Un hombre que cree que la familia es como una compañía teatral y que nacer es como salir de esa sala oscura que es el vientre materno no es un hombre común. Y si pasados los ochenta ese hombre ve la vida transcurrida como quien mira un larguísimo festival, con escenarios en ciudades de los cinco continentes, rodeado de genios, de mujeres, de pasiones, tal vez, además, este sea un hombre feliz. Luego, como siempre, quién sabe.
Andrés Neumann –con doble “n” al final, para no confundirlo desde el principio con el escritor– podría contar una historia tras otra y, prácticamente con todas, conquistar al oyente. Como productor de giras internacionales llevó por todo el mundo a artistas de la talla de la revolucionaria bailarina y coreógrafa alemana Pina Bausch, los directores Tadeusz Kantor, Peter Brook e Ingmar Bergman, el Nobel de Literatura Dario Fo, las estrellas del cine italiano Vittorio Gassman y Marcello Mastroianni, que lo nutrieron, por supuesto, de vivencias incomparables. Pero además su propia biografía despierta curiosidad y sorprende: sus padres judíos escaparon de la Segunda Guerra a Bolivia; tres décadas más tarde, él se iría de Uruguay con la dictadura pisándole los talones.
Durante medio siglo de vida en Europa, volvió permanentemente al Río de la Plata, pero solo hace un par de años decidió quedarse a vivir en Buenos Aires. Aquí está prácticamente retirado, pero muy activo, en cuanta platea y hall se lo pueda encontrar, comportándose siempre como un curador, ejerciendo de mentor, como si no se cansara de mirar. Un rol similar adopta en las redes sociales, con una dieta digital de hasta cuatro horas diarias, sin contar el consumo de noticias y la lectura de medios de todo el mundo, que revisa mañana, tarde y noche. Observa la ciudad de cerca, pero con la distancia del extranjero detecta hechos simples que aquí naturalizamos. “Es increíble. Acá el Colón es como el mejor salón de la casa de todos. ¡No se dan cuenta! Eso no pasa en ningún lugar del mundo con un teatro de ópera”, dice para expresar con admiración esa mezcla de pertenencia, aspiración y orgullo que “el” teatro despierta en cualquier persona. “Buenos Aires es una ciudad muy creativa, no conozco otra igual”.
–Parece increíble que te sorprenda, con todos los años que viviste en una Europa en plena ebullición.
–Era otra época y además ahora no es así. El terreno acá es muy especial, hay mucha gente involucrada en proyectos artísticos de todo tipo. ¿El resultado? Como en todo terreno fértil, crece de todo, y eso es mejor a que el terreno sea menos generoso. Como en un predio dejado a la naturaleza.
–Ante semejante oferta, ¿te comportás como espectador o como experto?
–Las dos cosas. Es un jardín sin jardinero y eso es hermoso. Hay jardines en Europa, por ejemplo, que se supone que están muy cuidados, lo cual no es cierto, porque el pasto cortado en los lugares públicos de Buenos Aires está mucho mejor que en la Villa Borghese, en Roma, que es un desastre. Esa cantidad hace que el ambiente sea muy interesante y productivo, algo muy vital.
– “Volviste” a vivir acá hace dos años, ¿por qué?
–Nunca viví en la Argentina. Nací en Cochabamba, Bolivia, de padres judíos que habían escapado de la guerra, pero crecí y me formé en Uruguay, de los 5 a los 30 años. Vivir en Montevideo es como hacerlo en una provincia argentina y tener el mito de Buenos Aires. Cuando era pibe mis padres me traían acá y era lo más. Así que estoy cumpliendo el sueño del pibe. El ambiente de esa época del teatro independiente uruguayo y argentino era bastante similar y reconozco códigos, maneras de trabajar que no existen en otro lado. Por ejemplo, esto de que haya teatro independiente, teatro oficial y teatro comercial, en la forma en que se da esa química, es único, y con mucha riqueza en cada uno de los sectores. Es una mesa con tres patas. Aparte de Londres, en Europa el teatro comercial casi que no existe más y el teatro independiente tiene mucha menos producción. Acá en una semana puede haber unas 300 obras.
