Una broma de pianistas –al menos la repite el par que conozco– suele ironizar sobre los bateristas diciendo que no son músicos. Se refieren, supongo, a que los segundos no necesitan saber de armonía como ellos o a que en el pentagrama los símbolos no señalan notas sino la ubicación del golpe percusivo (por no hablar de las X que indican los platillos). Como conviví una década con una batería en las cercanías y fracasé a cada intento siquiera de probarla –bajo la guía de mi hijo, su natural ejecutante–, me siento tentado de reivindicar el instrumento recordando a Jack DeJohnette, que murió el domingo pasado, a los 83 años.
La batería de DeJohnette se volvió una marca de agua inconfundible de los tríos de Keith Jarrett
En The Guardian, el periodista Philip Clark cuenta para homenajearlo que en una entrevista cometió el predecible desliz de llamarlo baterista. DeJohnette lo corrigió. Tal vez haya sufrido alguna vez el bullying de algún pianista. Tocaba la batería, era cierto, pero se consideraba a sí mismo, dijo, “un músico completo” (o, si se prefiere una traducción más precisa, “un músico en sentido amplio”).
DeJohnette fue uno de los grandes percusionistas del último medio siglo, pero conocía de armonía como pocos. Nunca dejó de tocar el piano, que estudió a la par del instrumento por el que se hizo conocido. De hecho, llegó a grabar un disco en solitario al teclado. Su reivindicación, sin embargo, es de pensarse, alude sobre todo a su estilo al comando de las baquetas. Se definía a sí mismo como un colorista, un pintor de sonidos, y su interacción con los demás intérpretes demuestra que no solo se trataba de talento rítmico, sino también de sensibilidad tímbrica.
Los bateristas del jazz son legión. Las preferencias pueden cambiar con el tiempo: Max Roach, Billy Higgins, Philly Joe Jones son los que me vienen a la mente hoy. DeJohnette no necesita sumarse a ninguna lista porque siempre estuvo a mano por pura contemporaneidad: probablemente sea el percusionista que más haya escuchado un distraído seguidor del jazz reciente, incluso sin haberlo sabido.
La razón es evidente: DeJohnette fue el baterista del trío de Keith Jarrett, con Gary Peacock al bajo. A partir de 1983 y en decenas de discos –de Standards Vol.I y Changes a Bye Bye Blackbird o Somewhere– la sutileza impresionista, ya en estudio, ya en vivo, de su pulso se volvió una marca de agua inconfudible de cada versión. Siempre atento a la interacción con sus colegas del trío, su manera de improvisar crea un aura inconfundible.
Es la parte más conocida del iceberg de su carrera, pero la ocasión también permite salir a buscarlo en grabaciones menos citadas. Con Jarrett, por ejemplo, habían formado en sus comienzos parte de la banda del exitoso saxofonista Charles Lloyd y pronto grabarían en dúo Ruta and Daitya (1972). El pianista, curiosamente, tocando un teclado eléctrico. Antes a DeJohnette ya lo había tenido en sus filas Live in Montreux (1968) –lo anuncia al inicio el presentador al inicio, con cómico acento francés, junto al bajista Eddie Gómez–, uno de los discos más escuchados de Bill Evans.
Poco más tarde fue uno de los bateristas de Bitches Brew (1970), aquel doble vinilo eléctrico de Miles Davis en el que el trompetista hizo colisionar, con efectos sísmicos, el jazz, el funk y el rock. También se lo puede escuchar en Live-Evil, Jack Johnson y On the Corner (todos de Miles), donde DeJohnette parece otro, dejándose llevar por el groove rabioso de aquellas placas.
A DeJohnette tampoco le faltaron discos como líder. Nunca les había prestado atención. La guía de jazz que siempre consulto recomienda Earth Walk (1991), donde compuso cada tema, como corresponde a un “músico absoluto”. No lo encontré en las omnívoras plataformas al uso, pero sí perdido por ahí. Es excepcional. Está sonando ahora. Las despedidas dan también la oportunidad de hallazgos inesperados.