En el segundo semestre del año comenzó a producirse una nueva mutación en la manera de consumir de los argentinos. Las personas manifiestan que “algo ocurrió a mitad de año”. Ahora los patrones de conducta, que ya habían cambiado radicalmente el año pasado, se mueven “de nuevo”. Dos palabras que sintetizan el registro de múltiples recurrencias en diferentes órdenes. Todas preocupantes. En el consumo, se pasó de la atención a la alerta y de la prudencia al padecimiento. Hoy, para muchos, “comprar duele”. No son todos, pero sí demasiados.
El consumo se asocia con el deseo y el placer, no con el dolor. Aquí, y en el mundo. Este es el problema incipiente cuyas consecuencias conocemos en lo coyuntural, caídas de ventas, de márgenes y de empleos, empeoramiento del humor social y empresarial, pero desconocemos en lo estructural.
En su concepción original, en un entorno signado por la escasez, consumir se vinculaba históricamente con la necesidad. Pero, desde mediados del siglo XIX, Ilustración y Revolución Industrial mediante, las motivaciones se orientaron progresivamente hacia al goce y el disfrute. Fenómeno que se acrecentó de manera exponencial desde que concluyó la Segunda Guerra Mundial y en Occidente los líderes refundaron el sistema para que los actos de comprar y comerciar mitigaran las ansias de luchar.
Los argentinos, abonaron esa concepción hedonista de la vida, cada uno a su modo y acorde a sus alcances económicos y culturales. De pronto, durante 2024, en cuestión de meses, decidieron o debieron, según el caso, dar un giro de 180 grados.
Pasaron de “fingir demencia”, conducta que llegó a su clímax en los desvaríos económicos preelectorales de 2023, a “pregonar coherencia” desde marzo del año pasado cuando entendieron en carne propia de qué se trataba lo que sucedía.
Los consumidores fueron de la “locura” y la desmesura, dominadas por la emocionalidad, al equilibrio y el control, signados por una mejor ecualización entre razón y emoción. Algo que no hace más que confirmar el histórico y karmático carácter ciclotímico de nuestra sociedad.
Se trata de un novedoso modelo de compra significativamente más alineado con el modo de consumir que hoy tienen mayormente los ciudadanos que habitan en países razonablemente estables, especialmente los europeos.
Allí, cierto grado de normalidad y previsibilidad, generó consumidores aplomados, sosegados, cuidadosos, conscientes. En un punto, más maduros. La tentación y la seducción brotan por doquier, pero se encuentran con una impronta más selectiva.
Cuando hablamos de los europeos, no hay que confundirse con una mirada que, a la distancia, puede volverse borrosa y equívoca. Europa es la cuna de las marcas de lujo, claro está. A pesar del avance tecnológico, tanto de los Estados Unidos como de China, o de los ultracompetitivos modelos productivos de varios países asiáticos, ha logrado sostener ese bastión. Sucede que la alta costura o el diseño de excelencia, requieren de una profunda tradición que exacerbe la sensibilidad. Lograr eso lleva años, décadas, siglos. Allí donde hay historia, cultura, ritual, artesanía, y legado, se logran alcanzar objetos de carácter sublime, ya sean piezas artísticas o productos de consumo capaces de estimular el deseo hasta el extremo de pagar sumas que, para la inmensa mayoría, lucen ridículas, inapropiadas u obscenas.
El punto es que no son, en gran medida, los consumidores europeos los que luego compran esos bienes tan sofisticados y con esos precios, sino fundamentalmente, los árabes, chinos y rusos, entre otros. La cotidianeidad del consumidor medio europeo está mucho más vinculada con marcas como Zara, H&M, Ikea, Lidl, Día o Mercadona, estas dos últimas en España, que con Louis Vuitton o Hermés. Es decir, propuestas de valor sensatas, que pasan el filtro del juicio exhaustivo de sociedades donde todo está a la vista y disponible, pero se sabe y se reconoce, que los recursos deben cuidarse porque no son infinitos ni mucho menos. Por decirlo de algún modo, ecuánimes.
