El antisemitismo ya no es un fenómeno aislado ni marginal en Brasil. Lo que antes aparecía como retórica de sectores extremos ahora se cuela con frecuencia en la política, la academia, los medios y las redes sociales. Y lo más grave: encuentra tolerancia y en ocasiones complicidad de las instituciones estatales. Los informes anuales de antisemitismo de la Universidad de Tel Aviv, reportan un incremento en el número de incidentes y denuncias en Brasil desde el 2022. Esta escalada evidencia que el problema es real y se agrava.
Brasil tiene una comunidad judía con raíces profundas y un papel histórico en la vida cultural, comercial y educativa del país. Durante años, los distintos gobiernos impulsaron el diálogo interreligioso, promovieron la memoria del Holocausto y rechazaron con firmeza toda forma de antisemitismo. Hoy el panorama es distinto.
El actual gobierno se ha distanciado de estos compromisos y, con ello, ha enviado señales de permisividad. La salida de Brasil de la International Holocaust Remembrance Alliance (IHRA) fue un retroceso simbólico, pero también práctico: debilitó los marcos de cooperación internacional para frenar esta forma de odio y violencia.
El ministro del Supremo Tribunal Federal (STF), Luiz Fux, de fe judía, ha sido objeto de ataques directos basados en estereotipos antisemitas a raíz de sus posiciones en casos políticamente sensibles, incluidos procesos vinculados al ex presidente Jair Bolsonaro. El hecho de que un magistrado en funciones del máximo tribunal de Brasil pueda ser atacado por su religión subraya hasta qué punto el antisemitismo está penetrando en el discurso dominante.
Cada vez es más común encontrar discursos antisemitas en espacios académicos, políticos y digitales. Lejos de enfrentar estas manifestaciones con firmeza, la respuesta ha sido débil y en muchos casos, en Brasil y otros lugares del mundo, las críticas sobre la defensa militar desplegada por Israel tras el brutal ataque de Hamas en octubre del 2023, se han ido transformando en justificaciones para discursos y actos en contra de los judíos. Esta permisividad, disfrazada de crítica política ha empezado a legitimar discursos de simpatía hacia grupos terroristas.
La normalización no es solo retórica. En la Triple Frontera (Paraguay, Argentina y Brasil) las redes de lavado de dinero que financian a Hezbollah y otros actores extremistas han operado durante años con una respuesta estatal limitada. La falta de acción frente a estos circuitos financieros envía una señal peligrosa: tolerancia o, al menos, conveniencia política. La consecuencia es doble: por un lado, se consolidan estructuras ilícitas que sostienen al extremismo internacional; por otro, se legitima un ecosistema donde el antisemitismo se vincula con intereses políticos y económicos.
El efecto inmediato es un clima de inseguridad para la comunidad judía en Brasil. Pero el costo va más allá. El antisemitismo erosiona la credibilidad del país como sociedad plural y democrática. A nivel regional, Brasil comienza a diferenciarse de sus pares latinoamericanos, muchos de los cuales mantienen firme su compromiso con la memoria del Holocausto y la cooperación interreligiosa. Y a nivel global, el país arriesga un daño serio en su relación con Estados Unidos y con sus socios occidentales.
Ninguno de estos hechos pasa desapercibido Washington. La administración Trump ha estado siguiendo de cerca la situación en Brasil en una amplia gama de temas estratégicos —desde la política comercial hasta la seguridad regional y la lucha contra el terrorismo—. El antisemitismo y la normalización de la retórica extremista en la democracia más grande de América Latina ahora forman parte de esa lista. Las decisiones que tome Brasil inevitablemente influirán en la manera en que los responsables de la política estadounidense evalúen la solidez de los lazos bilaterales y la confiabilidad del país como socio democrático.