Los viejos y los nuevos territorios de la geopolítica y del mundo

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La geopolítica actual se centra en los intereses de los Estados y la proyección de poder sobre territorios estratégicos

Nunca se ha hablado tanto de geopolítica como hoy. Hasta los observadores con formación humanista y convencidos del inevitable triunfo de la razón sobre la fuerza, se refieren a la predominancia de la geopolítica.

Es pertinente recordar que cuando se habla de geopolítica no siempre se consideran “buenas intenciones de los Estados”, sino más bien, como advertía Henry Kissinger, “intereses de los Estados”. En efecto, la geopolítica implica intereses políticos volcados o proyectados sobre territorios, con propósitos generalmente asociados al fortalecimiento del poder nacional.

Fue precisamente ese experto quien en los años setenta se refirió a la geopolítica para explicar el mundo de entonces. Lo hizo luego de un largo ostracismo al que fue sometido el vocablo, considerado tras la Segunda Guerra Mundial un “concepto maldito”, pues se asociaba a la geopolítica con una visión casi orgánica de los Estados, es decir, con la (casi de modo viviente) expansión territorial de los Estados sobre otros y, por tanto, con la misma guerra.

Por ello, después de 1945, con el fin de alejar a la geopolítica de las concepciones suelo-raciales germanas, en Occidente se buscó asociar la geopolítica con autores menos tendenciosos, por caso, el británico Halford Mackinder, un respetado geógrafo que desde principios del siglo XX había centrado sus estudios en la importancia de la masa terrestre euroasiática.

En los años ochenta, la denominada “geopolítica crítica” procuró desterritorializar la disciplina exponiendo los discursos y herramientas estadounidenses de poder, por ejemplo, la “teoría de las piezas del dominó” (que aseguraba que si en una parte del mundo un país caía bajo el comunismo, pronto caerían sus vecinos, por tanto, había que intervenir militarmente para evitarlo).

Tras el fin de la Guerra Fría, la geopolítica pasó a ser casi una disciplina “a la carta”: todo podía ser encarado desde la “aplicación” geopolítica, desde fenómenos climáticos hasta cuestiones financieras. Fue así como se logró la “licuación” de la disciplina. Además, durante los años noventa, el “tsunami” de la globalización (en rigor, “geopolítica por otros medios”) pasó a definirlo todo en términos comerciales. En un mundo dominado por “la gramática del comercio”, según el término del estadounidense Edward Luttwak, ya no había lugar para la disruptiva idea y práctica geopolítica.

Sin embargo, el siglo XX, una centuria de compuertas y acontecimientos políticos-territoriales, se despidió con un hecho eminentemente geopolítico, la ampliación de la OTAN; y el siglo XXI despuntó con otro evento mayor de cuño geopolítico, el ataque perpetrado por el terrorismo transnacional sobre el territorio más protegido del planeta, Estados Unidos (es decir, un actor no estatal realizaba ataques mucho más allá de sus ámbitos tradicionales de acción).

Entre el año estratégico de 2001 y hoy, los acontecimientos centralmente geopolíticos no sólo aumentaron, sino que la disciplina se pluralizó, pues a los dominios tradicionales del campo, esto es, tierra, mar y aire, se sumaron “nuevas territorialidades”, es decir, nuevas temáticas que suponen cooperación pero también nuevos espacios de poder y competencia entre Estados.

Ante todo, hay que decir que los viejos temas de la geopolítica permanecen muy vigentes. Solo consideremos que en las “tres guerras y media” que hoy tenemos en las principales placas geopolíticas del mundo: Europa del este, Oriente Medio, península indostánica y arco del Pacífico-Indico, las causas se fundan en cuestiones político-territoriales. Es cierto que en la tercer placa la guerra por territorios entre India y Pakistán (dos actores con armas atómicas) es intermitente pero incesante, y en la última placa (donde la creciente discordia chino-estadounidense es central) hay conflictos que obedecen a diferentes razones, pero los más peligrosos de dispararse hacia una confrontación son geopolíticos: Taiwán, Mar de China, reclamos de soberanía y proyección de alianzas impulsadas por Washington cuyo fin es vigilar y contener a Pekín.

Cerrando la parte relacionada con los viejos temas, hay que decir que existen en el mundo de hoy cuestiones de contundencia geopolítica no siempre advertidas.

Por un lado, el “regreso” de la conquista y expansión territorial, una situación que aparentemente había quedado en el pasado, pero que podemos apreciar en casos como Ucrania y Medio Oriente, o en las amenazas del mandatario estadounidense en relación con Groenlandia y Panamá. En un trabajo publicado este año en Foreign Affairs, el profesor de la Universidad de Chicago Michael Albertus advierte sobre el advenimiento de una era de expansión territorial como consecuencia del cambio climático: “Las amenazas de conquista territorial vuelven a ser un elemento central de la geopolítica, impulsadas por una nueva fase de competencia entre grandes potencias, la creciente presión demográfica, los nuevos avances tecnológicos y, quizá lo más crucial, el cambio climático”.

Dicho escenario de cambio del clima, considera el experto, hará que sitios como Groenlandia se vuelvan importantes por sus vastas extensiones de tierra, antes inhóspitas por el hielo. En este cuadro, a medida que la tierra se caliente, la gente se verá obligada a huir de lugares que se tornen inhabitables. Concluye que, por cuestiones de recursos, la Antártida será otro punto de conflicto.