Hacia allí estaban yendo los consumidores argentinos, es un tránsito que, de por sí, les resultaba trabajoso. Lo hacían porque, finalmente, habían caído en la cuenta de que el otro modelo era insostenible e inviable. Fue de esa forma que en 2024, alumbró un inédito “consumidor estoico”. Ese nuevo consumidor desplegaba un estilo de compra más asertivo. Precisión y reflexión, antes que una impulsión desaforada.
Ya no se trataba de comprar mucho y apurados, lo que terminaba siendo muy poco eficiente. Tampoco de comprar únicamente lo más barato como en otros períodos de ajuste. El hecho de haber pasado por la instancia surrealista de 2020 y 2021 llevó a una estremecedora concepción de la finitud que ubicó el disfrute y el bienestar varios escalones más arriba en la ponderación de las prioridades. La vocación por “vivir bien” no era algo que se fuera a entregar tan fácilmente. Por eso la búsqueda se organizó alrededor del equilibrio, el balance, la sintonía fina. Se trataba de algo tan básico, y a la vez tan complejo, como, simplemente, comprar bien.
“No olvides que has de comportarte como si estuvieras en un banquete. Te llega un plato que circula: extiende la mano y sírvete con moderación. Pasa de largo, no lo retengas. Todavía no llega hasta ti: no pongas en evidencia tu apetito y aguarda que se halle a tu alcance. Que llegue a ti. Y algún día serás digno de participar en el banquete de los dioses.”
Vivir ( y comprar ) mejor
En esta cita de Epícteto, de su famosa obra Manual de Vida, también conocida como Manual de Epícteto o Esquiridión, podría resumirse buena parte de la esencia de la filosofía estoica. Una filosofía que hizo un culto de la moderación, el dominio de uno mismo para controlar las pasiones y las pulsiones, así como sobreponerse a las emociones dañinas generadas por las dificultades y los dolores. Para hacerlo se basaba en la razón, la paciencia, la calma, el carácter personal, y la templanza. Pregonaba que, en el autocontrol, la tolerancia, y el mantener a raya los excesos, se encontraba el camino hacia la anhelada sabiduría que conducía a la felicidad. Por eso su consejo era ocupar la mente y orientar la energía sólo en aquellas cosas que cada cual tuviera la capacidad de controlar y modificar.
Epícteto fue esclavo de un acaudalado miembro de la corte de Nerón. Sabía muy bien de lo que hablaba. Por eso dijo: “Estos son los signos del hombre que progresa: actúa con moderación en todo”. Fue uno de los tres grandes filósofos estoicos, junto con Séneca y Marco Aurelio.
En los últimos años estas valiosas enseñanzas del mundo antiguo, se han puesto de moda como un poderoso ansiolítico para la actual era de la excitación y la estimulación. Circulan con fruición por las redes sociales y pueden encontrarse decenas de libros que reeditan las obras clásicas o que se basan en sus conceptos para orientar a las personas sobre cómo vivir mejor.
Los consumidores argentinos las adoptaron sorpresivamente, algunos por voluntad, y otros por obligación, para poder comprar mejor. Esa lógica está siendo afectada y condicionada por una dosis de restricción que se vuelve más difícil de digerir. Una cosa es atenuar, moderar, equilibrar y otra muy diferente, perder o abandonar.
El dolor del sacrificio
Una de las cuestiones que más shockeados tiene a los consumidores, es la velocidad del proceso. Todavía estaban tratando de amoldarse, luego de años, a una concepción completamente nueva, cuando de pronto, tienen que volver a cambiar de traje.
