Se llevó todo lo que tenía, que no cabía en arcones, baúles o valijas: cabía en su cerebro, era su conocimiento, su chispa de genio, su audacia, su humor y su ingenio, su agudeza. Era ya el científico más famoso del mundo, el tipo que en 1905 y apenas a sus veintiséis años, había dado vuelta como un guante los rígidos conceptos de espacio, tiempo, masa, energía y luz, había bautizado su pensamiento como Teoría de la Relatividad General y había cambiado para siempre el mundo, la ciencia y el futuro.
Ahora, en cambio, a sus cincuenta y cinco años, debía dejar para siempre su tierra y su continente, había nacido en Ulm, Alemania, porque su tierra lo perseguía por ser judío y su continente afilaba sus garras para una guerra, infernal en la que Einstein tendría un rol decisivo. El 17 de octubre de 1933, Einstein, su mujer Elsa Loewenthal, su secretaria y su colaborador, Walter Mayer, llegaron a Estados Unidos, un país que Einstein ya no abandonaría y del que sería ciudadano en 1940.
Alemania era peligrosa para el científico. Nunca lo habían querido demasiado. Le reprochaban dos cosas. La primera, que hubiese renunciado a la ciudadanía para evitar el servicio militar y dar fe de sus sentimientos pacifistas; se había convertido así en un apátrida nacionalizado suizo; el segundo reproche estaba fundado en que, en 1914, Einstein se había negado a firmar un manifiesto que sí habían firmado otros intelectuales y científicos, en apoyo del káiser Guillermo, que se preparaba para una guerra con Rusia. Se trataba del “Manifiesto para el mundo civilizado” y, entre otras cosas, la emprendía contra “(…) la horda de rusos aliados con mongoles y negros que pretenden atacar a la raza blanca”.
Después, Einstein había ganado el nobel de Física en 1921, a los cuarenta y dos años, no por su teoría de la relatividad, sino por el fenómeno de la emisión de electrones que se producen cuando la luz incide sobre una superficie metálica en determinadas condiciones. Si es posible una manera de decirlo más fácil, cada vez que atravesamos una célula fotoeléctrica y una puerta se abre o se cierra, cada vez que una luz se enciende cuando cae el sol o se apaga cuando el sol asoma, celebramos el Nobel que le dieron a Einstein.
Entre paréntesis, dice la leyenda que el científico encargado de evaluar la teoría de la relatividad para otorgarle el Nobel, no la entendió y los jurados temieron que, con el tiempo, se mostrara errada.
Einstein era un hombre de sentimientos muy particulares en cuanto a su noción de patria y su capacidad para afincarse en un lugar. En 1920 había escrito una carta desgarradora a su amigo, Max Born, que quería saber si haría bien en dejar su ciudad natal y aceptar un puesto de profesor en la Universidad de Gotinga, en Baja Sajonia. Einstein, divorciado de su primera mujer y alejado de sus tres hijos, atravesaba un momento muy especial de su vida: su madre, que padecía un cáncer incurable, había llegado a su casa, junto con una enfermera, para pasar sus últimos días junto a su hijo. Murió en febrero de 1920. Entonces contestó así a la inquietud de su amigo Born: “Lo importante no es donde resides. Además, soy un hombre sin raíces en ninguna parte, y no me considero la persona más indicada para dar consejos. Las cenizas de mi padre están en Milán. Enterré aquí a mi madre hace pocos días. Yo mismo he estado siempre yendo de un lugar a otro, soy un extraño en todas partes. Mis hijos están en Suiza en circunstancias que no favorecen mucho que pueda verlos. Lo ideal para un hombre como yo es sentirse en casa en cualquier parte, rodeado de sus seres queridos y amigos. Por eso no tengo derecho a aconsejarte en este asunto”.
Einstein y Estados Unidos tuvieron una abierta y cálida relación en especial en los años del ascenso del nazismo en Alemania. Entre 1930 y 1931 el científico fue profesor invitado del California Institute of Technology, en Pasadena. En 1933, cuando Hitler se hizo con el poder en Alemania y fue nombrado canciller del Reich, Einstein estaba en Pasadena y supo enseguida que ya no podría regresar a Alemania. Tuvo la certeza definitiva el 23 de marzo de ese año, cuando Hitler obtuvo poderes dictatoriales, las libertades fueron barridas de Alemania, en especial la libertad de expresión, y la antigua democracia de Weimar fue reemplazada por el terror.
