Wish You Were Here, el disco de amor y pérdida con el que Pink Floyd evidenció un conflicto y despidió a uno de sus miembros

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Tras el éxito descomunal de The Dark Side of the Moon, Pink Floyd se enfrentó al dilema que atormenta a muchos artistas con un triunfo de esas características planetarias: ¿Qué hacer después de alcanzar la perfección?

El 28 de marzo de 1973, El lado oscuro de la Luna había ingresado al número uno de las listas de ventas estadounidenses, algo a lo que anteriormente Pink Floyd (ese “extraño grupo de experimentales músicos ingleses”) nunca se había ni acercado. El disco se convirtió en un fenómeno de masas y barrió records de venta y de duración en los charts (donde permaneció nada menos que 700 semanas).

Después de tantos años de búsqueda y cambios, aquel álbum los había convertido en multimillonarios y en íconos culturales, pero también había sembrado el germen de la distancia, del desgaste interno y de una insatisfacción que Roger Waters pronto transformaría en motor creativo.

Pink Floyd en tiempos de Wish you Were Here, a mediados de los años 70

De esa tensión nació Wish You Were Here (1975), un disco tan introspectivo como melancólico, atravesado por la sensación de vacío que deja el éxito y por la sombra siempre presente de Syd Barrett, el miembro fundador que se había perdido en el laberinto de su propia mente. Waters comentó por entonces: “Cuando triunfás, todos creen que todo va a salir bien… Y en el fondo sabes que no es así”.

La desilusión resultaba paradójica: The Dark Side of the Moon había alcanzado el número uno en Inglaterra y Estados Unidos, y Pink Floyd parecía haber tocado el cielo. Pero dentro del grupo, el clima era otro: la comunicación se había vuelto distante y el proceso creativo, cada vez más arduo. El equilibrio interno comenzaba a resquebrajarse anticipando lo que luego se convertiría en un liderazgo casi tiránico de Waters sobre el resto de sus compañeros de banda.

A fines de 1973, el cuarteto regresó a los estudios Abbey Road para iniciar un nuevo proyecto. Intentaron retomar un viejo experimento: hacer música con objetos comunes -bandas elásticas, copas de vino, rollos de cinta adhesiva- en lugar de instrumentos, cuyo nombre tentativo sería “Household objects”. Aquello no prosperó, pero un sonido en particular, el tono cristalino que surgía al frotar el borde de una copa de vino, se convertiría en el punto de partida de “Shine On You Crazy Diamond”, la pieza central del álbum.

Durante 1974, Floyd ensayó intensamente en un local de King’s Cross y probó en vivo nuevo material. Entre esas canciones estaban “You’ve Got to Be Crazy” y “Raving and Drooling”, dos furiosas críticas a la industria musical que más tarde mutarían en “Dogs” y “Sheep”, incluidas en Animals (1977).

De nuevo en estudios

En la primavera de 1975, con el álbum ya bastante avanzado, Pink Floyd volvió a Abbey Road acompañado por un equipo de lujo: el ingeniero Brian Humphries, las coristas Carlena Williams y Venetta Fields, y el saxofonista Dick Parry, viejo amigo de la banda. Fue allí donde ocurrió uno de los episodios más conmovedores de la historia del rock: la inesperada visita de Syd Barrett.

El ex Pink Floyd Syd Barrett

Según cuentan los testigos, Floyd estaba grabando justamente “Shine On You Crazy Diamond” —la canción que le rendía tributo— cuando Barrett apareció sin aviso. Estaba irreconocible: con la cabeza completamente rapada, con sobrepeso, y llevando una bolsa de supermercado. Algunos lo vieron limpiándose los dientes una y otra vez; otros recordaron que preguntó cuándo le tocaba tocar su parte. Richard Wright relató: “Syd se levantó y dijo: ‘Bien, ¿cuándo me pongo a tocar la guitarra?’… Pero no tenía ninguna guitarra con él”. El impacto fue enorme. Aquella aparición casi espectral parecía cerrar un círculo: el grupo cantaba sobre su amigo perdido, y ese mismo amigo, en carne y hueso, irrumpía en el estudio convertido en una figura trágica.