–Tu familiaridad con Buenos Aires es de siempre.
–Siempre. Mis mejores amigos fueron argentinos, mis mujeres han sido argentinas. Además, por muchos años me iba del frío y venía un mes por lo menos.
–¿Y por qué decidiste instalarte?
–Después de cuatro años de convivencia, con mi última pareja, nos dejamos; era la pandemia, no se podía viajar. Entre 2022 y 2023, llegué a Buenos Aires y dije: ¿por qué no me quedo? Vivo en Vicente López y Callao. Empecé una vida nueva alrededor de mi curiosidad. Ahora estoy muy activo en las redes, sobre todo Instagram, que es medio parecido a lo que siempre hice, porque yo tenía una empresa que era como una agencia de turismo para el teatro. Andrés Neumann Internacional existió en Italia más de 30 años (viví diez en Florencia y cuarenta en Roma). Esa agencia es la que se encargaba de las giras de Pina Bausch, Peter Brook, Tadeusz Kantor, Igmar Bergman, infinitos más. Era como una manera de vivir un festival permanente: mi vida fue un festival que sucedía en todo el planeta. Esa locura empezó en Francia, cuando me fui de Montevideo medio obligado por la dictadura, con una beca para trabajar en el Festival de Nancy. Ahí conocí a muchos de estos artistas y me pareció tan genial que dije: “Yo quiero vivir siempre así, ¡¿cómo hago?! Y lo armé.
–Quiero reparar en los términos: decís que tenías una “agencia internacional” y no una “productora”.
–Era una productora, pero no de espectáculos sino de giras. Por ejemplo, si una compañía argentina tiene que viajar al extranjero está involucrada una agencia que produce el evento. Cuando trajimos a Pina Bausch acá, en 1994, con Kive Staiff en el Teatro San Martín, él me pagaba y yo me encargaba de todo. Es decir, producía la gira. En otros casos, como Mahabharata, de Peter Brook, fui también coproductor del espectáculo. O el último que hizo Pina con Santiago a Mil, en Chile [Masurca Fogo, en 2007].
–Tampoco es lo mismo decir que eras el “representante” de estas figuras.
–Empecé como representante. Mis primeros clientes en Florencia fueron los Colombaioni, una pareja de clown de las películas de Federico Fellini, del mundo del circo, que me encantaban.
–Y te presentás como “curador de artes escénicas”, es decir, le pedís le prestado un término al mundo de las visuales.
–Siempre fui muy selectivo con los clientes, el roster que yo tenía en mi agencia era de excelencia, hacía curaduría en el sentido de con quién trabajar. Porque lo que a mí me interesaba era un pretexto para poder estar en la vida de estos genios. Yo tenía que enamorarme del proyecto, del artista. Era una selección tan personal como decidir con quién querés estar. Como una historia de amor.
–¿Y qué cosa te enamoraba de un proyecto?
–¿Qué te enamora? Pueden ser distintas cosas. Sin ser yo directamente artista (aunque en Uruguay, en el teatro independiente, empecé como sonidista y era el mejor de la época hasta que me fui en 1972), los curadores encontramos una forma de expresar. ¿Por qué se elige a ciertos artistas? Porque te reconocés en ellos o sentís que le dan voz a cosas que vos reconocés.
–¿Tenían algo en común todas estas personalidades que nombrás?
–Así como un pintor usa varios colores, todos ellos son las tonalidades del fresco que veo yo: la cosa histriónica de Vittorio Gassman y la cosa interior de Peter Brook; la elegancia y profundidad del trabajo de Pina o de Kantor.
