Día de la Madre: 10 miradas sobre el mundo íntimo de la maternidad

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Entre alegrías inesperadas, desafíos cotidianos y decisiones que parecen no tener manual, la maternidad se revela como un viaje de descubrimientos constantes. Aquí consejos, reflexiones y experiencias que atraviesan generaciones y etapas.

A los tres años iba en micro escolar. Lo acompañaba mamá hasta la puerta y esperaban juntos que llegara la combi. Allí se despedían. La acompañante, cuando volvían, un par de cuadras antes le mandaba a mamá un mensaje. Mamá bajaba y esperaba al peque en la puerta, donde lo había dejado. Un día, él preocupado, preguntó “¿vos te quedas acá parada esperándome todo el día?”.

Hay algo de ser mamá que efectivamente está ahí, todo el día de las vidas de sus hijos esperándolos, mientras siguen su vida activa y llena de proyectos, pero su lado maternal está activado como una señal de Ciudad Gótica. Se atraviesan momentos de incertidumbre, decisiones que generan dudas y pequeños gestos que, en retrospectiva, se vuelven inolvidables. Se combina la rutina con la emoción de lo inesperado, la responsabilidad con la creatividad y la entrega con la necesidad de cuidar de uno mismo. En este Día de la Madre, una decena de mamás se detuvieron a contar algo de su recorrido paciente, amoroso y resiliente, aprendizajes profundos, risas inesperadas y curiosidades.

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Claudia Puebla, docente, mamá de Alejo (26) y Dana (23)

Mi primer embarazo fue una sorpresa y un desafío a la vez. Tenía 27 años y sentí que comenzaba algo que cambiaría mi vida para siempre. Alejo llegó primero, y tres años después nació Dana. Ser madre me enseñó a enfrentar miedos constantes: equivocarme, no hacer lo correcto, que les pasara algo. Con el tiempo aprendí que esos temores son naturales y que lo importante es que mis decisiones siempre partieran del amor y el respeto hacia ellos.

Cuando Ale tenía seis y Dana tres, retomé mis estudios en Historia del Arte. Fue difícil equilibrar la maternidad con mi crecimiento personal, pero descubrí que tener un espacio propio me hizo mejor madre. Aprendí también a relajarme: quise hacerlo todo perfecto y me agotaba, lo que afectaba mi paciencia. Recuerdo un viaje en auto con los chicos: Alejo me preguntó entre risas “¿Vos nunca te divertís mamá?” y me hizo ver que disfrutar era también una elección.

La adolescencia fue más compleja, con peleas y miedos sobre amistades, vicios y decisiones, pero mi marido y yo siempre priorizamos la comunicación y el amor. Hoy, en la etapa del “nido vacío”, compartimos momentos inolvidables con ellos y valoramos cada etapa.

Claudia puebla con Alejo y Dana

Gisella Gallego, especialista en comunicación, mamá de Oliver (13)

Siempre quise ser mamá, y Oliver fue un hijo muy deseado que se hizo esperar. Los primeros tiempos fueron desafiantes y agotadores, pero su curiosidad y energía pronto transformaron esos días: a los 3 o 4 años no paraba de hablar ni de preguntar, lo que nos llevó a crear rituales de cuentos por la noche, canciones y actividades al aire libre casi a diario. Su temprana escolarización se debió mucho a esa inquietud; comenzó en la salita de dos del colegio del que hoy está a punto de egresar.

La maternidad me enseñó a volver a transitar la escolaridad desde otro lugar: actos, cumpleaños, evaluaciones y rutinas que parecían olvidadas regresan y permiten acompañar de manera más consciente su crecimiento. Ser madre es correrse del centro de escena, un acto de amor constante que exige paciencia y atención al detalle en la formación de valores.

Hoy, en la preadolescencia de Oliver, el desafío es equilibrar tiempos de pantalla con experiencias reales. El deporte se convirtió en nuestro aliado: Oliver juega al fútbol federado, y yo lo acompaño como su fan número uno, sonriendo y alentando a ese supercampeón que tantas veces soñé antes de tenerlo.

Lucrecia Artigue, profesora de educación física, mamá de Pedro (15) y Clara (11)

Ser mamá es un desafío y un lazo de amor incondicional. Con cada hijo, tan distinto, fui descubriendo sentimientos que no conocía: la paciencia, la importancia de acompañar, de poner límites y, sobre todo, de que sepan que siempre estamos.

