¿Qué tipo de amor aprendimos? ¿Qué queremos tomar de nuestros padres y llevarnos con nosotros? ¿Qué necesitamos dejar con ellos que no nos pertenece? ¿Qué precisamos transformar de lo recibido para amar más y mejor?
Estas preguntas y muchas más nos plantea el reconocido psicólogo Matías Muñoz (56), en su flamante libro: Tras las huellas del amor. Fiel a su estilo práctico y dinámico, cargado de reflexiones, casos de su clínica cotidiana, actividades y ejercicios de introspección (“me quería encontrar con el lector”, subraya), el autor invita a bucear dentro de la propia historia para entender de dónde venimos y hacer las paces con lo que nuestros antepasados nos brindaron y también con aquello que sentimos que nos faltó. El fin es uno: tomar lo bueno, dejar en ellos lo que no nos pertenece y revisar lo que necesita ser cambiado para imprimir una nueva huella en nuestro destino y relacionarnos hoy, de manera libre y plena con nosotros mismos y con los demás.
A punto de partir a España para asistir a un congreso y acompañar a un grupo de argentinos a recorrer el Camino de Santiago, habla con café humeante apoyado sobre la mesa ratona de su casa de San Isidro.
Agua de avena en ayunas: beneficios nutricionales, propiedades curativas y cómo prepararla
–Después de tu primer libro sobre crianza, ¿por qué elegiste abordar este tema y a qué se debe el título?
–Tuve ganas de llegar a todos los adultos (no solo a quienes son padres) e invitarlos a revisar y sanar sus historias de amor, valorando y honrando lo recibido. Y, al mismo tiempo, animarlos a encarar los cambios que necesitan realizar de ese modelo aprendido para crear una nueva rama en el árbol de sus vidas, donde a consciencia elijan cómo quieren ser y vincularse en la actualidad. Ir del amor que aprendí al que elijo vivir.
–¿Cuál es el valor de honrar y agradecer a quienes nos precedieron?
–Es crucial. Nuestros padres nos dieron la vida, sin ellos no existiríamos, y si bien en la adolescencia es sano cuestionarlos o enojarnos con ellos, en la adultez es imprescindible poder valorar y respetar ese amor así como fue. O sea, poder mirar, además del dolor vivido, los recursos que nuestros padres y ancestros desplegaron para llegar hasta acá. Porque aun en circunstancias limitadas, ellos dijeron un sí a nuestra existencia. Y aunque nuestra historia haya sido disfuncional, por ejemplo pudimos haber padecido el abandono de un progenitor, es justo reconocer que también seguramente hubo gestos para rescatar, esas presencias de amor que olvidé. Períodos de amamantamiento; tantos días de llevadas y buscadas por la escuela, celebraciones de cumpleaños. La memoria nos puede jugar una mala pasada, ya que recuerda más el dolor que el placer o alegría. Hay que estar atentos. Preservarse es poder tomar distancia del sufrimiento, pero con cuidado, es decir, sin arrebatar a los padres su lugar. Ellos nos precedieron en nuestro árbol genealógico. Algo de ellos está en nosotros hoy.
–¿Pareciera que planteás un acto de profunda aceptación?
–Claro. Si podemos tomar y validar esos gestos amorosos, tendremos nosotros también algo para dar a las próximas generaciones. Si no, nos quedaremos sin nafta, con el tanque en reserva, sin energía para brindarnos. Y viviremos como tiranos exigiendo amor, que llenen nuestro vacío, pidiendo por ejemplo a nuestra pareja que esté continuamente al servicio, dándonos lo que no le corresponde a él o ella dar. Reconocer y aceptar que nuestros padres nos amaron de manera imperfecta es un gran paso. Como dice Bert Hellinger, psicoterapeuta alemán, creador de las constelaciones familiares: solo se puede amar lo imperfecto.
–¿A qué te referís?
–Nos han amado de una manera tan imperfecta que sentimos un dolor profundo, pero al mismo tiempo, esa ausencia fue acompañada de presencias que nos dieron la confianza para ir hacia adelante. Ese camino nos trajo hasta acá. El dolor y el amor saben que caminan juntos. Nuestra identidad también es imperfecta: está compuesta por aspectos exigentes y perfeccionistas y otros más realistas y empáticos. El primero juzga y se victimiza; el segundo busca comprender y sabe que puede ser el protagonista de su propio crecimiento. La elección hoy es nuestra. La adultez, es el momento en que se nos pedirá que seamos madres y padres de nosotros mismos. Que salgamos de ese niño que sigue esperando lo que le hubiera gustado recibir para no desilusionarse y darle el timón a nuestra parte madura que nos dará envión y hará los pujos necesarios para volver a nacer a cada instante y todas las veces que necesitemos.