Pocos días después, en una declaración muy dura, Einstein anunció públicamente su decisión de no regresar a su tierra natal. Viajó a Bélgica, a Le Coq-sur-Mer, bajo la protección del rey Alberto que le asignó una custodia especial porque volaban los rumores sobre la intención de los nazis de liquidarlo. Y enseguida renunció a la Academia Prusiana que, según supo más tarde, había estado a punto de expulsarlo luego de acusarlo de hacer circular mentiras terribles sobre Alemania en sus viajes al exterior. En abril se dio de baja de la Academia de Baviera: “Por lo que yo sé, las sociedades científicas de Alemania han permanecido pasivas y silenciosas mientras un gran número de científicos, estudiantes y profesionales con preparación académica se han visto privados de su empleo y de sus medios de vida. No quiero pertenecer a ninguna sociedad que se comporte de esa manera, aun cuando lo haga bajo coacción”.
La llegada de los Einstein a Estados Unidos fue un gran acontecimiento. El presidente Franklin D. Roosevelt los invitó a pasar una noche en la Casa Blanca y en enero de 1934 presidente y científico hablaron largamente de una pasión común: navegar a vela. También hablaron de las negras nubes que se cernían sobre Europa. Su lugar en el mundo fue Princeton y su universidad. Dice Banesh Hoffman, uno de sus biógrafos: “Aquella pequeña ciudad universitaria fue el refugio de Einstein: siguió hablando contra los nazis, pero no se tomaron precauciones especiales para garantizar su seguridad personal. Deambulaba sin temor por las tranquilas calles de la ciudad. La población lo trataba con cariño. Su total falta de formalismo debió provocar sorpresas, pero también sirvió para ganarle simpatías”.
En menos de cinco años, el fantasma de la guerra iba a turbar la pacifica vida de Albert Einstein en Princeton. En 1938, cuando el mundo se asomaba a la guerra y las potencias europeas no sabían cómo pararle los pies al monstruo alemán, el desarrollo nuclear estaba en pañales: pañales atómicos si se quiere, pero pañales al fin. Los científicos alemanes competían con los científicos americanos o extranjeros al servicio de Estados Unidos. El gran equipo atómico de Roosevelt estaba integrado por hombres que habían huido del nazismo, del fascismo italiano o de la fiera influencia comunista en el este de Europa.
A la cabeza del proyecto atómico americano estaba entonces el italiano Enrico Fermi, junto a los húngaros Leo Szilard, Edward Teller y Eugene Wigner, todos nacionalizados estadounidenses. Fermi investigaba la eventual reacción en cadena del átomo de acuerdo a las teorías de Einstein. Todo el equipo manejaba en 1938 una información vital e inquietante: al obtener el control sobre Checoslovaquia, luego de la firma del Pacto de Múnich entre Hitler, Neville Chamberlain por Gran Bretaña y Edouard Daladier por Francia, Alemania había ganado el control de las minas y de la producción de uranio checas. Para los científicos estadounidenses eso implicaba una sola cosa: Alemania estaba detrás de una bomba atómica.
Era verdad. Y si el mundo se salvó de que los nazis desarrollaran primero la energía nuclear, fue porque Hitler no creía en la física: creía en la física aria. Había desmantelado el gabinete de científicos alemanes judíos que investigaban los alcances de la desintegración del átomo y había encarcelado a unos pocos y empujado al exilo al resto. El historiador americano William Manchester reveló que muchos de esos hombres y mujeres de ciencia se fueron de Alemania con el agua pesada para enriquecer el uranio conservada en botellas de cerveza de color caramelo, para protegerla de los rayos del sol, y las guardaron en los refrigeradores de las heladeras suizas, país al que fueron a parar.
En una carrera contra reloj, Fermi y los suyos tenían muy pocos elementos, y presupuesto y colaboración para adelantar a Alemania en sus investigaciones. En la primavera de 1939 Hitler empezó a coquetear con la idea de anexar a Alemania los territorios polacos donde vivían ciudadanos de origen alemán, o que hablaban alemán, o que el Führer pensaba que eran alemanes o que merecían serlo. Si Hitler invadía Polonia, habría guerra en Europa.