Incluso en la clase alta se encienden señales de alarma. No tanto por lo que les ocurre a ellos, sino por lo que ven en los demás. La euforia está menguando. No es momento para eso. De ahí para abajo todo es preocupación y ocupación. En la clase media alta surge la idea de vivir haciendo malabares, en la media baja que tiene un trabajo formal, la forzosa resiliencia y adaptación y en la clase media baja informal y el sector de la clase baja que logra eludir la pobreza, emerge directamente lo que consideran una degradación que los llena de temor.
Las tarjetas de crédito, en los segmentos altos y medio altos, “están al límite”, y en los medios bajos, “detonadas”. No es casual que la mora crezca. Acorde a lo que dice el sistema financiero, se aproxima a cruzar el umbral de los dos dígitos.
Lo sacrificial duele y agota, estresa y empeora una calidad de vida que se declama “agujereada”. Faltan cosas que antes estaban. Desde los momentos de ocio y entretenimiento, hasta la sensación de plenitud que brindaba el disfrute bien ganado y merecido. No es que con la inflación se viviera mejor, es que así tampoco alcanza. Al menos por ahora. Se vive con una mayor dosis de presión, los entornos se vuelven más hostiles, crece la fricción y las superficies de circulación se tornan rugosas, ásperas. Ya sea que se trate de la intimidad del hogar como de la exposición en el espacio público, físico o digital.
En lo sacrificial hay sufrimiento y cuestionamiento. No alcanza con el esfuerzo, es necesario el sobreesfuerzo. Se la pasa mal. Es desgastante y agobiante. Surge el cuestionamiento profundo ya de carácter existencial. ¿Para qué se hace el esfuerzo si el disfrute se demora en llegar? O lo que es peor, si ya no se puede aplicar la enseñanza estoica de la moderación, sino que hay que caer directamente en la privación. Si lo que se demoraba, lo que venía “lento”, ahora se vislumbra directamente “eterno”, ¿tiene sentido seguir esperando?
Este es un interrogante que los consumidores se están haciendo y, a su vez, le están enviando a su dimensión ciudadana. No conocemos la respuesta, pero sí es posible comprender que entre lo estoico y lo sacrificial hay una diferencia de grado que naturalmente incrementa la incertidumbre, las dudas y el malestar.
Lo otro que sabemos es que, acorde a su propia definición, el sacrificio expresa una ofrenda que se hace a un Dios por algún motivo suficientemente válido o una abnegación, una renuncia, un acto de generosidad que se realiza por amor o por un ideal, para obtener un fin superior.
Por último, también sabemos que, en la sociedad contemporánea, dominada por la hipertrofia del deseo que genera la vidriera infinita del nuevo mundo híbrido –físico y digital– vivir siguiendo los preceptos estoicos ya es algo difícil per sé. Es posible, pero requiere tiempo y perseverancia.
La vida sacrificial, en cambio, no es deseable ni deseada, por los habitantes del mundo moderno, en una inmensa proporción de los casos. Queda circunscripta a aquellos que ofrendan su existencia la vida espiritual.
Crece sí, en el mundo, la idea de que el hiperconsumo, es decir, el seguimiento de una pulsión totalmente descontrolada, se asimila al vicio, al vacío y a la decadencia. Es una carrera, que, como tantas otras adicciones, conduce a la nada.
Si bien la distinción entre lo uno y lo otro puede ser difícil de realizar, no hablo de hiperconsumo sino de consumo. Algo que, con todas las dificultades para encuadrarlo, se ubica en el orden de lo esperable, lo realista, lo lógico, lo posible. Más cerca de lo estoico que de lo demencial.
Pues bien, partiendo en primera instancia de distinguir lo uno de lo otro es imperioso recordar, sobre todo para imaginar la agenda del futuro próximo, que, para la gran mayoría de los ciudadanos de esta era, el no poder participar activamente de la sociedad de consumo es vivido como algo intolerable porque desdibuja su identidad. En los peores casos, directamente, como una pérdida de libertad.
El sacrificio garantiza el dolor más no siempre la recompensa. Este es el dilema que cruza hoy la mente y los sentimientos de millones de argentinos.