–Es raro “elegancia” para hablar de Pina…
–Sí, Pina con su mirada era muy profunda y muy elegante siempre. Entiendo que sea raro porque hay cosas muy disruptivas, pero incluso las más ridículas o absurdas tienen una elegancia. Por eso influenció la moda, la arquitectura, la pintura, la fotografía, tuvo ese gran impacto visual en muchos ámbitos, no solo el escénico. Su ojo cambió la publicidad, la manera de ver el cuerpo humano.
–¿Cómo notás que evolucionó esta influencia con el paso de las décadas?
–En los cuarenta años que Pina trabajó fue muy radical. Cuando eran épocas muy oscuras, hacía espectáculos optimistas y muy hermosos. Ella siempre estaba presente respecto del espíritu del tiempo; en ese sentido, no era nunca literal ni folklórica. Energéticamente sí se orientaba a lo que pasaba, política y socialmente tenía como un ritmo interior y bailaba con la historia también. Era una persona muy consciente. Ahora yo encuentro, muchas veces, incluso en Buenos Aires, que los jóvenes conocen poco. Y un tema que me interesa mucho es el de la transmisión: ¿cómo hacer que esto sea interesante para un joven cuando está todo disponible en Google? En Internet hoy podés encontrar cualquier cosa que busques.
–Cualquier cosa, en todo sentido; afortunadamente, la inteligencia artificial no puede igualar esos testimonios directos de la transmisión.
–Chat GPT te puede decir mucho, pero el sabor es otra cosa, la experiencia de la persona que vio La clase muerta, de Kantor. Es el mismo problema de los maestros espirituales: si vos viste la verdad, ¿cómo hacés para transmitir eso al que no la vio? Por ejemplo: la obra de Lily Salvo, la madre de mi hija, una pintora con la que estuve casado veinte años. Ella era una gran artista, nacida en la Argentina, que vivió en Uruguay y en Italia, pero acá en su país nunca hizo una exposición. ¿Cómo hacer la puesta en valor, que eso sea interesante para los jóvenes de hoy?
–Ya trabajás con Andrés Duprat para esa primera muestra de Lily Salvo en el Museo de Bellas Artes.
–Estoy muy feliz de poder hacerla, se va a inaugurar en abril. Andrés Duprat me parece un tipo supergenial. Se hizo muy amigo de mi hija, que es directora de producción de Festival de Cine de Roma. Ahora en octubre presentan Homo argentum.
–¿Viste la película?
–No. No voy al cine. Veo muy pocas películas. Es muy raro que me interese, miro un tráiler y ya sé todo. Entonces, estamos abocados a preparar esta exposición que es complicada, porque vamos a presentar la obra gráfica de Lili Salvo, inédita, que es muy numerosa. Hay como 4000 piezas, porque ella dibujaba siempre en todos lados. Esas carpetas están en un sótano de la casa de su hijo, en Roma. Nadie las vio más que nosotros, ni siquiera se sabía que existe. Ahora le abrí un Instagram (@lilysalvo.art). Parece muy raro hacer una cuenta de una persona fallecida, pero si no hay un Instagram no existe. No la podés etiquetar.
–Donaste tu archivo profesional, con más 70 mil piezas, a un centro cultural en Italia.
–Sí, es consultable; fue un proyecto que me llevó diez años. Por eso también soy bueno en las redes, porque las redes son como un archivo: Instagram es un archivo, Google es un superarchivo. Internet. Uno cuando dice la palabra archivo enseguida piensa en algo con polvo, viejo, que está físicamente en un lado. ¡Y vivimos en la era de los archivos! Es lo que más interesa y lo que más dinero mueve.
–Pero se cuidan poco esos archivos históricos, voluminosos, que tienen material exclusivo. Los archivos de las instituciones…
–Argentina es infinitamente más cuidadosa que otros países. La cantidad de actividad que hay alrededor de archivos es inimaginable comparada con otros lugares, no nos damos cuenta porque pensamos que afuera es distinto. Fijate cómo asociás automáticamente “archivos” con “instituciones”. Pensá de nuevo en Google. Si vos querés reconstruir algo, los datos los vas a encontrar, tenés ahí una biblioteca planetaria en todos los idiomas.