También aparecieron los miedos y las preocupaciones, pero con ellos llegó la suerte de atravesar infancias nuevas, distintas a la mía. Recuerdo cuando Clara, siendo muy pequeña, descubrió la lluvia: miraba el cielo con asombro, sin entender de dónde venía el agua. Ese instante sencillo me hizo valorar lo extraordinario de lo cotidiano.

Hoy, con Pedro y Clara más grandes, las sensaciones siguen intactas, aunque aprendí que no estoy sola en este camino: su papá, la familia, la escuela, el club, otras madres y hasta profesionales forman parte de la red que sostiene la crianza. Pedir ayuda es clave, porque ser madre es un aprendizaje constante. No es sencillo, nadie dijo que lo fuera, pero sí es lo más difícil y hermoso del mundo.

Lucrecia Artigue con Pedro y Clara

Julieta Caruso, chef, mamá de Laia (7)

Si pienso en las herramientas que me acompañaron en la maternidad, la primera fue hablarle a Laia desde que estaba en la panza: le contaba mis alegrías, mis enojos, mis tristezas. Muchos me decían “no entiende nada”, pero yo siempre sentí que sí, y hasta hoy seguimos conversando de todo. Esa fue mi forma de conectar con ella, mostrándole tanto lo bueno como lo difícil.

También viajamos juntas desde muy temprano. A los dos meses ya subió a un avión, y desde entonces intenté transformar cada situación en un plan compartido: incluso un amanecer en un aeropuerto a las cuatro de la mañana podía convertirse en un recuerdo especial. Con los años entendí que equivocarse es parte del camino y que la culpa no sirve: mientras ella, su papá y yo estemos bien, todo está bien.

En casa tenemos un lema: “el que no prueba, no sabe”. Lo aplicamos a la comida y a la vida: probar, experimentar, abrirse a lo nuevo, aun cuando dé incertidumbre. Creo que la maternidad, como la gastronomía, no tiene fórmulas únicas: cada uno construye la suya, buscando lo que necesita y lo que hace bien a toda la familia.

Norma Aguada, empresaria, mamá de Máximo (15)

Pensar en la maternidad me lleva directo a aquel primer día, cuando empecé a leer libros, escuchar consejos y mirar películas, convencida de que todo giraba alrededor de ser madre. Después descubrí que la verdadera tarea empieza al volver del hospital, con el bebé en brazos. Agradezco a mi mamá que me acompañó ese primer mes, sosteniéndome con paciencia y amor.

Las herramientas que más me sirvieron fueron simples: orden, rutinas, planificación y, sobre todo, pedir ayuda. Al principio me costó confiar en otros porque volví a trabajar cuando Máximo tenía diez meses y sentía culpa, hasta que entendí que mi bienestar también lo fortalecía a él. El autocuidado es esencial: darse un baño, hacer ejercicio, leer unos minutos. Claro que cometí errores, como volver al vóley demasiado rápido y perder la lactancia por una lesión, pero también aprendí a reírme de esos tropiezos.

Para mí, criar es crear un ambiente de confianza y amor, escuchar sin juzgar y validar lo que siente. La paciencia es clave, tanto con los hijos como con una misma. Y, aunque la culpa aparezca, el mejor consejo es recordar que equivocarse también enseña.

Julieta Masino, profesional independiente, mamá de Lorenzo (4)

Ser mamá te expone a un tsunami de emociones: felicidad, miedo, terror, todo en un mismo día. Recuerdo que cuando Lorenzo tenía menos de un mes, les escribí a amigas con hijos más grandes, preocupada porque no sonreía, lloraba mucho y sentía que no sabía leerlo ni entenderlo. Ellas me dijeron que era normal y me dieron tips para reconocer hambre, pañal o cólicos, y me enseñaron a confiar en mis instintos.

Armar una tribu de otras madres, padres o cuidadores ha sido fundamental; tener con quién compartir dudas, pedir consejos y escuchar experiencias similares me permitió soltar parte de la culpa que todas sentimos. Aprendí a vivir más en el presente y a disfrutar de cosas simples: observar un atardecer, correr palomas, chapotear en charcos, andar en bici o tomar un helado juntos, y reírnos hasta cansarnos.

La maternidad también me devolvió recuerdos de mi infancia que ahora atesoro poder recrear con él. Ser mamá es un aprendizaje constante: algunas veces se hace mejor, otras peor, pero siempre es enriquecedor. Cada momento compartido me enseña más sobre paciencia, amor y alegría.