El disco

Musicalmente, “Shine On You Crazy Diamond” es una suite en nueve movimientos que resume la esencia del sonido Floyd. Las primeras secciones se balancean entre la melancolía y la majestuosidad coral, hasta que el saxo de Parry irrumpe como un viento cálido. Las últimas partes se deslizan hacia un tono más relajado, de blues perezoso y funk difuso, con un solo de lap steel de Gilmour que parece flotar en el aire antes de regresar al motivo inicial. Pero más allá del homenaje a Barrett, la canción reflejaba algo más profundo: la propia alienación interna del grupo.

El disco incluye también dos furiosos alegatos contra la maquinaria del negocio musical. “Welcome to the Machine” es una de las piezas más sombrías y desoladoras de toda la carrera de Floyd: un retrato mecánico y sin esperanza del sistema que devora artistas. Aun hoy, suena tan inquietante como en 1975, tal vez uno de los temas más musicalmente audaces del disco, lejos del “rock espacial” que caracterizaba estilísticamente a la banda.

La otra, “Have a Cigar”, resulta más sarcástica. Waters no quiso cantarla, Gilmour tampoco, y así la voz principal quedó en manos del cantautor Roy Harper (el gran amigo de Jimmy Page, de Led Zeppelin), quien se encontraba grabando en una sala de estudio vecina. Su interpretación —con ese mordaz: “By the way, which one’s Pink?” (“por cierto, ¿cuál de ustedes es Pink?”)— capturó a la perfección el tono irónico del tema.

De lejano sonido acústico en su comienzo, el álbum contiene una de las canciones más populares de Pink Floyd, la desgarradora “Wish You Were Here” que da nombre al disco, una canción de amor y pérdida en la que Waters mezcla la melancolía de su primer divorcio, la nostalgia por Barrett y una clara alusión a la distancia emocional entre él y Gilmour. La frase “dos almas perdidas nadando en una pecera” se convirtió en un símbolo del aislamiento que marcaba la vida del grupo.

Roger Waters y David Gilmour en 1975, cuando todo empezaba a resquebrajarse entre ambos

Pese a su dureza, Wish You Were Here fue otro triunfo mundial. Pink Floyd se volvió aún más grande, pero también más distante. Sus integrantes parecían flotar en universos paralelos, y esa sensación de desconexión impregna cada compás del disco. “Shine On You Crazy Diamond” con sus distintas partes, abre (partes 1 a 5) y cierra (partes 6 a 9) el álbum, como un ciclo vital que se extingue lentamente.

La evocación del amigo

David Gilmour ha contado en varias ocasiones que la introducción de “Shine On You Crazy Diamond” —esa secuencia etérea y conmovedora de cuatro notas que se repite como un mantra— nació de manera totalmente casual, casi como un accidente sonoro en medio de una larga sesión de improvisaciones.

A comienzos de 1974, mientras Pink Floyd ensayaba nuevo material en los estudios King’s Cross de Londres, Gilmour experimentaba con una Fender Stratocaster conectada a su amplificador Hiwatt y a un pedal de delay Binson Echorec, el mismo que ya había usado en Echoes. En un descanso de las pruebas de sonido, empezó a tocar un motivo muy simple, una secuencia descendente de cuatro notas en Sol menor. El fraseo era pausado, casi tímido, pero tenía algo especial: un aire melancólico, como si flotara en el tiempo. El propio Gilmour lo relató así años después: “No tenía la intención de crear nada en particular. Simplemente estaba tocando esas notas, una tras otra, y Roger se giró y me dijo: ‘Eso es. Eso suena a Syd’. Entonces todos nos dimos cuenta de que habíamos encontrado el corazón del álbum.”

Esa observación de Roger Waters fue decisiva. En esas cuatro notas, lentas y resonantes, había algo que evocaba inevitablemente a Syd Barrett: su dulzura, su tristeza, su pérdida. Desde ese instante, “Shine On You Crazy Diamond” se convirtió en un homenaje explícito al viejo amigo ausente.

