Disfrutar el proceso: una necesidad en la era de la hiperconectividad

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En estos días estuve pensando en nuestra cotidianeidad y en por qué hacemos las cosas que hacemos. Por qué miramos una serie, por qué escuchamos una banda, por qué vamos a un recital, a determinado restaurante, por qué vamos a correr, etc. La primera respuesta que sale tiene que ver con el algoritmo, claro, el bendito algoritmo que nos dice qué hacer, pero también aparece el FOBO (Fear of Being Out), que es ese síndrome por el cuál hacemos cosas para poder filmarnos y mostrarle al mundo que la hicimos porque no queremos dejar de ser parte de la moda del momento.

Pero ese síndrome, cuando es a repetición y sin frenar, deja de ser un acto para transformarse en algo permanente, en una constante de nuestras vidas se transforman en algo espectacular.

Cuándo Guy Debord escribió La sociedad del espectáculo y empezó a preocuparse por cómo la vida se transformaba en un acto performativo nunca logró imaginarse que esa inquietud basada en tan sólo el cine como tecnología iba a llegar a un punto cúlmine con la llegada del celular y de la generación selfie.

Pareciera que la vida es un fast food medio prefabricado donde tenemos que cumplir ciertos checklists para poder lograr el producto y el éxito rápidamente y lo que pasa en el camino queda descartado

Y esa espectacularización lo que básicamente refleja es la necesidad imperiosa del fin y de “haber hecho”, pero un rechazo total por el hacer mismo o por el proceso que nos lleva a ese fin. Hace casi treinta años Alejandro Dolina, escritor y conductor argentino para el desprevenido, dijo que “la gente no quiere leer, quiere haber leído” y también se anticipó al clima de época actual. “La gente de hoy que es muy ansiosa, que quiere una rápida satisfacción, que no espera por los placeres”, dijo Dolina y parece dicho hace treinta minutos, no treinta años. Dolina sigue en su explicación imaginando un futuro donde la gente vaya a la farmacia a comprar una pastilla o una inyección, pida directamente el libro en cuestión y se le incorpore el conocimiento automáticamente.

Veinte años después de esa sentencia, los hermanos Wachowski retomaron esa idea y la usaron como recurso en una de las películas más importantes del Siglo XX: Matrix (la 1, el resto no valen la pena, digámoslo). En la película los protagonistas reciben estímulos eléctricos directamente al cerebro donde aprenden cualquier cosa a una velocidad imposible y eso les permite desde manejar una moto, a saber Kung Fu o cualquier actividad necesaria para enfrentar o escaparse de las máquinas.

Y en un mundo donde todo parece ser infinito y efímero (buena paradoja) la necesidad de “haber hecho” se transforma en un modo de vivir y en casi una necesidad básica. “¿En serio todavía no fuiste a Anchoita?”, “¿Ya terminaste la última de The Bear?”, ¿Viste el quilombo que se armó con Wanda?”. Agotador.

Matrix (HBO Max)

Pero esa necesidad del fin y de haber vivido no sólo se ve reflejada en los consumos culturales, sino también en la propia cotidianeidad. Con el norte puesto en ganar plata, en ser famoso, en pegarla, crece el desprecio al cómo hacerlo y la ansiedad por hacerlo lo más rápido posible. La proliferación de cursos para hacerte rico, de estafas piramidales, de supuestos trabajos que te salvan la vida, de influencers o creadores de contenido haciendo cualquier cosa para llamar la atención, de músicos que fakean reproducciones para conseguir fecha, pero no tienen fans genuinos, de chicas y chicos haciendo OnlyFans no parecen ser cosas casuales sino consecuencia directa de esta búsqueda del fin en sí mismo. Pareciera que la vida es un fast food medio prefabricado donde tenemos que cumplir ciertos checklists para poder lograr el producto y el éxito rápidamente y lo que pasa en el camino queda descartado. Hasta el café, un hábito siempre asociado a la pausa, al descanso, a la lectura en soledad o la charla con amigos se terminó transformando en un objeto de deseo tan sólo para mostrar que nosotros también tomamos café de especialidad en el lugar de moda.

