En una arbolada calle de Colegiales, cada mediodía los comensales hacen fila para conseguir mesa en Cantina Mandia, pequeño y joven restaurante abierto hace apenas dos años, que muestra detrás una herencia de décadas incrustada en su ADN porteño. Mandia es el apellido de María Eugenia y de Franca, hermanas y socias al frente de un lugar que reivindica la vieja gastronomía porteña, esa cocina conformada por platos que son parte de la memoria popular. En el pequeño salón un mostrador exhibe ciambotta, caponata y porotos en escabeche. Al fondo se ve un precioso patio y se suman unas pocas mesas en la vereda, si el clima lo permite. “Es un proyecto muy personal, una continuación de un legado familiar que quiere ser parte de la vida de este barrio, ofreciendo comida rica y reconfortante. Acá vienen muchas personas que me cuentan anécdotas de cuando comían en el restaurante de mis abuelos [fundadores de Don Carlos y Luigi]. Me gustaría que algún día nuestros propios clientes día tengan recuerdos así, de lo que vivieron en Cantina Mandia”, explica María Eugenia.
–Ustedes vienen de una familia gastronómica… ¿Siempre supieron que iban a trabajar de esto?
María Eugenia: –No, para nada. La pasión por la comida sí la aprendimos de nuestros nonnos, de nuestros padres. Pero en mi caso, por ejemplo, yo estudié Administración de empresas, la cocina era solo un hobby. Trabajé por 12 años en Sistemas, en un momento, por cuestiones familiares, renuncié. Me puse a estudiar gastronomía en el IAG, y empecé a cocinar en casa, buscando organizar mis horarios con ser madre, preparando viandas y eventos de catering. Luego hablé con Franca, con la idea de armar una rotisería.
Franca: –Yo estaba recién mudada a Colegiales, nos gustaba mucho el barrio, y encontramos este local hermoso. Pero como resultó más grande de lo que imaginábamos, decidimos convertirlo en una cantina.
–¿Por qué una cantina y no un restaurante más contemporáneo?
Franca: –Es algo que teníamos grabado en nuestra historia. Cuando pensábamos la cocina del lugar, no nos podíamos sacar de la cabeza a Pina, a nuestra nonna, que hoy tiene 94 años, y que cuando éramos chicos nos amasaba unos fusilli deliciosos. Es lo que habíamos vivido en nuestra infancia. Esa sensación familiar nos trajo a este lugar.
–¿Y cómo es esa historia familiar?
María Eugenia: –Todo empezó con Carlos, el papá de nuestra nonna. Ellos eran de Sicignano degli Alburni, un pueblo al sur de Italia. Cuando llegaron a la Argentina, en los años 50, mi nonna empezó a cocinar en un restaurante en Almagro, un lugar abierto por otros inmigrantes italianos. El tipo de restaurante que estaba de moda era así, lugares como La cantina de David, La cantina de Arnoldo, todos inmigrantes italianos, todos amigos del mismo pueblo. Mi nonno, Luigi, era zapatero y trabajaba en una fábrica de flanes. La familia logró juntar así algo de plata y terminaron abriendo Don Carlos, en Billinghurst y Valentín Gomez, un lugar pensado para dar de comer a los obreros y peones del mercado de Abasto.
–¿Llegaron a conocer Don Carlos?
María Eugenia: –No, lo vendieron en los años 70, no habíamos nacido. Tras vender el fondo de comercio, nuestros abuelos abrieron otro restaurante, Luigi, el nombre del nonno. Era un local chiquito que se llenaba enseguida, estaba en Anchorena y Av. Córdoba o por de ahí. Después se mudaron al segundo Lugi, mucho más grande, enorme, incluso con su propia playa de estacionamiento. En un buen día pasaban por ahí más de 1000 personas. Ese local sí que lo conocímos, ahí estaban los nonnos, papá y mamá.
–¿Qué recuerdos les quedaron de Luigi?
María Eugenia: –Me acuerdo estar en la cocina cuando mi nonna cocinaba. A veces mi papá me dejaba quedarme con él mientras trabajaba de noche, y para mí era el mejor plan del mundo, me quedaba despierta hasta las 3 de la mañana, el lugar repleto de gente. Era como una fiesta.
–¿Toda la familia cocinaba?
