En un mercado global cada vez más exigente, la ganadería argentina atraviesa un punto de inflexión que obliga a repensar estrategias. Los compradores internacionales —en especial los de mayor poder adquisitivo— demandan novillos más pesados, con mejor conformación de bife, más marmoleo y menos grasa de cobertura, mientras que las condiciones productivas locales imponen límites claros. Para sostener la competitividad, advierten los especialistas, ya no alcanza con producir volumen: la clave será combinar genética de precisión, eficiencia biológica y adaptación ambiental en los sistemas de cría y engorde.
“El costo más alto que tiene un productor es el pasto. Entonces, cuanto menos forraje consuma un animal para producir más kilos de carne, esa es la ecuación justa de equilibrio”, resumió el criador, cabañero y asesor ganadero Carlos Ojea Rullán, que estuvo en la Semana Angus en Cañuelas. Ese equilibrio consiste en articular tres factores: la eficiencia biológica de los animales, la capacidad productiva de cada región y las exigencias de los mercados de destino. En la práctica, esa búsqueda genera tensiones entre los distintos eslabones de la cadena.
“Los criadores, en general, se sienten más cómodos con animales moderados, bien adaptados a su zona, fértiles y que se preñan rápido. Pero después, la recría y el frigorífico piden animales con un poco más de desarrollo, con reses más largas y con mayor área de ojo de bife. Ahí aparece el tironeo”, explicó.
Si el criador selecciona animales demasiado grandes para buscar más kilos, aumenta la demanda nutricional del rodeo, lo que en zonas con recursos limitados puede comprometer la eficiencia reproductiva. Pero si se queda con animales demasiado moderados, corre el riesgo de producir novillos más livianos, con menor valorización en el mercado internacional. “El mundo ya no busca tanto un novillo de 340 o 350 kilos. Quiere animales más pesados, con una carcasa bien conformada y cortes premium”, puntualiza.
La estrategia que propone Ojea Rullán se basa en diseñar animales con curvas de crecimiento inteligentes. “Buscamos animales moderados al nacimiento, con una explosión fuerte hasta el destete y que mantengan ese ritmo hasta los 18 meses. A partir de ahí queremos que la curva se estabilice, para que el novillo pueda salir entre los 18 y 22 meses, sin pasar de los 24”, detalló.
Este enfoque permite mejorar la eficiencia sin comprometer la fertilidad: evita que el crecimiento posterior incremente el peso adulto de las vacas y, con ello, sus requerimientos nutricionales. “El desafío es lograr vacas adaptables y fértiles, pero que al mismo tiempo produzcan crías con el desarrollo suficiente para convertirse en novillos demandados internacionalmente”, resumió.
Según explicó, la receta para avanzar combina tres ejes centrales. Primero, una verdadera adaptación ambiental de las madres, para no incrementar costos en zonas limitadas. Segundo, curvas de crecimiento estratégicas, que permitan alcanzar el peso objetivo sin extender los ciclos productivos. Y tercero, una selección genética basada en datos, con mediciones objetivas de eficiencia de conversión y calidad de carne.
Este enfoque integral ya muestra resultados en los rodeos más avanzados. “En los últimos años se nota una mayor uniformidad entre los animales, especialmente en los planteles donde se invierte en genética. Ahí aparece el verdadero progreso: cuando las crías superan a sus progenitores”, afirmó Ojea Rullán.
También advirtió sobre el uso de herramientas de multiplicación genética, como la inseminación y los embriones. Estas tecnologías aceleran la mejora, pero también pueden amplificar errores si las decisiones no son correctas. “Si uno se equivoca en la elección genética, multiplica el error con la misma velocidad con la que podría haber avanzado. Por eso, hay que ser profesionales y cuidadosos: cada decisión genética debe ser un paso adelante, no un retroceso”, sostuvo.
“La clave es el equilibrio. Hay que encontrar el punto justo entre eficiencia, adaptación y mercado. Eso es lo que define la ganadería del futuro”, concluyó Ojea Rullán.
En la misma línea, Manuel López, asesor genético y jurado de larga trayectoria en la raza Angus, destacó la importancia de incorporar mediciones objetivas sobre el desempeño real de los animales. En los últimos años comenzaron a generalizarse las pruebas de eficiencia de conversión, que permiten saber con precisión cuánto alimento consume cada animal y cuántos kilos de carne produce en función de ese consumo. “Es un complemento perfecto de la evaluación genética. No alcanza con elegir toros por su fenotipo o por su genealogía: hoy necesitamos datos duros para identificar a los individuos realmente superiores”, explicó.
Estas mediciones se realizan con tecnología que identifica a cada animal mediante chips electrónicos y registra automáticamente cuánto forraje ingiere en cada visita al comedero. Paralelamente, se hacen pesajes periódicos que permiten calcular la eficiencia real. Hasta hace pocos años, detalló López, este tipo de evaluaciones solo se hacían en centros experimentales como el INTA. Actualmente, destacó, su avance en campos de producción y en establecimientos de punta está permitiendo reunir información como nunca antes para la ganadería argentina. “Si solo medís diez animales, la variabilidad es enorme y no podés sacar conclusiones firmes. Pero si lográs medir cientos o miles, la precisión genética mejora exponencialmente”, subrayó López.