–Qué borgeano.
–¡Muy borgeano!
–Es bastante optimista tu mirada.
–Hay que tener en cuenta esto que digo de las tres T de Buenos Aires: tango, terapia y teatro. No es casualidad que esas tres cosas se junten acá. En ningún país del mundo hay tanta gente terapizada y eso tiene que ver con la memoria y con los archivos, porque lo que vos hablás con tu terapeuta muchas veces es de los “archivos”, lo podríamos llamar así. Al tango lo encuentro parte de esa química. Esta es la única ciudad a la que cientos de miles de personas del mundo vienen para bailar. Una cosa hermosa [según datos del Ministerio de Cultura porteño, en 2024, el 28% del total de turistas internacionales que visitaron CABA con motivo de vacaciones/ocio declaró haber realizado actividades relacionadas con el tango].
–¿Bailás?
–Ahora ya no, el cuerpo no me da, pero me gustaba. Hace muchos años cada vez que venía tomaba clases de tango, era parte del programa. Y Pina era una apasionada. Bandoneón es un espectáculo dedicado a eso. Esa gira fue el resultado de una discusión que tuvimos durante meses, porque ella no quería presentar Bandoneón acá, en 1994. Hablábamos de qué traer y yo le decía: “No hay dudas: Bandoneón”. ¡Y ella no se lo podía permitir! Le parecía desfachatado venir a la Argentina con música de tango, pensaba que la gente lo iba a odiar. La convencí, pero cuando se tomó la decisión, me miró fijo a los ojos y me dijo: “Andrés, vamos con Bandoneón, pero si no sale bien es tu responsabilidad”. Salió muy bien.
–No era tan testaruda como dicen, entonces.
–Sí, era testaruda, pero sabía escuchar, sino no hubiera podido hacer los espectáculos que hizo.
–¿En qué sentido?
–Para darle cuerpo y ponerle movimiento a cosas tan profundas de la humanidad, tenés que saber escuchar. Lo mismo en las coproducciones internacionales: a ella le gustaba mucho crear un espectáculo en otra parte, nutrirse de otros sabores, de otros climas.
–¿Ustedes eran amigos?
–Sí. Era una relación particular, de momentos. Ella pasó varias vacaciones en Italia y tuvimos ocasión de compartir vida privada, con mis hijos, y en distintos lugares del mundo. En una época yo iba a Nueva York (a Los Hamptons, donde veranean los neoyorquinos) y si Pina estaba en la Brooklyn Acadamy se quedaba luego quince días en la casa que alquilaba. Teníamos una relación amistosa, pero, por ejemplo, un dato increíble: nunca hablé por teléfono con Pina.
–Pina Bausch murió en 2009, no fue hace tanto, ¿cómo se comunicaban?
–¿Cómo se comunicaba la gente antes? Hablaba con su asistente personal o con su administrador, y viajé infinitamente para encontrarla: nos vimos en Lisboa, en Madrid, en Barcelona, en Roma, en Milán, en las ciudades del mundo que te puedas imaginar. Era otra época. Todo se manejaba diferente, era interesante poder trabajar con alguien 30 años sin hablar por teléfono.
–Tendrás en el tintero una anécdota con Marcello Mastroianni o Vittorio Gassman.
