Enrique Piñeyro sabe que será difícil ser justo con la elección de los pasajes destacados de nuestra conversación. Ofrece muchos frentes y los describe a todos. El escenario, esta vez, es Anchoíta. No es simplemente un restaurante, es su base de operaciones. Desde aquí parecen gestarse los movimientos que empleará en sus facetas de actor, director, piloto de avión. Es donde se consagra de manera cotidiana el capricho insistente del destino que lo convirtió en chef.
El ritmo con el que se entra a Anchoíta lo decide el lugar. Las mesas sin gente ni utensilios; una suerte de mise en place para la charla. No hay azar en el diseño ni improvisación en el desarrollo de la trama, y el responsable de ese orden es Piñeyro.
Nació en Génova –su papá tenía una beca, su mamá italiana prefirió cursar el parto allí–, pero a los tres meses ya estaba en Buenos Aires. Creció en un limbo administrativo, cruzado: para Italia era argentino y para la Argentina, italiano. A los 18 eligió quedarse de este lado.
Hace una mueca breve, un gesto de cabeza que podría pasar por rutina; luego, apunta al fotógrafo y, sin sonreír, suelta la única directiva en tono de broma:
–Ni se te ocurra pedirme que haga avioncitos de papel.
Su mirada barre la sala como un radar, detectando el mínimo desvío, la oscilación más leve en la estructura que sostiene. Hay algo generoso en esa vigilancia, porque crea unas condiciones especiales para que, incluso, lo inesperado puede ocurrir.
Anchoita es un sistema que funciona a conciencia. Las luces son tenues, el ruido está medido. Nos ubican en una mesa alta, pegada a la barra central. Piñeyro ya no está en el lugar; una miríada de empleados jóvenes, atentos y precisos despejan de tensiones el lleno del restaurante. Su fama se propagó como suele suceder en la gastronomía: un rumor que invita y a la vez quiere mantenerse en secreto. El efecto generado es que las reservas se abren el 27 de diciembre y queda tomado todo el año venidero, en los últimos tres años se agotaron en menos de tres horas. Hay sesenta y cinco lugares, no existen turnos.
“Algunos clientes se quejan, pero siempre hay chances de comer –justifica Piñeyro–. El sistema funciona bien a través de nuestra página. Por noche hacemos, en general, dos turnos si sumás los cubiertos; pero no echamos a nadie de la mesa. Acá resolvemos a favor del cliente. Nuestro trabajo es que las dos o tres horas que estés sean un oasis de felicidad. Primero está la hospitalidad, después la comida. Muchos creen que con platos recargados la gente va a pelear por comer, pero no es así”.
Cada mesa produce momentos irrepetibles. “Tuve emociones muy fuertes dentro del local –evoca–. Por ejemplo, servir un bol de uvas chinche y que dos clientes se pusieran a llorar porque se acordaron de su abuela. ¿Por qué sirvo un bol de uva chinche? Porque nadie las vende. ¿Por qué no se vende? Nadie lo sabe. Este lugar es para pasarla bomba. Una de las razones por las que abrimos de noche es porque la cena es un momento donde se cicatrizan las heridas, donde le das de comer a tus hijos. La cena es volver a la prehistoria, a las cuevas. La cena es un lugar de protección”.
Pensar, actuar, reír
Enrique Piñeyro volverá a ponerse el traje de piloto, pero esta vez para despegar desde las tablas del Teatro Coliseo. Unirá sus oficios de piloto y actor en la cabina de Volar es divino, aterrizar es humano, el monólogo que reestrenará en noviembre.
–¿Hace mucho escribiste el monólogo?
–Tiene doce años, pero nunca es el mismo. Cambia si lo hago en otro país, según los temas que quiero tocar. Está vivo, siempre en evolución. Para el Coliseo planeamos entre seis y nueve funciones.
–¿Cómo surgió la idea de hacer un monólogo sobre el miedo a volar?
–Curiosamente, comenzó con las películas. Muchas veces, sobre todo en festivales, la presentás y te quedás hasta que termine. Luego vienen las preguntas del público. Al principio no entendían: “¿Qué hace este? ¡Está ahí!”. Ese ida y vuelta podía durar una hora, hora y media; la gente no se iba y el momento se transformaba en algo parecido a un stand-up. Ahí me di cuenta de que es lo que más disfruto del cine.
–O sea que lo que más te gusta del cine es el teatro.