Por otro lado, las concepciones geopolíticas que asocian el poder con la proyección sobre territorios o mares mantienen una notable vigencia con la emergencia de nuevas concepciones que reconfiguran las concepciones clásicas, a la vez que moderan aquellas “imágenes” de un futuro inminente donde todo se encontrará y sucederá en el mundo digital, según nos sugiere el experto Yan Xuetong. Nos referimos a las consecuencias de la irrupción de China como potencia de clase mundial, cuyo empuje geoeconómico impulsa configuraciones geopolíticas como el enorme corredor conocido como la Iniciativa de la Franja y la Ruta (una concepción terrestre) y la ruta de la orilla (una concepción costera-terrestre), a las que se podría sumar la Ruta del Ártico, otro de los escenarios que está adoptando el carácter de selectivo mayor.

En cuanto a las nuevas territorialidades de la geopolítica, el espacio ultraterrestre se encuentra en una posición intermedia, pues hace tiempo que los grandes poderes se han proyectado y compiten. Pero lo novedoso radica en que las cuestiones militares y de seguridad en tierra han llevado a que los cientos de satélites prácticamente han convertido al espacio en un “territorio” militarizado aunque sin armas desplegadas en él (pues hay un tratado que por ahora las prohíbe).

Otro dato novedoso se relaciona con otra dualidad: la proyección de complejos estatales y privados, realidad esta última que implica satélites más pequeños (smallsat) y disminución de costos; asimismo, aumenta en el espacio la utilización de inteligencia artificial para mejorar la conectividad, y también cobran protagonismo las misiones de exploración con fines relativos con la extracción de recursos estratégicos como platino, helio-3, titanio, etc.

La galaxia de autopistas digitales comprende un nuevo e inconmensurable territorio de la geopolítica, una nueva dimensión que implica, en parte, un cambio en la naturaleza de la disciplina. Por supuesto que esta dimensión territorial supone un adelanto de escala en relación con la interdependencia, pues nunca antes el mundo estuvo tan conectado.

Pero las relaciones internacionales también suponen competencia e incertidumbre de intenciones. Y desde esta lógica por ahora irreductible, esa nueva plataforma geopolítica implica al menos cuatro situaciones: concentración de poder; capacidad para producir disrupciones de escala (por caso, Estados Unidos considera que un ataque cibernético a su territorio por parte de un estado o un actor no estatal podría provocar un “Pearl Harbor electrónico”); asimismo, facilita la desresponsabilización por parte de un Estado acusado de agresor, pues existen múltiples hackers nacionalistas o anarquistas que operan “por las suyas”; por último, el territorio digital permite a los regímenes autocráticos perfeccionar el control sobre las sociedades, convirtiéndose así en regímenes total-digitalitarios.

La conectividad nos lleva a otros territorios no siempre considerados en su estratégica condición: el de los cables submarinos, activos de comunicación global por los que discurre más del 95 por ciento del tráfico de datos. Actualmente, aproximadamente 600 cables transportan información relacionada con transacciones financieras, streaming, etc.

Dada su condición de activos estratégicos mayores, los cables submarinos suelen ser objeto de seguimientos o ataques perpetrados por Estados a través de diferentes medios, por ejemplo, “accidentes” o bien por el uso de drones submarinos ultrasilenciosos. Actualmente, Estados Unidos y China son los países más avanzados en materia de vehículos submarinos no tripulados.

Los recursos estratégicos implican un segmento de la vieja geopolítica, pero también forman parte de los nuevos territorios en función de la posibilidad que existe en relación con el advenimiento de una nueva era de “imperialismo de suministros”, es decir, los nuevos emprendimientos y las nuevas tecnologías, por caso, automóviles eléctricos, teléfonos, superconductores, entre otras, demandan recursos (litio, cobalto, silicio, antimonio, tierras raras, etc.).

Desde esta perspectiva, nuevas formas de cooperación entre Estados implicarán un imperialismo suave, pero tampoco se ocluye el imperialismo directo, esto es, el que supondría acciones por parte de actores demandantes, las que relativizarían soberanías de actores que, por diferentes motivos, no explotan recursos críticos de su tierra. Aquí es pertinente recordar la advertencia cruda del geógrafo alemán Friedrich Ratzel: “Si un país no ocupa sus territorios ni explota sus recursos, otros lo harán por él”.

Por último, en tanto la inteligencia artificial implica un poder de escala, sin duda que se trata de un nuevo ámbito de la geopolítica. Pero acaso el dato geopolítico más contundente en relación con esta tecnología sea la posible configuración de bloques geotecnológicos rivales, es decir, formaciones con vórtice en la concentración y maximización de poder que escaparán del margen de cooperación que sin duda habrá entre los Estados en este incierto segmento.

En breve, la geopolítica no solo nunca se marchó, sino que en el siglo XXI ha modificado en parte su naturaleza y también ha sumado nuevas territorialidades. No deja de ser una ironía que, mientras en los años noventa la globalización había prácticamente “licuado” la geopolítica, hoy sea la geopolítica la que en buena medida condiciona y hasta arrincona peligrosamente a la globalización.

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