–¿Cuál es el riesgo de rechazar la historia y seguir reclamando a nuestros padres?
–Hay un orden del amor. Ellos estuvieron antes que nosotros y tuvieron su lugar que debemos cuidar y respetar. Si me ubico en una posición de soberbia por encima de ellos, juzgándolos, me desordeno. Y puedo caer en una actitud omnipotente, convenciéndome de que tengo toda la verdad, como si yo fuera perfecto y quienes me precedieron no. Quedarnos pegados en el reclamo es como ir por la ruta mirando por el espejo retrovisor. Es imposible encarar el futuro hacia adelante mirando hacia atrás, con el dedo alzado, pensando que debió haber sido diferente.
–Explicás que, el aceptar a nuestros padres con sus grandezas y limitaciones nos habilita a aceptarnos a nosotros mismos con nuestras luces y sombras, lo cual da paz. ¿Por qué?
–Somos un poco ellos. En cada célula de nuestro organismo está mitad mamá y mitad papá. Ellos están en nuestra biología. Si los rechazamos, estamos apartando la parte de ellos que hoy vive dentro nuestro. Si, por ejemplo, puedo aceptar y perdonar que mi madre haya sido distante (habrá tenido sus motivos, su historia para actuar así), puedo revisar esa frialdad que quizá hoy vive en mí (en sombra) y transformarla. Negar y tapar lo que no nos gustó (actitudes violentas de mi padre) es un camino estéril: posiblemente hoy yo tenga gestos agresivos no vistos ni elaborados, enterrados en mi inconsciente, que se cuelan en mis gestos y actitudes.
–Hay un capítulo dedicado exclusivamente al trauma. ¿Por qué te parece importante identificarlo? ¿Cómo sanarlo?
–Gabor Maté, un médico canadiense, especializado en el tema, que sufrió el abandono de su madre biológica de bebe, define al trauma como una ruptura o partición duradera del yo producido por situaciones difíciles. Una herida de tal magnitud genera dentro nuestro una división, una disociación. Para no sentir el desamparo como el que experimentó él, por ejemplo, y poder sobrevivir, puedo convertirme en una persona sumamente fría. Mi esencia queda entonces congelada, escondida y mi espontaneidad y vitalidad también. Actúo sin darme cuenta, un personaje defensivo y eso tarde o temprano repercute negativamente en mis vínculos más cercanos. Es crucial elaborar y sanar esos traumas y dejar con los adultos la responsabilidad de lo vivido (con claridad reconocer que ellos fueron los victimarios y nosotros, sus víctimas). Porque muchas veces de niños nos sentimos culpables de esas heridas y guardamos mentalmente creencias erróneas del tipo: “Si me hubiese portado bien, no me habrían dejado”.
–Vos describís el mecanismo de identificación que tenemos los hijos con nuestros padres. ¿Cómo salir del patrón que nos hizo daño sin dejar de formar parte de la manada?
–La lealtad es una emoción que mantiene a un grupo unido durante décadas y generaciones. Por lealtad incorporamos valores, cosas positivas como la honradez de mamá, y también lo que nos hace sufrir (la irascibilidad de papá) y las repetimos porque nada quiere más un hijo que estar cerca de sus padres. La propuesta es la diferenciación. O sea, que no seamos una copia de ellos ni su oposición. Echar luz sobre lo vivido y preguntarnos qué deseo tomar de ellos y qué quiero dejar en ellos. De esa huella que quedó impregnada en nuestro cuerpo y alma (las experiencias aprendidas están grabadas en nuestra memoria y en nuestro organismo), discernir qué quiero profundizar y qué necesito desandar, transformar y sustituir. Yendo del amor que aprendí al que hoy elijo vivir.
–También proponés pensar cómo fueron amados quienes nos amaron. Cómo fueron ellos de chicos, como hijos. ¿Cómo repercute en nuestra evolución cultivar esta mirada compasiva?
–Te pongo como ejemplo mi propia historia. Mi padre perdió a su papá a los 12 años, vivió con una madre que quedó atrapada en un duelo difícil y fue adoptado por un tío. Imaginar su niñez y adolescencia (de desprotección) me permitió ser bondadoso con él, dejar de reprocharle actitudes que él no pudo tener conmigo. Este proceso, espero que me convierta hoy, en un mejor padre para mis hijos. Es reparador mirar a nuestra mamá y a nuestro papá con misericordia. Es el camino para cultivar también una sana autocompasión y amabilidad con uno mismo. Solo desde este lugar y no dándonos con un látigo, podremos encarar el crecimiento y la evolución. Y experimentar el amor, en todos nuestros vínculos, de una manera más libre y plena.