–Claro. Antes de pasar tres años con la cabeza en un frasco de ketchup, hacía teatro. Vino el productor Lino Patalano, me ofreció el Maipo y arrancamos. El primer show que hice fue espeluznante; estoy tratando de no dejar testigos.
–¿Estabas inseguro?
–Fue muy malo al principio, pero después mejoré.
–¿Abandonaste el cine?
–Fue un amor de verano.
–¿Sí?
–Sí, yo necesitaba un medio expresivo para contar lo que había pasado en LAPA, entonces hice mi ópera prima: Whisky Romeo Zulu. En cambio, la actuación no fue un amor de verano, pero hacer cine, dirigir, hacer página a página de un guion durante ocho horas, con gente preguntando “¿la mesa de luz dónde va a ir?”. Y vos respondés: “¿Qué sé yo dónde va a ir la mesa de luz?”. Insisten: “Porque necesitamos avanzar.” Bueno, ponela ahí. Después, cuando vas a filmar, no hay estacionamiento para los camiones. Toda esa época la recuerdo como napoleónica. Ahora filmo todo con mi iPhone. Todo. Lo que va en el show con efectos especiales. iPhone, iPhone, iPhone –repite como mantra–. La luz la enchufamos a la pared y chau. Hacer cine es delirante, pero ahora, insisto, se puede hacer con un teléfono. Lo que no cambia es que hay que tener una buena historia y buenos actores.
–Tema de actualidad: ¿cómo debería ser el Incaa?
–Debería ser un lugar con doscientos iPhones, muchas luces, equipos de sonido y salas de edición que permitan a la gente hacer cine, no este sistema de créditos y plata.
–¿Sugerís que los directores vayan a trabajar ahí?
–Claro. Que vayan, saquen los equipos, editen en ocho islas de edición, hagamos una sala de sonido. Eso es instituto de cine, no esta paparruchada. Habría que fomentar en serio, no hacer acuerdos raros. Aclaro, no tengo nada personal con Chiquititas, pero les daban un subsidio, vendían cinco millones de entradas, y al cine independiente, el que necesita apoyo, ni cinco minutos de publicidad en prime time: ¡minga! Cuanta más plata hacés, más te dan.
–La venta de entradas de esas películas taquilleras es el combustible para financiar las más chicas.
–Sí, pero todo lo que recaudan por venta de entradas se lo vuelven a dar, aunque ya hayan recuperado la inversión. ¿De qué estamos hablando? Ni siquiera devuelven la inversión, les dan mucho más. Ojalá se pudiera hacer algo, pero está claro que a este gobierno no le interesa; recorta donde puede. La revalorización de lo público como herramienta para garantizar techo, salud, educación, es un deber. Acá todo es recorte y, si sobra algo, “chicos, repartan”.
–¿Qué te alejó del cine?
–Batallé mucho, en esa época los técnicos te tenían de rehén: “eso no se va a ver”, me decían. Enseguida entendí que sería así. Viene uno y te dice: “che, el cable negro del velador no se va a ver”, y vos pensás: en la esquina de la pantalla están asesinando a la protagonista, ¿a quién le importa el cable negro del velador? Para la segunda película, Fuerza Aérea Sociedad Anónima, pasé completamente a digital y terminé en tres días. Whisky… fue la película con la producción más larga; esta última, la más corta.
–¿Entonces no vas a filmar más?
–Me gustaría que alguien me traiga una comedia espectacular con un papel muy lindo para mí. Así reviviríamos el amor de verano.
–¿Cuáles son tus comedias favoritas?
–Soy medio analfabeto en términos cinematográficos. De chico me impactó Estado de sitio, aunque era una película de adultos. Con los años me volví más superficial. Me interesaba mucho el cine político de los 70. Después, no sé… no tengo grandes picos de recuerdos. Lo que no me gusta: por ejemplo, comedia tipo Zoolander, espantosa. No me divierte.
–¿Qué te divierte?
–Cuando Sally conoció a Harry, sí. Me gustan las comedias francesas: La aventura es la aventura, de Claude Lelouch. También Cuatro bodas y un funeral.
Viajes y comilonas
La conversación se detiene con la llegada del equipo de producción. La sesión de fotos es un acto teatral; la maquilladora corrige detalles, alguien de prensa organiza el cronograma –a las cinco y media hay que cortar–, el fotógrafo mueve las manos como si dirigiera el tránsito para robar un primer plano. Piñeyro se sienta en una banqueta, acomoda su saco, deja que los asistentes desplieguen su trabajo sin protestar. Es la calma antes de salir a escena. Alrededor, algunos muestran excitación, otros simplemente cumplen con su rol.
