Desde la Ilustración en adelante, el progreso funcionó como el credo secular de Occidente. Durante siglos, nuestras sociedades se definieron por la convicción de que el futuro debía eclipsar al presente, al igual que el presente superaba al pasado. Esa fe optimista no era meramente cultural o institucional, sino que lo abarcaba todo: todo iba a mejorar. En esta forma de pensar, no había lugar para la pérdida.
Hoy en día, esa creencia civilizatoria se encuentra profundamente amenazada. La pérdida se ha convertido en una condición omnipresente de la vida en Europa y América. Configura el horizonte colectivo con más insistencia que en cualquier otro momento desde 1945, extendiéndose a la corriente principal de la vida política, intelectual y cotidiana. La cuestión ya no es si se puede evitar la pérdida, sino si las sociedades cuya imaginación está ligada a “mejor” y “más” pueden aprender a soportar “menos” y “peor”. La respuesta a esa pregunta determinará la trayectoria del siglo XXI.
La pérdida más dramática es la medioambiental. El aumento de las temperaturas, los fenómenos meteorológicos extremos, la desaparición de hábitats y la ruina de regiones enteras están erosionando las condiciones de vida tanto de los seres humanos como de los no humanos. Aún más amenazante que el daño actual es la anticipación de la devastación futura, lo que se ha denominado acertadamente “dolor climático”. Es más, las propias estrategias de mitigación prometen pérdidas: un alejamiento del estilo de vida orientado al consumo del siglo XX, que en su día se celebró como el sello distintivo del progreso moderno.
Los cambios económicos también han traído consigo pérdidas. Regiones enteras que en su día se caracterizaban por la prosperidad —el cinturón industrial de Estados Unidos, los yacimientos de carbón del norte de Inglaterra, las pequeñas ciudades de Francia, el este de Alemania— se encuentran ahora en declive. El optimismo de mediados del siglo XX, cuando la movilidad ascendente parecía lo natural, ha resultado ser excepcional más que habitual. Al final, fue un interludio histórico. La desindustrialización y la competencia global han fracturado las sociedades en ganadores y perdedores, y grandes segmentos de la clase media han visto cómo se erosionaba su seguridad.
Europa, por su parte, se ha convertido en un continente envejecido. La evolución demográfica ha dado lugar a un aumento constante de la proporción de la población que alcanza la edad de jubilación, mientras que la proporción de cohortes más jóvenes sigue disminuyendo. Junto con la pérdida de la sensación de optimismo, la vejez enfrenta a una gran parte de la población —y a sus familias— a experiencias viscerales de pérdida. Algunas zonas rurales, que sufren un fuerte descenso de la población, se han convertido en reductos de personas mayores.
En toda Europa y América, las infraestructuras públicas se han debilitado. Los sistemas educativos de Estados Unidos, los servicios sanitarios de Gran Bretaña y las redes de transporte de Alemania se han visto sometidos a una gran presión, lo que ha alimentado las dudas sobre la capacidad de la democracia liberal para sostenerse. La escasez de viviendas y la grotesca dinámica de los precios, especialmente en las áreas metropolitanas, producen una gran inseguridad y temores de movilidad descendente en gran parte de la clase media.
Y luego están los retrocesos de la geopolítica. La expectativa posterior a la Guerra Fría de que la democracia liberal y la globalización avanzarían sin obstáculos se ha derrumbado. La guerra de Rusia en Ucrania, la asertividad autoritaria de China y el retroceso de las instituciones multilaterales son señales de la erosión de un orden liberal que antes se consideraba irreversible. Se avecina una sensación de reversión histórica: en lugar de una democratización continua, un retorno de la rivalidad y la violencia. Esto también se experimenta como una pérdida, no de bienes materiales, sino de confianza y seguridad.
La pérdida, por supuesto, no es nueva en la modernidad. Sin embargo, no encaja bien con el espíritu moderno, que asume el dinamismo y la mejora. La religión secular moderna del progreso tiende a excomulgar los sentimientos de pérdida. La ciencia, la tecnología y el capitalismo presuponen una innovación y un crecimiento constantes; la política liberal promete un bienestar cada vez mayor; la vida de la clase media se basa en las expectativas de un aumento del nivel de vida y una mayor realización personal. El ideal de la sociedad moderna es la libertad frente a la pérdida. Esta negación es la mentira fundamental de la modernidad occidental.