–Vittorio Gassman era hombre de cine, con una carrera en teatro casi igual de importante. Fuimos por Europa, Latinoamérica; acá en Buenos Aires era un ídolo. Una vez, yo lo estaba presionando para que me diera fechas para una gira importante por España, nos ponían un avión privado para llegar de una ciudad de provincia a otra, muchas aventuras muy divertidas. Y justo había un festival que caía en un periodo que él no me había marcado. “No, no, esa fecha es imposible porque estoy filmando una película”, me dice. Pero, “¿filmás también el fin de semana, no podrías ir a esta ciudad y…?”, le insistí. Y me responde: “Andrés, no estás entendiendo: hacer cine y hacer teatro al mismo tiempo es imposible. Simplemente por una razón, porque el cine se hace por la mañana temprano y el teatro en la noche, tarde. No puedo acostarme a las 3 de la mañana y levantarme a las 5. Por eso hay periodos que puramente hago cine y otros que puramente hago teatro”. Aprendí algo práctico, cómo manejarme en casos así.
–Después de tantos años viviendo en Italia, ¿por qué tus reconocimientos, como la designación de Oficial de las artes y las letras, vinieron de Francia?
–En Montevideo, estuve durante mucho tiempo vinculado a la Alianza Francesa. Mi primera esposa, que era uruguaya, era maestra de francés.
–¿Cuántas esposas tuviste?
–[Se ríe]. Casado, solo dos veces. Pero sí, tuve varias parejas. A esa primera esposa de la que te hablo la conocí cuando yo tenía 18 y ella 13, nos casamos con 20 y 15. Y a los 25 ya me junté con la pintora: ella tenía 40. Raro. Capaz que en esa época era más normal. Mi última pareja era argentina, nos separamos cuando yo me vine para acá: cuando la conocí yo tenía 75 y ella 18. Así que tenía la novia, el hijo y el nieto de la misma edad.
–Dijiste que tenés tres hijos.
–Sí, tres. Mi hijo del corazón tiene 15 años menos que yo, mi hija biológica tiene 30 años menos que yo y el último tiene 60 años menos que yo. Tres generaciones completamente distintas.
–Estás forzando las matemáticas.
–En Roma vivimos tranquilos, todos juntos. En mi familia hay una aceptación incondicional, no hay ninguna mirada rara.
–¿Alguno de ellos vive en Buenos Aires?
–No. Aldo vive en Roma, Mara en Nápoles y el chiquito en Pekín. Pero somos muy unidos, digamos, no estamos en lo cotidiano, pero somos un equipo.
–Volvamos al tema de Francia.
–Me fui con una beca que me dio Jack Lang, que después sería ministro de Cultura. Esa relación fue reimportante. Hice giras con la Comédie-Française, tuve mucho vínculo.
–Sin embargo, para vivir elegiste Italia.
–Sí. Cuando terminé la beca lo dudé, pero Francia para los inmigrantes es un país mucho más duro. A Uruguay no podía volver, ¿adónde me iba a quedar con una esposa y una chica chica?
–¿Qué era esa beca en qué te formaste?
–Era rara, de un instituto universitario, para trabajar gratis para el Festival de Nancy. El ministerio daba esas becas. Formalizaba una relación laboral.
–Más bien era un salvoconducto.
–Un salvoconducto que resolvía muchos problemas. Y tuve mucha suerte porque en ese festival conocí a Kantor, a Pina, a Bob Wilson, Meredith Monk, todos los grandes artistas de la época. Lo mejor que me podía pasar.
–A esta altura, venís a vivir a Buenos Aires con todo tu bagaje y ¿desde qué lugar te insertás en la escena porteña?
–Siempre me involucré con mi actividad profesional y ahora hago un poco lo mismo con las redes también.
–¿Pero estás jubilado, no vas a producir, o sí?
–Más o menos. Con el Galpón de Guevara llevamos ahora a Europa el espectáculo Un domingo, al festival de Nápoles y a Milán. Eso lo hice amistosamente. Es decir, estoy jubilado en el sentido que antes tenía que comer de esto y ahora no. Luego, ofrezco mentorías por el sitio de Alternativa que sí son pagas. Tengo una actividad bastante continua; por ejemplo, fui jurado de una convocatoria que hizo el Galpón para producir cuatro obras de teatro, a la que se presentaron 130 proyectos. Fue muy interesante esa experiencia, me doy cuenta de que la cocina del espectáculo es el lugar que conozco de toda mi vida, ahí tengo algo para aportar.