Julieta Masino con Lorenzo

Julieta Seisdedos, ejecutiva, mamá de Benjamín (10)

Los primeros días después del nacimiento fueron movilizantes y un poco desbordantes. Felicidad, miedo, cansancio, hambre, todo junto. Fue clave poder transitarlos en pareja, como un verdadero equipo que pasaba de ser dos a ser tres, disponibles 24/7 para ese bebé que cambiaba todo.

Con el paso de los años, la forma de conexión fue mutando. Ya no se trata de juegos en el piso con piezas o personajes inventados, sino de la pelota, los amigos y nuevas aventuras. Pero hay algo que se sostiene como un hilo constante: la comunicación. Hablar y escuchar a nuestro hijo, incluso cuando no siempre es fácil o estamos en desacuerdo, es la guía que tratamos de mantener. Que pueda expresar lo que siente y piensa sin miedo es, para mí, un valor central.

En cuanto a la protección, entendí que no podemos evitarle todos los riesgos ni resolver cada obstáculo. Lo que sí podemos darle es un lugar de confianza, un espacio al que siempre pueda volver sabiendo que está amado, escuchado y acompañado. Esa certeza de origen es, al final, la protección más grande.

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Natividad Rey, médica, mamá de Luca (18) y Dante (15)

Me gusta pensar en la maternidad como una tarea de equipo. Yo no sería la madre que soy sin los hijos que tengo.

Es casi como un contrato recíproco de enseñanza, aunque sospecho que soy yo la que más ha aprendido. Ellos me transformaron desde el primer día, mostrándome una versión de mí que no conocía.

Aprendí a compartir, porque soy capaz de darles todo y más. A tolerar, porque la paciencia se ejercita como nunca antes. A amar infinito, con un amor que no se divide, sino que se multiplica. A imaginar futuros posibles y soñar con imposibles.

A perseverar, porque abandonar no es opción cuando ellos son el motor. A disfrutar pequeños logros como si fueran grandes hazañas. A encontrar fuerzas cuando sentía que no tenía resto. A reinventarme y a volver a mirar el mundo con ojos de niña.

Sobre todo, aprendí a agradecer: cada día, cada instante, por la fortuna inmensa de tenerlos. Ser mamá es el mayor desafío, pero también el mejor premio. Gracias por eso, hijos. Luca y Dante, los amo infinitamente.

Mona Gallosi, empresaria y bartender, mamá de Delfo (9)

Los primeros días de la maternidad fueron un torbellino. Entre el cansancio, el miedo a equivocarme y la sensación de estar descubriendo un mundo nuevo, aprendí que lo más sanador era soltar la exigencia de ser perfecta y confiar en mi instinto.

También descubrí el valor de apoyarme en mi red cercana: pedir ayuda es parte del amor.

Con Delfo entendí que la herramienta más poderosa era la escucha. No solo estar físicamente, sino disponible: respetar sus tiempos, sus silencios y sus búsquedas. Protegerlo nunca significó encerrarlo, sino acompañarlo con la certeza de que un día volaría. Lo mejor que podía darle era confianza en sí mismo.

Y claro, hubo anécdotas que hoy me hacen sonreír. Como cuando volví a trabajar en plena lactancia: mi marido me esperaba en el estacionamiento con el bebé, y yo corría a darle la teta ahí mismo, entre el caos y la ternura.

Esos momentos, lejos de ser perfectos, son los que terminan volviéndose más valiosos.

Rosina Arbucci, médica cardióloga, mamá de Vincent (5) y Nurit (3)

Cuando ellos nacieron descubrí que la infancia trae una mezcla de amor infinito, miedo, cansancio y dudas. Me costó encontrar mi lugar entre la maternidad y la profesión, sentía que no iba a poder con todo. Era muy exigente conmigo y buscaba sostener cada aspecto de mi vida con la misma calidad, hasta que entendí que mis hijos son mi motor y mi mejor aprendizaje.

La música se volvió nuestro refugio: invento canciones para las rutinas más simples y eso nos conecta de manera mágica. También volví a mi niña interior; jugamos a ser doctores, inventamos mundos y desde ahí transmito valores sin necesidad de sermones.

De chica rescataba animales y esa vocación me llevó a la medicina; hoy intento sembrar en ellos la idea de cuidarse y cuidar a los demás.

Entre tanto aprendizaje también hay risas. Una vez Vincent me “recetó” un chocolate cada ocho horas porque estaba cansada. Ese juego me recordó que el humor también es medicina.

Maternar no es solo acompañar su crecimiento: es transformarse en la mejor versión de uno mismo.

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