Para quienes lo miraron por TV, el acto libertario del lunes despertó sorpresa y estupor. La sensación de los que siguieron desde afuera esa misa laica con pirotecnia y show musical fue que el Gobierno montó una fiesta freak en momentos en que el país que tiene a cargo pendía de un hilo. Algunos señalaron que el acto había sido pensado para un contexto muy distinto, en el que un oficialismo en alza podía presumir de sus logros económicos. De hecho, y como es costumbre, Javier Milei presentaría a la concurrencia su nuevo libro, cuyo título, La construcción del milagro, sintonizaba con el espíritu autocelebratorio tan propio de los libertarios. Las zozobras económicas, sumadas a la cadena de errores y escándalos en la que se precipitó el oficialismo, cambiaron drásticamente el clima. Sin embargo, como esas fiestas de casamiento que no se suspenden por lluvia, el acto se hizo igual. Afuera, el temporal. Adentro, libertarios celebrando.
Ya saben lo que pasó adentro. Si no, con mirar un rato basta. En el centro de la escena, enfundado en una campera negra, el Presidente canta y se contorsiona. Vocifera “Toda la casta es de mi apetito” como un autopercibido Mick Jagger mientras se alzan lenguas de fuego y en la pantalla se suceden imágenes de destrucción (uno imagina que destruyen obstáculos que se oponen a la libertad de los libertarios). Todo envuelto en la masa sonora que generan la banda, el coro y una multitud que participa del rito con gritos que nutren la energía del oficiante, en un espiral que alcanza altura de trance.
Durante acto Milei estuvo a salvo de una realidad que, fuera del teatro, no acaba de obedecerle
A veinte días de las elecciones legislativas, se discutió después el efecto que ese acto desorbitado celebrado a destiempo tendría sobre los votantes: si había logrado restaurar la confianza de los fieles, si ahuyentaría el apoyo de los ciudadanos que dudan, si beneficiaba a un peronismo que, en la otra orilla, guarda silencio y esconde candidatos que fueron artífices de la debacle y esperan volver a lo suyo… Difícil saberlo. Todo es posible en un mundo en que, hasta ayer, Donald Trump candidateaba para el Nobel de la Paz. De todos modos, la especulación electoral resulta menos interesante que la posibilidad de observar el acto libertario como una suerte de materialización de la forma en que el Presidente ve el mundo, o de la forma en que aspira a verlo. Una extensión en realidad virtual (una puesta en escena, en suma) de la mente libertaria.
El Movistar Arena fue el lunes un refugio. Primero, para el propio Milei. El rito es una forma de llegar, desde este plano material y a través de una serie de actos consagrados, a una dimensión ulterior, eterna. En el espacio cerrado de la sala, a Milei le construyeron su propio paraíso. Ideal, fuera del tiempo, inmaculado. Se ubicó en el centro y todo gravitó alrededor suyo como si fuera el Creador, que todo lo sostiene con su mirada. Estuvo, durante la ceremonia, a salvo de una realidad que, a la intemperie, fuera del teatro, no acaba de obedecerle. Allí en cambio estaba en su mundo. Que no es otra cosa que una proyección de su mente. Y dentro de ese mundo, fraguado a partir del relato libertario, todo vuelve a adquirir sentido. Tanto para él, pues dentro de la lógica que allí impera es capaz de explicar lo inexplicable, como para sus fieles.
Parece un orden que replica la estética y el lenguaje de los videojuegos, en especial de aquellos concebidos a partir de la lucha entre el bien y el mal. Allí, principios e ideas simples tienen su correlato simbólico en imágenes impactantes que estimulan las pasiones. Me impresionó el modo en que se buscaba alimentar una épica de combate a partir de escenas proyectadas en pantalla gigante cuyo denominador común era la violencia.
Aquello fue, en suma, un intento de volver a las fuentes. Porque lo que Milei le ofreció en 2023 a una sociedad apaleada, descreída de todo y muy enojada, fue un nuevo sentido cuando el anterior se había hecho añicos. Lo construyó tal como construyen sentido los populistas, a través de un relato –el sentido precisa de la narrativa- que se apoya en emociones negativas, promueve un sentimiento de victimización y demoniza a un enemigo -causante de todos los males- cuya eliminación permitirá aplicar sobre las heridas el bálsamo de la propia idea, verdad revelada que llevará la redención a los sedientos. “Si queremos entender la política moderna, tenemos que olvidarnos de que los movimientos seculares y los religiosos son opuestos”, escribió el ensayista británico John Gray. En estos tiempos de falsos profetas, parece, la cuestión es dónde depositar la fe.
Muchos dijeron que el acto libertario reflejó la distancia que el Gobierno mantiene con los problemas concretos de la sociedad. Es posible. Pero más preocupante sería que el Presidente volviera a sus tareas en la Casa Rosada con una visión del mundo, del mundo real, igual a la que montaron en su homenaje los organizadores del evento libertario de esta semana. Que se la lleve, así tal cual, del Arena a Olivos.
Todos tienen derecho a celebrar su fiesta. A cantar y a bailar. También, a embriagarse en un desborde dionisíaco que acaso fortalezca los lazos de la tribu. Pero es preciso saber, cuando se apaga la música, cuando se vislumbran las primeras luces de un amanecer impiadoso y se adivina el efecto de la resaca (cuando bajamos la cuesta, diría Serrat), que acabó la fiesta. Y, sobre todo, que la realidad es otra cosa.