Franca: –Las que cocinaban eran las mujeres, ellas hacían la producción de día. El nonno vestía de chaleco y camisa de seda, papá y nuestro tío estaban en el salón. Nosotros ibamos siempre en horarios en que el restaurante estaba más tranquilo, no se nos ocurría ocupar una mesa con el lugar lleno, la prioridad eran siempre los que pagaban la cuenta.
María Eugenia: –Yo tenía mis platos favoritos que pedía sin parar, como una fijación. Durante un año me la pasé comiendo berenjenas a la parmesana, después pasé a la saltimboca a la romana, más tarde el matambrito a la Nerone, que venía con mucho limón y papas pai.
–¿Y las pastas de la abuela?
María Eugenia: –Prefería no pedirlas, porque las que hacían en Luigi no eran iguales a las que nuestra nonna hacía en su casa. En especial los ñoquis, mi abuela en su casa los hacía solo de masa, sin papa ni ricota, amasando con agua hirviendo, y me encantaban. Hoy ofrecemos esos mismos ñoquis todos los 29 del mes.
–Luigi se convirtió en un ícono de Buenos Aires…
Franca: –Sí, pero no era un lugar coqueto donde iba la gente famosa, sino que era más popular. Aunque el nonno decía que éramos un “ristorante” y no una cantina… Era el tipo de lugar que había en Buenos Aires en esos años, con una carta kilométrica de cocina internacional, con bife de chorizo a la parrilla, Suprema Maryland, alitas de pollo a la calabresa, cazuelas.
–Parecían destinadas a seguir el camino de ellos, ¿por qué tardaron tanto?
María Eugenia: –Papá falleció cuando yo tenía 15, eso cambió un poco el nexo que teníamos con la cantina. A la vez, era un lugar con una cultura muy armada, donde la mayoría de los que trabajaban eran hombres grandes, no nos estaban esperando. Por eso me sorprendí mucho cuando empecé a armar Cantina Mandia, no imaginaba tener un lugar como este, pero es lo que nos salió, seguir los mismos pasos del nonno, de la nonna, de papá.
–¿Ven un resurgimiento de cantinas y bodegones en Buenos Aires?
Franca: –Sí, incluso cuando vimos que había como una moda, dudamos en ponerle Cantina en el nombre. De todas formas, al final entendimos que la carga emocional de la palabra cantina era muy fuerte.
–¿Qué plato de la carta de Mandia es herencia directa de esta historia familiar?
María Eugenia: –Los fusilli. Cuando abrimos, supe que los fusilli iban a estar siempre en la carta. Incluso estaba convencida de que nunca iba a modificar la receta. Hoy admito que me traicioné, porque la cambiamos un poco. Siempre estamos aprendiendo, intentando mejorar. Mi nonna hacía los fusilli con harina de trigo común, nosotros ahora usamos una sémola rimacinata, y salen incluso mejor. Es un cambio que tiene sentido.
–¿Qué otros cambios hicieron respecto a las cantinas de antes?
Franca: –Hay decisiones que tienen que ver con cómo entendemos la cocina hoy. Preferimos tener una carta más corta, dándole importancia a los productos de estación. Nadie quiere comer una lasagna un día con 40°C. Y es más rico una burrata con espárragos, ahora que es temporada de espárragos. Y en verano aparecen los mejores tomates.
–Tienen una carta de vinos muy ecléctica, con bodegas típicas de bodegón y otras muy modernas…
Franca: –Nos encanta. La carta la hizo Eleonora Jezzi, la dueña de Pain et vin. Tenemos clientes muy distintos, en edaes, ideas, gustos. Con los vinos buscamos replicar eso, en un rango de precio posible. Tenemos un Rincón Famoso o el torrontés de Etchart Privado, y también un Stella Crinita natural. Y es genial porque de pronto ves una mesa con chicos de 20 años tomando un Etchart Privado y en otra hay un señor de 80 tomando un vino biodinámico.
–¿Ya son una cantina como las de antes?
María Eugenia: –Lo más lindo de esas viejas cantinas es lo que fueron construyendo en el tiempo. Nos faltan años para que vengan los hijos de los actuales comensales y nos cuenten: “Acá festejé mi décimo cumpleaños”. De eso se trata, de ser parte de la vida de nuestros clientes.