La primera vez que Sandra escuchó hablar de la Argentina fue en la clase de Geografía, sentada en el aula de un colegio ubicado en un rincón casi escondido de Alemania. Estudiaron acerca de La Patagonia, quedó fascinada y apenas terminó la lección corrió hasta la biblioteca para investigar todo acerca de ese país tan al sur del mundo. Vio imágenes de las Cataratas del Iguazú, postales del norte argentino y de ballenas luciéndose entre glaciares.
En la clase siguiente, el profesor volvió a mencionar el país austral con entusiasmo, para luego informar que la institución tenía vacantes para aquellos que desearan realizar un intercambio en suelo argentino.
“¡Me anoté sin pensarlo!”, recuerda Sandra hoy con mucho entusiasmo y en un español pausado. “Por fortuna, venía estudiando castellano hacía un par de años y mis padres me apoyaron en todo momento”.
Un baldazo de agua fría: “Evidentemente no estaba teniendo la experiencia social típica del país”
Buenos Aires se parece a París, le dijo Sandra a su madre al día siguiente de su llegada, allá por el año 99. Durante los primeros días, ocupada por el estudio obligatorio y las emociones de ser una extraña entre estudiantes de 17 años, no divisó más que las calles y los barrios en el camino al colegio. Los alumnos de su nueva escuela, por otro lado, eran bastante irritantes: “Manejaban un humor que no entendía y se burlaban constantemente de lo que tenía puesto”.
Se alojaba en la casa de una chica con la que no compartía división y que no tenía interés en conversar demasiado con ella. Sandra comprendió tiempo después de que nunca había sentido demasiado entusiasmo por recibir a nadie en su casa, solo lo había aceptado para luego poder viajar ella a Alemania: `Su plan es ir lo menos posible a clase y tratar de viajar lo más posible por Europa´, le reveló una compañera de su mismo curso.
Aislada y perdida, Sandra se dedicó por aquellos tiempos a escribir cartas a sus seres queridos y a tachar los días que marcaban el inicio de sus viajes por la Argentina. Y justo un día antes de emprender su aventura por Península Valdés, una chica del curso, Verónica, se acercó para invitarla, esa noche, a una fiesta en la casa de Matías: `Va estar buenísimo porque los padres se fueron de viaje´.
“Llegué muy nerviosa”, rememora Sandra. “Tengo que aclarar que mi intercambio era con un colegio alemán en Argentina, por lo que evidentemente no estaba teniendo la experiencia social típica del país, a pesar de que allí asistían varios argentinos que no tenían ascendencia alemana. En fin, hacer amigos estaba resultando complejo. Pero todo cambió ese día, cuando uno de mis compañeros de clase se burló, una vez más, de lo que tenía puesto”.
Una fiesta, un salvador y una promesa
`¿Todos se visten como payasos en Alemania?´ Sandra ya conocía de memoria esa voz con aires de superioridad, la de Martín y su séquito de aplaudidores. Fiel a su estilo, lo ignoró. Ya no estaba sola, Verónica la acompañaba, y en ella encontró a su primera amiga en una experiencia que poco a poco estaba cambiando de panorama: `No quiero que te lleves una mala impresión de Argentina´, le dijo Verónica. `No le des bola a Martín´.
A pesar de la indiferencia de Sandra, Martín insistió: `Me contaron que el fin de semana que viene hay una convención de payasos, ¿no querés anotarte?´ La chica alemana se puso colorada y tragó sus lágrimas, y justo cuando sintió que ya era tiempo de dejar su estoicismo de lado, otra voz masculina quebró la atmósfera: `Che Martín, ¿no podrías disimular un poco tu sentimiento de inferioridad?´
La cara de Martín quedó en el recuerdo de varios por mucho tiempo. Con un rostro casi bordó se abalanzó sobre su contrincante, pero de inmediato fue detenido por el dueño de casa, Matías y su grupo de amigos: “No sé bien cómo fue, pero lo echaron de la fiesta. El séquito ni se inmutó”.
`Me llamo Juan, espero que estar entre nosotros no te esté dando dolor de cabeza´, le dijo el salvador a Sandra. Ella, por supuesto, lo había visto en el colegio, le había parecido muy lindo, pero hasta entonces ni siquiera habían intercambiado un hola. Esa noche se contaron su vida entera y se despidieron con una promesa: `cuando vuelvas de viaje por el sur, te muestro los lugares de la ciudad que valen la pena´.
Argentina inolvidable
La promesa fue cumplida. Sandra volvió del sur enamorada de Argentina. Había visto las ballenas, pero también había compartido la mesa con hombres y mujeres locales, había probado mate en un lago al pie de una montaña, charlado con lugareños que le contaron acerca de tradiciones y cuentos con sabor a leyendas. Todavía quedaba el viaje al norte al mes siguiente, pero entre medio llegó Buenos Aires. La bella, la que había permanecido oculta hasta entonces.
Con Juan caminó por La Boca y se perdió por las callecitas de San Telmo, donde disfrutaron por horas la cacería de antigüedades, una debilidad que descubrieron que ambos compartían. Pasearon por La Recoleta y se tiraron cara al sol en Plaza Francia y disfrutaron de los artistas callejeros, en especial de los artistas circenses, un emblema de los noventa.
“No faltaron las caminatas por Libertador y el bajo de San Isidro, cerca del colegio, y el paseo por Tigre y el Delta”, cuenta Sandra. “Pero el mejor día llegó justo cuando faltaban dos semanas para volverme a Alemania. El día del beso”.
Una nueva promesa y dos amores
Fueron dos semanas que hoy Sandra conserva como uno de sus mayores tesoros. El idilio fue puro e intenso. Se besaron como lo hacen los enamorados y vivieron un presente, donde el pasado y el futuro parecían inexistentes. Caminaron de la mano, compartieron secretos y hablaron de sueños, no de proyectos. De búsquedas del alma, no de metas ni deberes. Si hubiera creído en las almas gemelas, Sandra diría que encontró una en su vida.
La despedida fue dura y trajo una nueva promesa: `Voy a volver y, mientras tanto, podemos escribirnos´. Ambas promesas fueron cumplidas y, hasta hoy, tantas décadas después, los antiguos enamorados siguen en contacto. Lo que sucedió en el medio no viene al caso.
De aquel viaje que comenzó con un sabor amargo, Sandra suele decir que regresó a su tierra “con dos amores”: un chico llamado Juan, y la Argentina.