Escrito en piedra

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Sería un anacronismo, pero es posible imaginar la escena: alguien abre el diario en la sección de Clasificados y en la columna de empleos ve un aviso. Buscan epitaforista. ¿Es esto la Antigua Roma, la Grecia clásica? De pronto, piden que alguien con facilidad para escribir epigramas y elegías acuda tal día, a una dirección determinada. Ofrecen remuneración. Y, finalmente, cuando llega el momento de la cita, solo un hombre se presenta.

Esa persona podría ser el protagonista de Toque de queda, la bella novela corta de Jesse Ball, que este invierno reeditó Sigilo (el sello da continuidad en el país a la obra del neoyorquino, que pasó por Buenos Aires hace un año). El joven de 29 años, llamado William Drysdale, era un buen violinista hasta que en la ciudad del estado totalitario donde vive prohibieron la música. Desde entonces, literalmente se gana la vida escribiendo frases que serán grabadas en piedra. Se entrevista todos los días con varios clientes –en verdad, clientes del cincelador para el que trabaja-, gente que está al borde de la muerte ajena –algo que abunda-, mientras su hija Molly, de 8 años, que es muda, inteligente y tierna, va a la escuela. Ellos tienen su propia rutina para ver con otros ojos la luz del día sobre las calles casi desiertas. En esta familia de tres, Luisa ahora no está, una vez no regresó, y es la razón de todo lo demás.

¿Existirá alguien así, que escuche atentamente un relato narrado al calor de la pérdida, que saque su libreta y el lápiz, y que en una, dos o tres líneas, devuelva la frase justa para conformar o incluso conmover a un deudo? ¿Quién pone hoy un epitafio en su tumba? ¿Ofrecen las funerarias, igual que los cajones, las flores y el café, estas frases a la carta? Cualquiera que alguna vez haya atravesado la traumática e impotente escena en la que un impávido comerciante te quiere vender el féretro para un ser amado no querrá que hagan lo mismo con las palabras (al menos no si, además de al muerto, este alguien ama las palabras).

En el libro, Drysdale es la mayoría de las veces poético (“Lisa Epstein/ 9 años, 24 días/ En nuestra calle, anochecía”), también sabe ser obediente y, cuando hay margen, innova con dos lápidas para el mismo difunto o alterando la fecha de un deceso para jugar con la cita que le entrega una viuda: “Murió antes de tiempo”. Siempre empático, inalterablemente gris y sin embargo tan luminoso.

En la vida real, el sarcasmo apuesta a todo o nada en la tumba de las personalidades más creativas. Del inusitado optimismo de Frank Sinatra que, como una de sus canciones más famosas, yace en el Desert Memorial Park de California junto al augurio “Lo mejor está por venir” al jocoso mensaje de Molière, “el rey de los actores/ en estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”. Le atribuyen estos versos al francés que, como Shakespeare, no quiso dejar este cabo suelto: “Bendecido sea el hombre que no moleste estas piedras/ Y que la maldición esté en el que mueva estos huesos”.

Vayamos a lo simple. Nombre, apellido y un par de fechas muchas veces bastan. “Con la ayuda de las tumbas podría escribirse la historia de la humanidad”, creía Viollet-le-Duc, arquitecto apasionado por la Edad Media, primer restaurador de Notre Dame de París.

Como los avisos clasificados del comienzo, reemplazados por LinkedIn y páginas de Internet, también los epitafios hoy son virtuales: será menos apetecible para un vándalo hackear un código QR sobre el mármol, pero difícilmente esos cuadraditos tengan el poder de las palabras para detener la marcha de un caminante entre las tumbas.

Última carta del largo epistolario que es la vida, ¿quién querría dejar librado al azar este destino? ¿Y si la decisión recae en el amigo equivocado y uno termina para la eternidad sepultado bajo la frase equivocada? Hay tarea para el hogar.

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