–¿Y cuánto tiempo pasás en las redes?
–Bastante. Entre dos y cuatro horas, sin contar los diarios, que miro varias veces por día.
–Te dejas llevar, así, escroleando.
–Yo tengo varias vidas; una vida espiritual, chamánica y psicológica, y búsquedas que tienen que ver mucho con el teatro también, porque en realidad en el teatro yo lo que buscaba era maestros. Te digo esto porque un amigo de Barcelona siempre me dice: “¿de dónde sacas todo lo que ponés en las redes?» Y es así, se crea un micromundo, en el que yo sigo a gente interesante, veo cosas y hago una curaduría de eso que es lo que comparto. Igual que soy un curador para festivales o para teatro lo hago en las redes. En realidad, todo el mundo hace una curaduría. La chica que se saca una selfie en bikini en la playa está haciendo una curaduría, aunque no lo sabe. Es curadora de su imagen. Eso nunca se piensa.
–Sin embargo, vos no te mostrás.
–Me muestro a través de los artistas que elijo, es una forma indirecta de representarme. En Italia mi trabajo empezó a molestar mucho a las instituciones públicas porque yo traía todos esos artistas y todo el mundo decía: “Ay, viste el espectáculo que trajo Neumann”, en vez de decir el trabajo del teatro de Roma. Eso me creó no pocos problemas.
–Hace unos días protagonizaste con tu doble del mundo de las letras, el escritor Andrés Neuman, una divertida performance que consistió en el primer encuentro cara a cara entre ustedes, que están unidos en un mundo de simpáticas confusiones.
–Nunca nos habíamos encontrado antes con mi doppelgänger. Él vive en España y hasta hace poco no estaba en las redes, por lo tanto me etiquetaban equivocadamente a mí, me llegan invitaciones a ferias del libro. Todo eso se volvió un chiste.
–Entre las historias que surgieron en esa conversación en el Centro Cultural Borges, se refirieron a los humanos como seres narrativos y hablaron bastante de las lenguas: te quería preguntar por la curiosidad de haber nacido en Bolivia y, hasta los 7 años, haber hablado solo alemán.
–En los años 40, en Cochabamba, había dos tipos de personas que hablaban alemán: los judíos y los nazis. Entre la gente con la que me podía comunicar estaban los buenos y los malos, las víctimas y los asesinos, me costó muchos años entender ese tema. El hecho que, de pronto, eso que me parecía familiar por el idioma se revelara como enemigo para un niño es incomprensible. Y era así porque los judíos se escaparon antes del 45 y después del 45 llegaron los nazis.
–Entonces aprendiste castellano a los siete, cuando empezaste la primaria en Uruguay: la segunda lengua de lo que en tu vida sería un verdadero derrotero idiomático, porque hablás cinco idiomas.
–Claro, cuando llegué a la escuela Cervantes de Montevideo me enfrenté al mundo en español. Y tuve mucho problema en pronunciar la “r” viniendo del alemán, me llevó como 3 años.
–Después te fuiste al francés, otra “r”, y todas las “r” del mundo.
–[Se ríe]. Eso ahora es más normal, hay más gente de distintos lugares, pero en esa época era una cosa muy rara que alguien llegara a primer año de la escuela sin hablar el idioma del lugar.
–¿Por qué con tanto mundo y tantas millas nunca volviste a Cochabamba?
–Muy buena pregunta. Hay una razón muy práctica. Bolivia es el país más severo con el servicio militar después de Corea del Norte. Y yo, por supuesto, no hice el servicio militar. Entonces, no sé qué es lo que me pasa si llego a un aeropuerto o cruzo una frontera en Bolivia. Esa fue mi preocupación todos estos años.