–¿Estás acá por la nota o venís todos los días?
–No, no (se inquieta), ¿qué decís? Vengo todos los días, soy el cocinero. Si llegás a poner que soy empresario gastronómico te mando una carta documento a vos y al diario hasta que se retracten o rectifiquen. Terminamos en Tribunales.
–¿Trabajás muchas horas en el restaurante?
–Al principio entraba a las nueve de la mañana y me iba a las cinco de la mañana del otro día. Ahora que armé un equipo fabuloso me lo tomo con más calma: hago tres servicios por semana cuando estoy en la Argentina. Si no, trabajo de día en desarrollo de recetas, control, producción, logística. Tenemos huerta, animales, huevos y chocolatería propia. Hacemos curados, fiambres, jamón de bellotas… Ah, el salame que Caparrós Jr. —repito, dije el salame que…— probó acá es nuestro; él dijo que compramos toda la producción en Salta y que todos se enojaron porque tenemos el monopolio de bellotas. “¿De dónde sacaste eso?” —pregunta al aire. ¡Estuvo acá comiendo con su padre y a la semana divulgó eso! Nosotros producimos nuestro propio jamón de bellotas, con cerdos nuestros en Alberdi. Perdón, I’ve got carried away.
–Me hace acordar a…
–(Interrumpe) …una escena de Big Night. Ratatouille, Sideways –se pierde enumerando películas centradas en gastronomía.
–¿Cuáles son tus sitios favoritos para comer en Buenos Aires?
–Son varios: El Atelier, Hong Kong Style, Ness.
–¿Cuál considerás la mayor aberración gastronómica?
–Pfff… En Estados Unidos está lleno, casi todo viene de ahí. Me voy a ganar muchos enemigos, o al menos enemigos importantes, pero entre los laboratorios y la comida chatarra están destrozando la salud. ¿Cómo es posible que en ls Argentina te prohíban poner un salero en la mesa y, sin embargo, haya permiso para colocar un cartel gigante en la Lugones promocionando cinco hamburguesas apiladas? ¿Me están jodiendo?
–¿Qué opinás de los octógonos de advertencia en los envases?
–Están bien, pero antes deberían advertir sobre lo modificado genéticamente. El tema debería haberse estudiado mejor. Además, llega un momento en el que el comprador dice “todo tiene octógonos” y compra igual. Hay que encarrilarlo, ser delicado. Para el chocolate, por ejemplo, el límite de azúcar debería permitir que se haga el producto; si no, estás poniendo sellos al tuntún.
Acto creador
¿Cuándo sabe, siente, un escultor que acaba de dar la cincelada final a una obra? Piñeyro llama a un integrante de su equipo y pide una muestra de su último invento: un sándwich de pan de miga, relleno con garbanzos pisados, salsa de locro, cilantro, echalote y un combinado de pimientas, vinagre de arroz y salsa de soja que rozan la tibieza de la legumbre. Piñeyro degusta y, apenas, frunce el ceño. Ajusta detalles con el joven, sugiere que el pan sea más fino, bien apretado. No quiere que los garbanzos se escapen al morderlos ni que el relleno quede hecho una pasta. Su corrección no busca prolijidad, sino precisión: que cada mordisco tenga resistencia y el bocado se mantenga entero. Silencio de radio, pero en la cocina. La nueva versión del manjar llega y la diferencia se siente en la mano, en el primer bocado, en el crujido deseado.
Anchoíta es el centro discreto de un paraíso de estímulos, un sistema de placeres. En una cuadra coexisten la Cava y La Panadería, suman vino, quesos de productores de todo el país, pastelería, esquirlas esenciales (el helado de pistacho se volvió contraseña ilustrada). Son estaciones que replican modos y materiales para quienes llegan sin reserva, mesas para probar, beber y conversar, un guiño cómplice. Chacarita y Villa Crespo se fusionan en una cartografía contenedora y en esas calles se dejan llamar Villa Piñeyro.
–¿De qué plato estás orgulloso?
–El pollo al horno. Nos llevó años encontrarle el punto, que la pechuga estuviera bien, que la piel saliera crujiente. Pero mi perdición es el néctar de cebollas moradas.
–¿Qué es?
–Es una especie de huancaína de remolacha, sin queso crema, tiene repollo y batata violeta de nuestra huerta; lleva una salsa criolla de maíz morado, perejil y pistacho. Los cucuruchos en donde se sirven son extraídos del cuero de la batata violeta.