Syd Barrett fue separado de Pink FLoyd en 1968 debido a su problemas con las drogas y un cuadro de esquizofrenia

Gilmour también explicó que el tono y la textura del sonido fueron producto de una búsqueda obsesiva. Usó la pastilla del mástil de su Stratocaster, un poco de compresión, reverberación moderada y el retardo del Binson, que le daba ese eco líquido y envolvente. Tocó muy cerca del traste doce, con un ataque suave, casi acariciando las cuerdas con los dedos en lugar de la púa. “Quería que sonara como si flotara, como si el sonido viniera de muy lejos, de otro mundo”, recordó Gilmour. “Esa atmósfera era esencial para todo el disco: melancólica, distante, pero hermosa.”

Nick Mason, el baterista, siempre destacó la simplicidad del motivo: “Es increíble pensar que toda esa monumental pieza nació de cuatro notas. Pero David tiene esa habilidad de convertir algo mínimo en una emoción enorme.” Según Rick Wright: “David tocó esa pequeña frase, tan simple y tan perfecta, que yo solo me senté al piano e intenté acompañarla sin romper la magia. Todo surgió de manera natural, casi sin hablar. Era un lamento.”

De ese diálogo entre guitarra y teclados nació una atmósfera que definió el álbum entero: un espacio suspendido entre la nostalgia y el duelo, donde cada sonido parece recordar algo perdido. Con el tiempo, esa introducción se volvió uno de los pasajes más icónicos de la historia del rock. Es la puerta de entrada al universo de Wish You Were Here, y funciona casi como un epitafio para Syd Barrett. En los shows de Pink Floyd, Gilmour siempre la interpretó como un acto de comunión silenciosa. En el documental The Story of Wish You Were Here (2012), confesó: “Cada vez que tocamos esas notas, pienso en Syd. No hay forma de no hacerlo. Él está ahí, en cada eco.”

El disco preferido de Rick

Richard Wright, el tecladista fallecido años después, solía decir que si debía elegir un favorito, éste sería Wish You Were Here. No es casual: Wright está presente en casi todas las composiciones, y su huella melódica atraviesa el álbum con una sutileza que Floyd nunca volvería a repetir. Los sintetizadores de la época pueden parecer hoy rudimentarios, pero siguen produciendo ese clima etéreo y sobrecogedor que define la obra, mientras la guitarra de Gilmour y las letras de Waters dialogan entre la belleza y la angustia.

Entre los integrantes de Pink Floyd, Richard Wright fue siempre el más silencioso. Sin embargo, su música hablaba por él. En Wish You Were Here, ese lenguaje interior encontró su punto más profundo. Para Wright, aquel álbum no era solo una obra maestra de estudio: era el reflejo exacto de lo que el grupo estaba viviendo, una mezcla de desilusión, melancolía y belleza crepuscular. “De todos los discos que hicimos, Wish You Were Here es el que más me llega”, recordaría años más tarde. “Tiene una tristeza y una honestidad que reflejan exactamente lo que éramos en ese momento.”

Richard Wright, Roger Waters, Nick Mason y David Gilmour, de Pink Floyd

Wright describía ese período como un instante irrepetible dentro de la historia del grupo: “En Wish You Were Here sabíamos lo que el otro iba a tocar antes de hacerlo. Había una conexión silenciosa, una melancolía compartida. Después de ese disco, esa sensación desapareció.” Musicalmente, Wright fue el arquitecto invisible del sonido de Wish You Were Here. Sus capas de Minimoog, ARP String Ensemble y Wurlitzer eléctrico no buscaban protagonismo, sino atmósfera: eran el eco de una emoción contenida. “No quería que los teclados fueran un adorno”, explicó, “Quería que todo sonara como un recuerdo. No toqué para lucirme, toqué para crear un clima.” Años después, cuando se le preguntó cuál de los discos de Pink Floyd lo conmovía más, Wright no dudó. Wish You Were Here seguía siendo el único capaz de emocionarlo: “Cuando lo escucho, me veo en Abbey Road, con las luces bajas, buscando el sonido justo. Es el único álbum nuestro con el que todavía puedo sentir algo. En realidad, es el último álbum que hicimos realmente juntos.”

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