Sin embargo, tal ocultación se ha vuelto imposible. Las pérdidas se multiplican y atraen la atención, mientras que la fe en el progreso se tambalea. Una vez que las sociedades dejan de creer que el futuro será inevitablemente mejor, las pérdidas parecen más graves. No hay garantía de que sean meros episodios transitorios; pronto comienzan a parecer irreversibles. Esto constituye la base de la crisis actual. Dado que la experiencia de la pérdida contradice la promesa moderna de un progreso sin fin, prevalece un sentimiento general de agravio.
En este contexto, el auge del populismo de derecha tiene sentido. La política populista, ya sea en Europa o en América, apela a los temores del declive y promete la restauración: “Recuperar el control” o “Hacer que América vuelva a ser grande”. El populismo canaliza la ira por lo que ha desaparecido, pero solo ofrece ilusiones de recuperación. La pregunta crucial entonces es: ¿cómo lidiar con la pérdida? ¿Existe una alternativa tanto a la política populista como a la creencia ingenua en el progreso?
Una respuesta es la política de la resiliencia. Esta estrategia parte de la premisa de que, si bien no se pueden evitar los acontecimientos negativos, es posible lograr una protección relativa. El objetivo es fortalecer las sociedades para que sean menos vulnerables: fortificar los sistemas de salud, garantizar la seguridad mundial, estabilizar los mercados inmobiliarios y defender las instituciones de la propia democracia liberal. Una política de resiliencia acepta las pérdidas, pero trata de proteger a las sociedades de al menos algunas de ellas.
Una segunda estrategia es la revalorización de la pérdida como ganancia potencial. Ha surgido la idea, especialmente en los círculos ecológicos, de que ciertas pérdidas pueden liberar en lugar de empobrecer. ¿Era el estilo de vida impulsado por los combustibles fósiles un verdadero progreso o un callejón sin salida de destrucción disfrazado de avance? ¿Podría su abandono permitir formas de vida más ricas, menos frenéticas y más sostenibles? Aquí no se rechaza el progreso, sino que se redefine, se traslada a nuevas coordenadas de bienestar y sostenibilidad.
Una tercera estrategia se refiere a la relación entre ganadores y perdedores en las sociedades occidentales. Si las pérdidas económicas y ecológicas se acumulan principalmente entre ciertos grupos —los pobres, los menos educados, los periféricos— mientras que otros permanecen aislados, surgen problemas profundos. La redistribución tanto de las ganancias como de las pérdidas se convierte, por una cuestión de justicia, en algo necesario. Esto es, al menos en cierta medida, una tarea política.
Aun así, la resiliencia, la redefinición y la redistribución no pueden abolir por completo las pérdidas. La modernidad industrial y la sociedad homogénea de clase media de los años cincuenta y sesenta han desaparecido para siempre. No hay vuelta al mundo anterior al cambio climático, ni al orden unipolar de dominio occidental de los años noventa.
Por lo tanto, debe haber una estrategia definitiva: el reconocimiento y la integración. Tomando prestado de la psicoterapia, este enfoque insiste en que la pérdida no debe negarse ni absolutizarse. La negación produce represión y resentimiento; la fijación paraliza. La integración significa entretejer la pérdida en las historias de vida individuales y las narrativas colectivas, haciéndola soportable sin trivializarla.
Para la democracia liberal, las implicaciones son decisivas. Si la política sigue prometiendo mejoras infinitas, alimentará la desilusión y reforzará los populismos que se nutren de las expectativas traicionadas. Pero si las democracias aprenden a articular una narrativa más ambivalente, que reconozca la pérdida, afronte la vulnerabilidad, redefina el progreso y persiga la resiliencia, paradójicamente podrán renovarse.
Afrontar la verdad con los ojos abiertos, aceptar la fragilidad e incorporar la pérdida en la imaginación democrática podría ser, de hecho, la condición previa para su vitalidad. Si alguna vez soñamos con abolir la pérdida, ahora debemos aprender a convivir con ella. Si lo logramos, supondría un paso hacia la madurez. Y eso podría convertirse en una forma más profunda de progreso.
*El Dr. Reckwitz es sociólogo y autor de un libro sobre la pérdida y la modernidad. Escribió desde Berlín.
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