La cantidad de ideas gastronómicas de Piñeyro no apuntan a conformar una carta, las usa como un archivo personal, un diccionario de sabores, texturas y combinaciones donde cada entrada tiene su historia, su por qué y su contexto. Cada receta, cada prueba, cada retoque, es una palabra nueva que enriquece su lenguaje, sus modos de nombrar el mundo a través de la cocina.
“Cocino desde los cinco años –comparte–. Conservo mi primera sartencita en la que cociné mi primer huevo frito, para mí fue la alquimia perfecta. Ver ese moco inmundo que es la clara, transformado en huevo frito… ¡por efecto del calor! Primero creí que la humedad, la temperatura, el tiempo y la presión eran las variables físicas para lograrlo, pero después entendí que era el calor.
–¿El huevo es disparador para algún plato de Anchoíta?
—Sí, estamos trabajando en el huevo frito inclusivo. Tenemos huevo de ganso, de gallina, de pato y gallinas sedosas japonesas (pesan la mitad del huevo común); tenemos gallinas araucanas que dan huevos de color azul, gallina Guinea, la Mil flores, la Holandesa; huevos de codorniz que, en general, son malos, pero conseguimos unos buenísimos. Será un huevo frito gigante.
–¿La carta va a presentarlo como huevo inclusivo?
–Eso espero. Voy a sacarlo con unas papas que aún no sé cómo serán. Sé que se llamarán papas comunitarias. Ellos me paran –señala a quiénes trabajan ahí– cuando propongo este tipo de nombres. A nuestros huevos duros quería ponerles en la carta “Reivindicación del huevo duro”, pero no me dejaron. Es un huevo cremoso exquisito, ¿viste que en general el huevo duro es un asco? Es porque lo cocinan mucho; hay que cocinarlo cuatro minutos. Después existe el arte de pelarlo para mantenerlo íntegro, pero ese es otro tema.
–¿Cómo se comía en la casa de tu infancia?
–Muy mal. A mi padre no le gustaban el ajo, la cebolla ni las especias. Mi madre nos decía que era una gran cocinera, pero en mi vida la vi poner una pava de agua en el fuego. Como estuvieron en la guerra, reciclaban comida.
–La medicina aeronáutica te dio de comer…
–Conociendo la bioquímica sabés qué está pasando, te ayuda un montón. No pensé que iba a servirme tanto.
–¿Para cocinar?
–Para todo, para la vida. Sobre todo, ahora que gracias a los laboratorios cambiaron tanto los paradigmas de salud; están cambiando valores normales por algo que no es. Cuando empecé a estudiar, el límite del colesterol era 260; después, 240; luego, 220. Ahora lo quieren llevar a 140. No son valores a los que se pueda llegar sin ayuda de medicación. Estamos cumpliendo el sueño de los laboratorios. Estamos volviéndonos sanos, lo lograron, en base a la bajada trucha de valores.
–¿Qué hace un médico aeronáutico?
–Se encarga de todas las condiciones de vuelo, radiaciones cósmicas, vértigos, jet lags.
–¿Actuaste como médico al mando de un avión?
–Muy poco, creo que una vez. Actué muchas veces como pasajero y en algunas situaciones muy complicadas: un tipo se había tragado ocho bolsas de cocaína y tuve que intervenir.
Aerolínea que levanta vuelo
Piñeyro recuerda su paso por Aerolíneas Argentinas con admiración y cierta nostalgia. La memoria de la aviación se entrelaza inevitablemente con lo que sucede en el restaurante: “Acá todo funciona como una tripulación de avión. El maltrato en ese ámbito desapareció hace mucho tiempo; antes era común escuchar gritos, amenazas y tratos desoladores en las cabinas. Yo fui testigo de comandantes de vuelo insultando al copiloto, con abusos que hoy serían inconcebibles. Todo eso mientras volabas por instrumentos, sin ver el piso, en medio de un procedimiento de vuelo, y aparecía alguno a decirte: ‘vayamos para allá’. Por suerte, esto cambió gracias al CRM”.
CRM es la sigla de Crew Resource Management –entrenamiento en factores humanos o Gestión de Recursos de la Tripulación–, su creación marcó un cambio radical en el mundo de la aeronavegación. Un pasaje de la proliferación de comandantes agresivos que imponían su voluntad sin consulta hacia el trabajo en equipo, la comunicación efectiva y la toma de decisiones compartida dentro de las operaciones de vuelo. “A pesar de la crudeza de aquellas épocas, hubo excepciones notables, como Ronnie Daintree, uno de los pioneros en la instrucción de los jumbos de Aerolíneas Argentinas, que ejercía liderazgo con respeto y profesionalismo”, reconoce.