Acá aparece otra paradoja actual: mientras estamos cada vez más fragmentados y nuestros consumos más individuales, por otro lado buscamos la valorización de los demás en forma de likes y corremos desesperadamente a hacer lo que creemos que todos o quienes pertenecen a nuestro grupo de admiración hacen para poder pertenecer, para no quedarnos afuera, para ser parte de la conversación. Ir a recitales de Coldplay (perdón fans), gastarse una fortuna en un restaurante con estrella Michelin, tener un Labubu, son fenómenos que sólo se entienden a partir de una necesidad de pertenecer a algo más grande, pero sin pararnos a pensar qué nos pasa con ese consumo. No sólo queremos ser parte de eso sino que queremos gritarle al mundo que esa elección nuestra es la mejor y que si no lo valoran son todos unos boludos, queremos imponerle al otro nuestro gusto o elección, que en realidad poco tiene de gusto o elección y es más una subida a un barco cómodo.

Como dice Dolina el esfuerzo de la mente y el corazón por apropiarse de lo que el músico quiso decir es lo que nos hace mejores, no haber escuchado el tema en cuestión

Vamos a volver a Dolina para seguir analizando este fenómeno y porque hay buenas noticias, hay mucha esperanza detrás de esta foto medio apocalíptica. Dice Dolina en ese editorial: “Lo que nos hace mejores es el esfuerzo de la lectura, el esfuerzo de la mente y el corazón por apropiarse de lo que el libro puede ofrecer”. Es decir, no nos hace mejores haber leído, nos hace mejores leer y ahí está el foco de a dónde queremos ir.

Si cada cosa que hacemos o consumimos tiene un fin que es mostrárselo al mundo dejamos de lado cualquier actividad no productiva, cualquier actividad “porque sí” que no tiene ningún sentido más que el disfrute de ese momento. Por ejemplo, una de las actividades más hermosas que tenemos al alcance de la mano y que está abandonada es la de escuchar música. No escuchar música caminando, o trabajando, o en el auto, o el subte, o mientras cenas con tu pareja o amigos. Escuchar música y nada más que escuchar música. Tirarse en un sillón, en la cama o en el piso, cerrar los ojos y escuchar la música, un sólo estímulo que nos obliga a concentrarnos en él, a vivir una experiencia improductiva, a animarnos a explorar algo nuevo y a sentir cosas que quizás nos generan cierta incomodidad. Como dice Dolina el esfuerzo de la mente y el corazón por apropiarse de lo que el músico quiso decir es lo que nos hace mejores, no haber escuchado el tema en cuestión.

Enfocarnos en ese proceso y no en el fin nos obliga a hacernos cargo que nos pasa en el durante, al no estar pensando en que cuando termine lo voy a compartir con alguien o me voy a sacar una foto mientras escucho, vivir ese momento nos obliga a nosotros también a elegir, a decidir qué nos gusta y qué no a riesgo de que a otros no les pase lo mismo y quedar afuera de ese grupo de pertenencia que tanto nos atrae.

Por suerte se ven cada vez más pequeños hechos que muestran que hay ciertos cambios en este comportamiento que nos viene atravesando hace algunos años: las nuevas generaciones postean cada vez menos sobre su vida privada, hay una vuelta al anonimato en internet que permite crear mundos nuevos y hay una ebullición del under musical y teatral que se aleja de los consumos FOBO. En el mainstream quizás el mejor ejemplo es la vuelta de Oasis y su gira mundial. Es llamativo y emocionante ver a miles de personas cantar todas las canciones de memoria y ver que la gran mayoría no saca el celular para filmar el momento sino que sencillamente se entrega.

Entonces, como dijo Dolina, quizás esas pastillas o inyecciones que nos aceleran el aprendizaje para poder decir hicimos algo “son quizás para aquellos que son incapaces de comprender que un libro es un placer”.

El autor es CEO de Be Influencers y miembro de la Comisión Directiva de Interact

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