Los científicos americanos estaban convencidos de tres cosas: existía una carrera contra los alemanes por la bomba atómica y Estados Unidos debía fabricarla primero; Alemania, con Werner von Braun y su equipo de científicos, estaba cabeza a cabeza con Estados Unidos en adelantos técnicos y científicos; para ganar la carrera, Fermi y los suyos precisaban presupuesto, equipo y respaldo. Existía una cuarta certeza: había que interesar directamente al presidente Roosevelt y alertarlo sobre el peligro que implicaba que Alemania dispusiera de esa arma vital para ganar una guerra que todavía no había empezado.
La única forma de interesar a Roosevelt, pensaron, era con una carta de Einstein en la que su admirado científico explicara los alcances futuros del proyecto atómico. Había que encontrar a Einstein que no estaba en Princeton. ¿Dónde estaba el preciado Einstein en el verano de 1939? Así empezó una búsqueda del tesoro que terminó bien de casualidad y demuestra que, a menudo, la historia va de la mano con el ángel del azar.
Szilard y Wigner preguntaron en Princeton, por teléfono, cuál era el destino del profesor. Les dijeron que estaba de vacaciones en un pueblito vecino a Long Island, cerca de Nassau. Y le dieron el nombre del pueblito: Peconic, que los húngaros entendieron de cualquier modo a través de la línea. Y se largaron a buscarlo. Tarde y mal, dieron con un pueblo de nombre parecido al que habían descifrado, era Peconic, y empezaron a preguntar por el profesor Einstein a quien nadie conocía. Buscan la casa que podría albergarlo y, por supuesto, no la encuentran. Antes de volver vencidos a New York y de empezar de nuevo la búsqueda, encuentran a un chico de unos trece años que tontea en la playa bajo el sol sofocante. Le preguntan por Einstein, el chico que tontea no tiene ni idea y hasta le divierte desairar con su ignorancia la visible inquietud de esos dos vestidos de pies a cabeza en plena playa; es un turista importante, le dicen al chico; y el chico: “Esto está lleno de turistas. ¿Qué tan importante es?”. Szilard y Wigner contestan con desgano y algo de malhumor: “Es un físico importante”. El muchachito tonteaba, pero no era tonto: “¿Un físico? ¿No será un tipo de pelo blanco todo revuelto? Porque hay uno así que vive cerca de aquí…” Así dieron con Einstein y con el embrión de la atómica.
Los dos físicos húngaros encontraron a Einstein en su casa alquilada que miraba a la playa: los recibió en pantalones cortos, pantuflas y su violín en la mano: la madre lo había interesado desde chico en los misterios de ese instrumento caprichoso. Le revelaron en qué estaban los nazis y le explicaron el plan de interesar a Roosevelt para que financie el proyecto americano, lo apoye y aumente el número de científicos en el equipo. Szilard recordaría luego: “En cuanto entendió las implicancias del proyecto y el peligro de que Alemania tuviese primero la bomba atómica, Einstein estuvo de dispuesto a ayudarnos”.
El 2 de agosto, exactamente un mes antes de la invasión de Hitler a Polonia y del inicio de la Segunda Guerra, Szilard volvió a Peconic, esta vez junto a Edward Teller que habla alemán. Einstein dicta la carta, Teller la escribe y el sabio la firma. ¿Qué decía? Su contenido es una pequeña joya literaria e histórica, un ejemplo de sutileza y de diplomacia. Einstein cita los trabajos de Fermi, explica que el uranio puede convertirse en una nueva y poderosa forma de energía, y advierte a Roosevelt, y le aconseja por carácter transitivo, que ciertos aspectos de la investigación serían “merecedores de atención y de una intervención rápida del gobierno”.
Después, con estudiada prolijidad trata de explicar al presidente los alcances de la investigación: “Es posible pensar en la construcción de nuevas bombas con una potencia muy superior a las actuales. Una sola de estas bombas, trasladada en barco o explotada en puerto, podría destruir sin problemas todo el puerto y parte del territorio circundante”. Ni siquiera Einstein tenía conciencia plena del tremendo poderío que desataría una bomba nuclear que, dice a Roosevelt, pueden ser incluso muy pesadas para transportarlas en avión.
Luego, otra sutileza, comenta que Estados Unidos no es muy rico en uranio y sugiere al presidente: “Usted puede considerar deseable mantener un contacto entre su administración y estos físicos que investigan la reacción en cadena. (…) Una posibilidad es que nombre a una persona de su confianza como enlace, que destine fondos al proyecto y que consiga, si es posible, la participación de algunos laboratorios industriales privados”.