–¿Cómo era Aerolíneas Argentinas en la década de los 70?
–Aerolíneas Argentina era una compañía excepcional: rigurosa, profesional, con simuladores que la ponían frente a situaciones reales desde muy temprano. Era donde querías llegar. Volar para Aerolíneas era como jugar en la Selección. Elegías a Aerolíneas porque era excelente. El primer curso del 787 lo hice en el Centro de Instrucción de Aerolíneas, la calidad de los instructores era extraordinaria. Sin exagerar: era la NASA en un subsuelo, todo limpio, recuerdo. Lo primero que hicieron los españoles cuando le regalaron la compañía (la empresa fue privatizada durante el primer mandato de Carlos Menem) fue vender eso y hacer una torre. Después íbamos a practicar a los simuladores de United Airlines en Colorado, Estados Unidos. La destrozaron. Aclaro: no perdía plata, eh. Tenía todo: buen servicio, buena atención, puntualidad y calidad, marcaba la diferencia sobre otras. Fue la primera compañía que trajo jets al hemisferio sur, antes que Quantas, en marzo de 1959. Es un hito en la historia de la aerolínea.
–¿Qué avión tenés?
–Un Boeing 787.
–¿Piloteaste máquinas distintas?
–No muchas. Tengo licencia del 737; del 777, que en rigor de verdad te dan el curso para tenerla con el 787 y no son dos aviones iguales. También tengo las del Saap 340, que es un turbohélice.
–Perdón, ¿es apropiado decirle “máquina” a un avión?
–Eh, sí, está bien, aunque es como decir furia tropical. Lo único que no tolero es que digan avioneta. Está en mi lista de palabras prohibidas junto a vanitory y musculación. Antes hacías pesas, ¿ahora musculás? Es una palabra horrible. Odio también a los acrónimos; no tolero que digan “la comida para el perso”. Y en el avión, cuando dicen “tenemos que hacer un pob” te ponés a buscar en el diccionario de acrónimos a ver qué significa; pob es people on board, pero arriba de un barco es people over board. O sea… se cayeron al agua. Es un idioma nuevo, una aproximación al lenguaje, ¿cómo vas a hablar así? ¡Usá palabras!
–¿Usás WhatsApp?
–No, no uso WhatsApp porque la gente que usa WhatsApp no es feliz. Hasta Maduro lo descubrió.
–¿Qué mensaje le das al que quiere venir a cenar y le parece una utopía?
–Acá puede venir un pibe de dieciocho años con su amigo o amiga a comerse dos empanadas y tomarse una cerveza; que lo haga, nadie lo va a mirar mal, nadie lo va a presionar para que consuma más. Y si quiere sentarse en la mesa de al lado a beber un Château Margaux, be my guest. No lo van a tratar distinto a otro. Anchoíta es una esfera de protección, sensualidad y placer. Todo esto debe ser una fiesta; de hecho, lo es. La comida del pueblo siempre fue una fiesta. Estuve en Mauritania, en medio de un oasis en el Sahara, ahí se come lo que se consigue esa noche. Si toca un camello, es camello; ¿oveja vieja?, oveja vieja. La fiesta es la comida de la noche. Acá todo sigue una trazabilidad, Valeria Mortara, la sommelier, viaja a todas las bodegas. Solo de Madeira (Portugal) tenemos cincuenta etiquetas, las siete bodegas de Madeira están en nuestra carta de vinos. Viajamos a los lugares y vemos qué está pasando.
–Rodeaste el barrio de producción con locales y galpones propios; ¿sabías que la zona terminó bautizándose Villa Piñeyro?
–No lo he escuchado. Me gustarían que me conozcan como El emperador de Chacarita y Villa Crespo.
–¿Qué deseo te queda por cumplir en la gastronomía?
—Hace poco escuché a Chris Martin, de Coldplay, hablar de una canción que provenía del lugar de donde nacen las canciones. Pensé que los platos también tienen un origen así: un lugar llamado creatividad. Mi objetivo es mantener eso. Anchoita no busca abrir otro local; todo tiene sentido porque ocurre aquí: es una puesta en valor de la riqueza que tenemos en la Argentina y que muchas veces no aprovechamos.