La paradoja de Macron: carismático en el mundo y odiado en una Francia ingobernable

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PARÍS.– Líder en el mundo, débil en su país: ¿la paradoja de Emmanuel Macron podría ser reflejo precursor del destino de Europa? Francia es hoy el eslabón débil de la Unión Europea (UE), víctima de una crisis política interna que no parece tener fin. Pero, sin el impulso geopolítico que supo darle durante su presidencia el actual mandatario, el continente estaría probablemente arrasado por los autócratas.

Los datos políticos y económicos lo confirman: Francia se ha convertido en la gran enferma de una Europa que ya de por sí no goza de muy buena salud. Pero el fracaso sucesivo de cuatro primeros ministros nombrados —Élisabeth Borne, Gabriel Attal, Michel Barnier, François Bayrou y Sébastien Lecornu— por el presidente Macron en su segundo mandato (desde 2022) también confirma que la segunda economía del bloque se halla ante una enfermedad psíquica antes que física.

Emmanuel Macron y Sebastien Lecornu

“Tienen el poder de retirar la confianza a este gobierno, pero no tienen el poder de ignorar la realidad”, había advertido proféticamente el antepenúltimo primer ministro, el centrista François Bayrou, dirigiéndose a los diputados que estaban a punto de destituirlo. Esa ceguera política parece haber contagiado no solo al Parlamento sino a los máximos responsables del país, ya que Macron decidió encargar nuevamente a su fiel entre los fieles, Sébastien Lecornu, formar un segundo gobierno, a pesar de que, 48 horas antes, el mismo Lecornu renunciara a seguir adelante tras haber formado un gabinete, copia exacta del que había sido censurado hacía menos de un mes.

Esta vez, la inteligencia del joven primer ministro consiguió sortear la nueva censura programada por la extrema derecha y la extrema izquierda del Parlamento, aunque para ello haya tenido que “suspender” la gran promesa de campaña del presidente francés: la reforma jubilatoria.

Destino extraño el de Emmanuel Macron, elegido por primera vez presidente en 2017 en un contexto de total desmoronamiento de los partidos tradicionales y que ahora corre el riesgo de ser arrastrado por ese mismo malestar colectivo que lo llevó al Elíseo. Aquel joven “disruptivo” debía constituir el dique de contención del sentido común frente a la marea creciente de la extrema derecha populista y anti-UE liderada por Marine Le Pen. Ahora se encuentra sitiado no solo por los lepenistas, que ya se han convertido en el primer partido del Parlamento, sino también por una ultraizquierda populista, igualmente antieuropea que ha ido creciendo durante su presidencia.

La dirigente derechista Marine Le Pen

El aspecto más paradójico es que en estos ocho años al frente de Francia, Macron ha sido sin duda el líder más carismático de Europa. Es a su teléfono que llaman todos los grandes del mundo cuando, cada vez más raramente, quieren entender cuál es el estado de ánimo de la UE. Para Vladimir Putin o para Donald Trump —que ciertamente no lo llevan en sus corazones—, pero también para el primer ministro británico Keir Starmer —que en cambio se dice “su amigo”—, Macron es el punto de referencia del Viejo Continente.

Colmo de la paradoja, mientras su popularidad en Francia iba disminuyendo poco a poco, su figura internacional crecía cada vez más. Sobre todo porque fue el único entre los líderes de los 27 en expresar siempre, con fuerza e insistencia y desde el primer día, una idea de la política y de los valores de Europa.

“Desde que asumió la presidencia en 2017, en su famoso ‘discurso de la Sorbona’, Macron predijo exactamente todo lo que podía sucederle de malo a Europa y cómo había que evitarlo. Por ejemplo, asumir su destino dejando de depender ciegamente de Estados Unidos, a comenzar por su propia defensa”, dice Jean-Dominique Giuliani, presidente de la Fundación Robert-Schuman.

Emmanuel Macron y el líder ucraniano Volodimir Zelensky

En 2019, el presidente francés acusó en una entrevista a la OTAN de estar en estado de “muerte cerebral”, lamentando la falta de coordinación entre Estados Unidos y Europa, como consecuencia del desinterés manifestado por Donald Trump que en ese momento ejercía su primer mandato, así como el comportamiento unilateral de Turquía en Siria, miembro de la Alianza Atlántica. La frase le valió críticas planetarias, pero se reveló de una límpida clarividencia apenas comenzó la segunda presidencia del actual ocupante de la Casa Blanca.

Luego llegó la invasión de Ucrania y Macron se puso al hombro la tarea de convencer a Vladimir Putin del inmenso error que estaba por cometer. Fue inútil, pero lo intentó. Y, desde entonces, fue uno de los dirigentes europeos más duros con el autócrata ruso, multiplicando las iniciativas.

Cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca para su segunda presidencia desatando su guerra comercial planetaria y soltándole la mano a Kiev, una vez más, Emmanuel Macron, estuvo en primera línea trabajando incansablemente para hacerlo cambiar de opinión. Fue incluso uno de los pocos —junto a los primeros ministros canadienses, Justin Trudeau y Mark Carney—, que osó públicamente contradecir las mentiras proferidas por Trump en el mismo Salón Oval de la Casa Blanca. Para seguir ayudando a Ucrania, el presidente francés inventó y anima, con su amigo Keir Starmer, la llamada “coalición de voluntarios”, cuya función será la de garantizar la seguridad de ese país una vez obtenido un cese del fuego.