Y, por último, alerta a Roosevelt: “Tengo entendido que Alemania ha interrumpido la venta de uranio de las minas de Checoslovaquia que ahora están en sus manos. La explicación tal vez se deba a que el hijo del subsecretario de estado alemán, Von Weizaker, trabaja en el instituto Kaiser Wilhem, donde en la actualidad están repitiendo algunos de los trabajos con uranio que hacen los americanos”.
Roosevelt sería buen entendedor para tan pocas palabras. Los húngaros de Fermi enfrentaban ahora otro desafío: poner en manos de Roosevelt la carta de Einstein. Le encomendaron la tarea a Alexander Sachs, un financista y asesor de Roosevelt y generoso aportante de sus campañas presidenciales. El 11 de octubre, ya con Polonia en manos nazis, Roosevelt recibe a Sachs que lleva la carta en el bolsillo, tiene en la cabeza la recomendación de los húngaros Szilard y Teller “el resultado de la guerra depende de esa carta”, y comete el error de su vida: teme explicar mal los detalles de la investigación científica y decide leer de punta a punta la carta de Einstein; Roosevelt se aburre en el segundo párrafo, entiende nada del uranio enriquecido y la fisión del átomo y se saca de encima a Sachs con un recurso de estadista: nombraría una comisión encargada de investigar los reales alcances de esos avances científicos. Sachs supo enseguida que había perdido la batalla y que los alemanes iban a tener primero la bomba.
En cuanto salió del Salón Oval jugó entonces una última carta: pidió a la secretaria de Roosevelt que le hiciera un lugar para volver a ver al presidente en el desayuno de mañana. La secretaria de Roosevelt era Marguerite Lehand y, chismecito del ambiente, era muy cercana a Roosevelt: era una de sus amantes. Fue sincera con Sachs: era imposible desayunar con el presidente al día siguiente, su agenda estaba completa y Sachs iba a desentonar con los invitados a la mesa de Roosevelt. Entonces Sachs fue más sincero todavía: “Marguerite, cinco minutos antes del desayuno. La guerra depende de esto”.
El historiador Manchester afirma que Sachs pasó una noche tremenda en su habitación del Hotel Carlton: apenas pudo dormir. El hotel era vecino de la Casa Blanca y albergaría a espías de todo tipo en los años calientes de la Guerra Fría, en especial durante la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, en octubre de 1962.
Gracias a la buena voluntad de Marguerite, a la mañana siguiente Sachs estaba de nuevo frente a Roosevelt. Y tenía sólo cinco minutos. Le recordó la historia de Robert Fulton, el inventor del barco a vapor, que fue a vender su idea a Napoleón, metido para variar en una guerra contra Inglaterra; el emperador entendió poco y nada de aquella nueva forma de energía, dejó pasar la oportunidad de emplear ese nuevo recurso y perdió la guerra. Ahora sí, el buen entendedor de Roosevelt entendió esas pocas palabras de Sachs y, con la carta de Einstein en la mano, preguntó: “Alexander, ¿querés decir que hay que evitar que los alemanes nos hagan saltar por el aire?”. “Sí, señor presidente”; contestó Sachs.
Dieciséis días después, el 19 de octubre, Roosevelt respondió la carta de Einstein con otra carta que empezaba: “Mi querido profesor”. Prometía el nombramiento de un Comité Asesor sobre el uranio que integrarían científicos y militares del Ejército y la Armada. Así nació el embrión del Proyecto Manhattan que comandaría en los años ‘40 Robert Oppenheimer. Fue siempre súper secreto y tuvo en principio un nombre de carnaval que ocultaba sus verdaderas intenciones: “Desarrollo de Materiales Sustitutos”.
Einstein, que en principio había justificado el que Estados Unidos desarrollara primero la bomba atómica por el peligro que representaba la Alemania nazi en poder de esa arma poderosa, declaró luego de Hiroshima y Nagasaki: “Si hubiera sabido que los alemanes no conseguirían desarrollar una bomba atómica, no habría hecho nada”. El poder atómico apuró el final de la Segunda Guerra y, con seguridad, evitó otras tremendas guerras posteriores. Einstein decía no saber con cuáles armas iba a librarse la tercera guerra mundial; pero que la cuarta sería con palos y piedras.