Proteger a Milei de sí mismo

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La Argentina política es un país extraño. Aquí, bajo la luz de estas crueles provincias, todas las categorías conceptuales al uso han sido desvirtuadas por el devenir de la historia. Las palabras ya no nombran las cosas. Tenemos, en un extremo, un “progresismo” reaccionario que nace como último brote de un partido de orígenes fascistas. En el otro, una reacción libertaria instalada a la derecha de la derecha que entona loas a la libertad, pero detesta toda libertad que no sea la del mercado. Nada es lo que parece, y las apariencias son tan insólitas que tendemos a desestimarlas para imprimirle a los hechos el propio deseo, la propia expectativa. No vemos lo que hay, sino lo que queremos ver, y así votamos: pasamos de un extremo al otro, y eso no es raro, porque ambos están unidos entre sí por un sordo resentimiento nacido de frustraciones que han tocado fondo. El odio, así, se retroalimenta viajando de una orilla a la de enfrente, en medio de una lucha en la que los políticos de ambas fuerzas tienen como objetivo declarado la mutua destrucción, cuando en verdad la supervivencia de uno depende de que el otro se mantenga con vida, porque la extinción de cualquiera de ellos condenaría a su némesis a la inexistencia.

Es una guerra absurda, alimentada por el vale todo de las redes, cuya lógica necia y banal se derramó a buena parte de los medios tradicionales. No se combate al odio con odio. En el fondo, ambos extremos proponen llegar al mismo sitio por diferentes caminos, a juzgar por lo que han hecho o intentan hacer sus líderes máximos en la cima del poder: acallar las voces críticas, buscar la hegemonía e imponer un pensamiento único a fin de “redimir” a la sociedad, ya sea desde el culto al caudillo iluminado o desde la veneración del dios mercado. En los dos casos, el Estado, que debería ser el garante de los derechos individuales y sociales, así como de la aplicación de la ley, se ve atacado. Unos pervierten su finalidad y, mientras lo saquean, lo usan como arma para someter todo signo opositor. Los otros se declaran topos que han llegado para destruirlo desde adentro, aunque parece que algunos de ellos tampoco se privan del gran deporte nacional del curro. Y la que paga es la pobre gente.

Mauricio Macri entra y sale de la órbita libertaria, que lo repele cada vez que lo atrae

El peronismo ha obturado el desarrollo de una izquierda coherente y democrática. Los altos mandos libertarios, en su hasta aquí infructuoso afán de monopolizar el espacio de la derecha, parecen empeñados en un esfuerzo simétrico: deglutirse cualquier expresión de una derecha democrática. Los que se resisten a entrar en el campo gravitatorio de estos dos extremos enfrentados –los que están más o menos en el centro, digamos- andan dispersos por el espacio sin encontrar todavía un planeta donde hacer pie y armar campamento. Hace diez años estas fuerzas estaban unidas en una coalición que logró ganar las elecciones y completar el mandato, pese a que recibió descargas de artillería pesada. Entregó el poder maltrecha, no solo por los misiles enemigos, sino también por la falta de cohesión interna, producto de desinteligencias y mezquindades varias. Ya fracturada, el tiro de gracia sobrevino cuando un UFO que cayó del cielo impactó de lleno en ella. Hoy los fragmentos de esa coalición pasajera andan sueltos, a la deriva en el espacio sideral, atomizados en partículas cada vez más pequeñas e ingrávidas. No se descarta que puedan volver a encontrarse y generar masa.

Mauricio Macri, con parte del Pro detrás, es uno de esos satélites de rumbo errático. Entra y sale de la órbita libertaria, que lo repele cada vez que lo atrae. Javier Milei no consigue absorberlo, como hizo con dos estrellas fugaces, Santilli y Ritondo. A estas alturas, parece claro que Milei y Macri, más allá de coincidir en objetivos macroeconómicos, no miran hacia la misma dirección. El expresidente es un político pragmático; al presidente actual, en cambio, lo mueve la ideología. Una ideología fundamentalista, además. El libertarianismo no es un liberalismo. Un Estado eficiente, que cumple con sus funciones básicas, aun reducido a su mínima expresión, no es lo mismo que un Estado inexistente. Para el libertario extremo, cuanto menos Estado, más libertad (entendida en sus propios términos). Aunque lo del topo destructor sea una bravuconada tribunera, y ni sueñe con acabar con el Estado durante su presidencia, Milei participa en cuerpo y alma de esa creencia libertaria y es un sacerdote de esa religión laica. Es su modo de entender no solo la política, sino la existencia. No debería sorprender que quien considera aberrante el concepto de justicia social vete el financiamiento educativo o la asistencia a los discapacitados por considerarlos, desde su lupa ideológica, injustos.

Por su naturaleza confrontativa, en honor a la pureza o por ambas cosas, Milei ha rechazado cualquier tipo de alianza. Junto con fríos estrategas, entusiastas de vuelo bajo y fundamentalistas exaltados, el Gobierno cuenta con algunos funcionarios moderados. Acaso tengan la llave para cortar la cadena de desgracias que viene desgastando al oficialismo. Tendrán que reconstruir puentes rotos. Hablar tanto con su jefe como con aquellos que han querido ayudar. Y estos, empezando por Macri, deberán imponer condiciones que apunten a encauzar los despistes de Milei. ¿Las aceptaría el libertario? Difícil. Pero quizá no exista otro modo de ayudar al Presidente -y al país- que protegiéndolo de sí mismo.

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