El retorno (Argentina, Italia/2025). Dirección: Marcela Luchetta. Guion: Dieguillo Fernandez, Osvaldo Boscacci, Jose Luis Parise, Marcela Luchetta, Frank Marrero. Fotografía: Christian Cottet. Música: Gustavo Pomeranec, Jerónimo Naranjo. Edición: Dante Martinez, Martín Senderowicz. Elenco: Franco Masini, Gabriel Gallicchio, Luis Gnecco, Juanjo Puigcorbé, Miriam Giovanelli, Mariano Saborido, Elvira Onetto, Giampaolo Samá. Duración: 135 minutos. Calificación: Apta para mayores de 13 años con reservas. Distribuidora: Digicine. Nuestra opinión: buena.
A priori inimaginable -especialmente en este mundo donde Dios parece escondido detrás de un algoritmo-, pero qué sucedería si un hombre se revela como Jesucristo, que ha vuelto después de dos mil años para llevar al ser humano hasta los límites de su propia fe y hacerlo confrontar con las estructuras de poder que la sostienen.
Detrás de El retorno, ópera prima de Marcela Luchetta, está la idea de contraponer la fantasía bíblica con el despiadado mundo real, enfrentando al espectador con sus propias contradicciones y, de paso, trazar un paralelo entre pasado y presente. La complejidad que muestra el guion elige no quedarse con la anécdota, sino investigar en sus aristas (algunas más evidentes que otras), buscando conclusiones que le son ajenas, pero no por ello menos importantes.
Tomás Armento (Gabriel Gallicchio) es un sacerdote del Vaticano, comisionado a investigar rastros de divinidad, algo que nunca sucede. Sin embargo, su presente cambia cuando le anuncian que su hermano Abel (Franco Masini), a quien no ve desde hace más de diez años, tuvo un accidente y despertó de un coma profundo alegando ser la reencarnación de Jesús. ¿Locura o milagro? Probablemente, no haya una sola respuesta.
El retorno se beneficia de una puesta en escena creíble y minuciosa. Gran parte de la acción sucede en Roma, y el guion y la dirección no dejan nada librado al azar. Desde el vestuario hasta los escenarios todo tiene un viso de autenticidad que potencia el relato desde lo simbólico. Lo mismo sucede con los diálogos, que alternan entre italiano o español, de acuerdo a la acción y a los personajes involucrados. El meticuloso cuidado sonoro completa la experiencia sensorial.
Sin embargo, un punto aún más alto de la propuesta es la construcción de su protagonista. Abel, un excelente Franco Masini, se aleja de la épica tradicional, o los actos “sobrenaturales”. En este caso se trata de un hombre común que predica, e incluso se anima a reinterpretar algunos pasajes de la Biblia (la resurrección de Lázaro, la muerte de Jesucristo), mostrando la influencia de la Iglesia como institución, en la divulgación de los Evangelios. En este aspecto fue clave para la escritura del guion la investigación realizada por el psicoanalista José Luis Parise.
Mientras Abel hace equilibrio entre el carisma, la vulnerabilidad y la ambigüedad, su hermano Tomás es la mirada incrédula, siendo paradójicamente, el representante de la iglesia. El desarrollo de los vínculos entre ambos, así como los permanentes contrapuntos con los representantes de la jerarquía eclesiástica (desde obispos hasta el Santo Padre) sostienen la tensión dramática, abriendo preguntas sobre la naturaleza de la identidad y el poder. La película coquetea con el thriller sobrenatural, el drama existencial, el debate teológico y hasta con ciertas imágenes de modernidad que contrastan directamente con nuestro sistema de creencias. Y en cada uno de esos aspectos sale airosa, lo cual no es fácil.
El retorno juega al límite, puertas adentro con sus personajes y también hacia afuera, con la convicción de la platea. Institución y dogma se enfrentan con la versión más pura del milagro. Tal vez el caso de Abel sea una auténtica reencarnación, un desajuste a nivel psiquiátrico, o un fenómeno social. De cualquier modo, su sola presencia es una osadía, tanto para el relato como para quienes lo presencian. No será aquí donde se devele el misterio, pero la respuesta está ahí: adentro de quien se anime a preguntárselo.