Emmanuel Macron sentado al lado del canciller alemán, Olaf Scholz en una reunión de la OTAN

Entretanto, lanzó la idea y obtuvo la creación de la Comunidad Política Europea (CPE), instancia informal de cooperación intergubernamental entre una cincuentena de países europeos, una excelente forma de acercarlos a la UE aun no siendo miembros del bloque. Al frente del único país entre los 27 que dispone del arma nuclear, propuso extender la cobertura del “paraguas atómico” francés al resto de sus vecinos en caso de ataque.

Macron fue uno de los primeros en Europa en levantar la voz ante los excesos del gobierno de Benjamin Netanyahu en Gaza y en anunciar su intención de reconocer el Estado de Palestina, organizando junto a Arabia Saudita una conferencia internacional en el marco de la ONU en septiembre pasado, donde una docena de países imitaron su ejemplo, elevando a 158 —sobre un total de 193— los países que oficializaron ese reconocimiento.

Esta semana, antes de conocerse el acuerdo de la primera etapa del plan de paz entre Israel y el Hamas, Francia organizó en París una cumbre —copatrocinada por Arabia Saudita— destinada a preparar el “después” de la guerra en Gaza, donde el presidente francés propuso el despliegue de una “fuerza internacional de estabilización”, defendiendo siempre la óptica de una solución “a dos Estados”.

Emmanuel Macron en una reunión internacional en París sobre la situación de Gaza

Fiel a su objetivo, Macron estuvo presente el 13 de octubre en la cumbre de Egipto sobre el plan de paz en Gaza, donde un triunfal Donald Trump no dejó de enviarle —así como a Keir Starmer y al premier español Pedro Sánchez— algunas indirectas sobre la modesta estima que le profesa debido a sus posiciones.

“Sin embargo, a los franceses no les importa nada de todo eso. Y esto también es señal de cuánto se ha transformado la conciencia colectiva de un pueblo que parece haber perdido su propia identidad”, advierte el sociólogo Driss Chali.

Desde Charles De Gaulle en adelante, los presidentes franceses siempre han traducido su estatura internacional en dividendo político interno. El gaullismo mismo, que consiguió sobrevivir décadas después de la muerte del general, fue un movimiento definido por una cierta idea y proyección de Francia en la escena mundial. El socialista François Mitterrand o el liberal Valéry Giscard d’Estaing también cosecharon a nivel interno los frutos de la imagen positiva que se habían construido en el plano internacional. Hoy ya no es así. Más bien, parecería que está ocurriendo lo contrario.

“La profesión de fe europeísta, la insistencia en la ética y la política humanista que hicieron grande a Macron en Europa se vuelven en su contra a los ojos de la mayoría del pueblo francés. Su prestigio internacional se ha convertido en un valor negativo en su país. Su capacidad de mirar hacia un futuro común más allá de las fronteras francesas aparece como una traición”, analiza por su parte el sociólogo Jérôme Fourquet.

Macron habla con periodistas durante una cumbre UE-CELAC

Seguramente el presidente francés —¿demasiado seguro de sí mismo? ¿demasiado individualista? ¿demasiado urbano y cosmopolita?— tiene responsabilidad en la crisis política que ahora amenaza con derribarlo. Fue él quien decidió la primera disolución hace un año, que dio como resultado un Parlamento sin mayorías y sin voluntad de dialogar, provocando incluso el alejamiento de sus principales fieles, como sus ex primeros ministros Edouard Philippe y Gabriel Attal. No obstante, el desamor de los franceses, que le otorgan apenas 14% de opiniones favorables, sería suficiente para provocar perplejidad, si se olvida que casi todos sus antecesores —el socialista François Mitterrand, los conservadores Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy o el socialista François Holande­— padecieron exactamente la misma suerte.

Pero la crisis de Macron es también y ante todo la crisis de un país cuyo vientre contestatario, irracional y permanentemente opositor, ha crecido desmesuradamente en comparación con un cerebro que se ha ido debilitando y que ya no puede contener sus instintos autodestructivos.

En democracia, esta progresiva desconexión entre el poder y la opinión pública normalmente se resuelve llamando a los ciudadanos a las urnas. Sin embargo, para Macron, que de todos modos no podría presentarse de nuevo, el problema no es tan simple. Porque el país está fracturado en tres: una extrema derecha que reclama una mayoría relativa y seguramente sería la principal beneficiada en caso de disolución, un centro democrático cada vez más dividido, y una extrema izquierda incapaz de proponer un proyecto constructivo.

En ese cuadro, vagamente esquizofrénico, es prácticamente imposible formar un gobierno que tenga mayoría. El problema es que, en un país que ya no tiene una visión compartida de sí mismo y de su destino, incluso convocar a elecciones presidenciales anticipadas sería un riesgo enorme porque acentuaría aún más la polarización entre posiciones irreconciliables.

Antes que política y económica, la crisis de Francia es la crisis de la democracia. Y que eso suceda en uno de los dos motores históricos de la construcción europea, representa un riesgo inmenso para su supervivencia.

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