidió aceptar. La idea era que hiciera tres capítulos, pero como el personaje pegó mucho, haciendo del padre del personaje de Bebán, se quedó todo el año. Cuando terminó la temporada, me citó en un bar, me pidió que lo llamara a su contador y me dijo: ‘Ahí vas a tener todo lo que gané, comprate un departamento’”. La joven ya estudiaba teatro y se ganaba la vida trabajando en una editorial, “soy la primera propietaria de mi familia”, recuerda.
-¿Te motiva ver videos de tu padre?
-Sí, aunque me cuesta, me pone triste, pero no me escapo. Me conmueve escuchar entrevistas que le hicieron en radio o televisión; era un tipo muy humilde, de barrio.
No puede contener lagrimear. “Pasemos de tema”, ruega. “Como en Chéjov, se llora y se ríe y se sigue adelante, no pasa nada”.
Compromiso
Aún hoy es recordado su monólogo, interpretando a Rosaura en La vida es sueño, de Calderón de la Barca, con dirección de Calixto Bieito y con el protagónico de Joaquín Furriel. De soliloquios contundentes sabe dentro y fuera de la ficción.
-¿Cómo recordás tu exposición en el Congreso Nacional en plena lucha por la aprobación de la ley de interrupción voluntaria del embarazo?
-Fue un paso junto con tantas colegas, no estaba sola. No entendíamos muy bien qué hacer, cómo hacerlo. No teníamos esa práctica. En realidad, no era una organización, ni siquiera éramos todas amigas, se trataba de un gran grupo que se formó con una finalidad. Había chicas de veinte y actrices como Mirta Busnelli. Fue muy fuerte, pero también nos pasaron cosas horribles, hubo amenazas.
-¿Te amenazaron?
-Por supuesto, me amenazaron de muerte. Fue después de mi exposición en el Congreso en 2018. No fue agradable, pero no me siento una víctima, tengo una voz y se me escuchó.
“Chéjov siempre habla de lo profundo que está más allá de nuestro raciocinio, de lo inacabado que somos y de estar buscando algo que nunca llega”. En ella, más de una vez, lo anhelado golpea a la puerta.