La seguridad jurídica la dan las leyes, no los DNU

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En tiempos recientes se levantaron voces contra el proyecto del Congreso modificando la ley 26.122 regulatoria del trámite de los decretos de necesidad y urgencia, acotando el rechazo de una sola de las cámaras del Congreso para que el mismo sea inválido, guardando coherencia con el sistema de formación y sanción legislativa, mientras que el texto actual al requerir el doble rechazo, les otorga una singular eficacia normativa que la constitución no les concede. Devuelto al Senado desde la Cámara de Diputadostambién establece un plazo de caducidad de noventa días si el mismo no ha recibido tratamiento.

Los críticos argumentan razones político-ideológicas al señalar que la misma mayoría que se benefició de la sanción impulsada por la expresidente, son ahora quienes restringen la acción política del actual gobierno. Aunque el oportunismo sea evidente, los argumentos políticos son siempre resbaladizos en cuestiones técnico-jurídicas y esconden verdades a medias.

En efecto, muchos de los que criticaron la ley 26.122, después la consideraron un instrumento jurídico válido para ser utilizado por el gobierno actual. Cabe remitirse a todo lo escrito en apoyo del DNU 70/24 y otras normas en consecuencia, aún cuando por esa vía se continuara el camino de la “decretomanía” que nos aqueja groseramente desde la recuperación democrática ocurrida hace cuarenta años.

Se dice que limitar los decretos de necesidad y urgencia del actual gobierno generaría factores de inseguridad jurídica para los inversores, pero creemos -se ha sostenido muchas veces- que ha sido justamente el uso y abuso de las facultades reglamentarias del Poder Ejecutivo una de las mayores causas de inseguridad jurídica en nuestro país.

Es el desapego a las leyes y la recurrente tendencia a lo provisorio la causa endémica de nuestros males. Los índices de riesgo país responden a problemas de confianza en los mercados financieros, pero también a razones más profundas, entre ellas la falta de un marco jurídico estable basado en la división de poderes y el cumplimiento de la Constitución Nacional como proyecto sugestivo de vida en común.

En eso se basó el gran despegue a fines del siglo XIX, entre 1860 y 1930; durante este período, tantas veces invocado, coincidió la mayor estabilidad institucional y el mayor acatamiento de la Constitución con el mayor progreso económico del país.

Las privatizaciones y la reforma del Estado durante la década de los 90 redujeron la deuda y el déficit público y estabilizaron la moneda con la convertibilidad, pero esto fue a costa de registros negativos en materia de seguridad jurídica como consecuencia de haber sido instrumentados con el uso indiscriminado de la delegación legislativa y los decretos de necesidad y urgencia.

Los debates entre constitucionalistas y administrativistas se profundizaron desde esa época. En los sistemas parlamentarios y semiparlamentarios europeos la confrontación entre el legislativo y el ejecutivo no es tan firme y marcada como en el modelo presidencialista que tiene fuertes límites para asegurar las libertades individuales. Decía Alberdi: “…dadle todo el poder al presidente pero dádselo a través de una constitución…”

Y la constitución es muy clara al respecto, cuando en el segundo párrafo del inciso tercero del artículo 99 dice: El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”. Y agrega seguidamente: “Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen la materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia…”

Las excepciones al principio general, claramente prohibitivo de la constitución, han sido tantas que se ha colocado el carro delante de los caballos. Se subvirtió el principio legislativo del estado del derecho conforme al cual corresponde al Congreso dictar las normas generales y abstractas para toda la nación y al Poder Ejecutivo reglamentar su alcance sin alterar su espíritu. La Constitución es muy clara, los DNU no son inconstitucionales sino nulos, de nulidad absoluta e insanable. La Corte Suprema en los casos “Verrochi” (1999) y Consumidores Argentinos (2010) señaló que solamente son válidos en condiciones “excepcionales y justificadas”.

Si el constituyente hubiera querido hacer otra cosa, podría haber optado por el sistema de la constitución francesa de la V República o de la constitución de Chile de 1980, reformada en 2005, en las cuales hay una amplia zona de reserva para que el presidente gobierne emitiendo decretos-leyes, limitando algunas materias que son exclusivas de la Asamblea o del Congreso, particularmente las cuestiones vinculadas a la sociedad. En nuestro país los decretos-leyes fueron muy utilizados por los gobiernos de facto.

Mucho ha tenido que ver con esto nuestra peculiar inclinación hacia la “exceptocracia” o el recurrir a la emergencia invirtiendo la lógica del principio de limitación del poder y del Estado Constitucional de Derecho. Decía Umberto Ecco: “Se ha hablado tanto de crisis que se ha puesto en crisis el propio concepto de crisis”, algo aplicable a nosotros parafraseando la emergencia.

No debe ser mal visto, por lo tanto, cualquier intento por limitar los excesos de tales prácticas, más allá de los contextos políticos coyunturales, los hemos visto de todos los lados. La respuesta está en buscar consensos para hacer leyes durables. Como ejemplo, durante su primer año de mandato el presidente Mauricio Macri tuvo minoría en ambas cámaras pero logró aprobar más de sesenta leyes negociando con la oposición.

El consenso en la democracia no significa unanimidad, sino la búsqueda constante de acuerdos básicos que hagan posible la vida en común, respetando las diferencias y garantizando que las reglas del sistema sean aceptadas por todos. Los ciudadanos merecen y esperan que sus gobernantes acuerden sobre los grandes temas que los preocupan. Cuando se fundaba la república y se juraba nuestra constitución por primera vez en el atrio de una iglesia de Catamarca, un curita criollo exhortaba Obedeced señores, es preferible mil veces postrarse ante las leyes que postrarse ante los tiranos…”

Profesor titular de Derecho Constitucional. Facultad de Derecho (UBA); académico de número en Derecho y Cs. Sociales de Buenos Aires y en Ciencias Morales y Políticas

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