Anhelos de normalidad y de futuro, los grandes ganadores del domingo

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Cuando los historiadores intenten, en el futuro, interpretar y descifrar estas últimas elecciones, se encontrarán frente a un complejo desafío. ¿Cómo entender que en apenas 50 días el Gobierno haya pasado de una durísima derrota en la provincia de Buenos Aires a un sorpresivo triunfo en ese mismo distrito? ¿Cómo se explica que los magros resultados que obtuvo La Libertad Avanza en casi todos los comicios provinciales se hayan convertido en una estridente victoria en las elecciones nacionales? ¿Cuáles fueron las razones de ese impactante vuelco electoral cuando no aparece, en la superficie, ningún hecho concreto que haya ocurrido entre una elección y otra y que pueda explicar por sí solo el corrimiento en favor del oficialismo? Al revés: en esos 50 días, el Gobierno se vio forzado a bajar a su principal candidato bonaerense por consistentes denuncias de vínculos con un narco y tuvo que lidiar, además, con un clima de inestabilidad financiera que contaminó las expectativas económicas y obligó a pedir un dramático salvataje al Tesoro de Estados Unidos. ¿Qué corrientes subterráneas se movieron en el electorado? La respuesta exige un viaje a la psicología ciudadana y al estado de ánimo de una sociedad atravesada por el desencanto, pero al mismo tiempo dispuesta a buscar una salida.

El primer dato que emerge con claridad es el de la provisoriedad de los triunfos electorales. Los grandes ganadores de una elección pueden convertirse, cinco minutos después, en los grandes perdedores de las que siguen. Podría traducirse en un refrán: nadie tiene la vaca atada. Y es el resultado de una ciudadanía activa y vigilante, que a veces vota con resignación y otras con ilusión, pero que no se casa con nadie. En los comicios bonaerenses del 7 de septiembre había quedado claro, aunque el kirchnerismo se resistía a verlo: no era un triunfo de Axel Kicillof; era un mensaje a Milei. No se premiaba una gestión provincial que ha abandonado la seguridad, la educación y la salud, sino que una parte del electorado vio en esa instancia electoral la oportunidad de marcar diferencias con un liderazgo nacional que había exacerbado antagonismos y había exhibido chocantes rasgos de altanería y desmesura.

A la izquierda, Milei el 7 de septiembre pasado, en la noche de la elección bonaerense; a la derecha, el domingo 26 de octubre

Lo que se ha confirmado el domingo es la plasticidad de un electorado que, por fuera de los núcleos duros de cada fuerza política, hace juicios diferenciados en cada elección y puede definir su voto con criterio estratégico sin asumir, en ningún caso, compromisos definitivos ni mucho menos emitir cheques en blanco.

Cuando se examina ese comportamiento electoral, emerge un interesante ingrediente de sofisticación en un sector oscilante del electorado que es capaz de hacer en el cuarto oscuro diferenciaciones casi quirúrgicas. ¿En qué se advierte esa sofisticación? En la buena elección que hicieron muchos intendentes en septiembre, a los que los vecinos de sus distritos les reconocieron capacidad de gestión, y la distancia que tomó ese mismo votante cuando el intendente aparecía, en la elección nacional, como referente político o ideológico de una facción. Hay municipios estratégicos de la provincia de Buenos Aires donde el voto dio un giro de campana.

Para la dirigencia política, tanto oficialista como opositora, leer la complejidad de los resultados, pero sobre todo interpretar la psicología del voto, resulta un ejercicio de supervivencia. Si el Gobierno cree que ahora cuenta con una adhesión incondicional, y que todas las críticas y reproches que se le han hecho estaban equivocados, puede caer en una trampa enceguecedora. Los primeros datos son auspiciosos: el Presidente habló el domingo con moderación, hizo un llamado al diálogo, convocó a la construcción de acuerdos y se olvidó del lenguaje soez, agraviante y virulento contra aquellos que plantean dudas, matices o discrepancias. ¿Será el resultado de una autocrítica genuina? De la respuesta dependerá la oportunidad del oficialismo de recrear, sobre la base del apoyo electoral, un marco de gobernabilidad y de consensos para gestionar la economía, asegurar cierta previsibilidad política y reformar el Estado. Para empezar, “tenemos que dejar de insultar por dos años”, le recomendaría, con cinismo, un sindicalista al Presidente. Está por verse si también tiene vigencia y sentido de oportunidad la verdadera frase de aquel dirigente gremial.

Una pregunta elemental tal vez ayude a descifrar el ánimo del votante: ¿quién ganó las elecciones? La respuesta lineal sería que ganó Milei y ese, por supuesto, es un dato nítido y contundente de la realidad. Pero lo que ganó es, en el fondo, el anhelo de normalidad y la expectativa de futuro. Puede presumirse que un sector del electorado percibió que una derrota del oficialismo, como la que había sufrido en septiembre, podía desembocar en un gigantesco descalabro. Se imaginó un lunes catastrófico en los mercados, con el dólar fuera de control. También intuyó que podía resurgir la agitación en las calles, con los Grabois envalentonados y los dirigentes piqueteros resucitados. Vio a un kirchnerismo dispuesto a empujar un juicio político en el Congreso mientras presionaba a los jueces por la situación penal de su jefa partidaria. Vio un retroceso, agazapado detrás del mate “amigable” de Kicillof, a las ideas económicas terraplanistas y vio en la postulación de Taiana una mano tendida a la dictadura de Maduro.

Massa, Taiana, Máximo Kirchner y Kicillof

El temor a que volviera a rodarse esa película fue un factor determinante del resultado electoral. Pero puede verse desde una perspectiva más positiva y alentadora: no fue, necesariamente, miedo, sino la voluntad y la expectativa de construir un país más previsible, más estable, más parecido a un tren que a una montaña rusa. Si se presta atención a la conversación cotidiana, se verá que la intuición de que una debacle del Gobierno podía hacer que todo volara por los aires tuvo, incluso, una fuerte influencia en sectores jóvenes del electorado que no han sufrido en carne propia la experiencia traumática del 2001 y mucho menos la del final anticipado de Alfonsín, pero que están empezando a valorar el ahorro, a construir un destino laboral y a acariciar la posibilidad de un crédito.

El resultado electoral muestra también algunos rasgos novedosos que quizá deban interpretarse como síntomas, aunque sean tenues y provisorios, de una transformación cultural. El primero es la voluntad de darle más tiempo al Gobierno para avanzar con sus promesas y proyectos. En un contexto de fuerte impaciencia social, donde las expectativas son cada vez más volátiles y la ansiedad domina el humor colectivo, es un dato relevante. Tal vez por el logro de haber bajado drásticamente la inflación, el Gobierno consigue que una mayoría le extienda el crédito electoral, aun en un contexto en el que la economía no termina de despegar, las inversiones se demoran y el poder adquisitivo de los salarios y jubilaciones está por lo menos amesetado. Hay ahí una novedad: la voluntad de “aguantar” un presente difícil con la expectativa de un futuro mejor. La comprensión de que el saneamiento de la economía no es un camino lineal y lleva tiempo. La aceptación de que no existe la solución mágica.

Otro síntoma que tal vez llame la atención de los historiadores cuando estudien este proceso electoral es el debilitamiento del espíritu antinorteamericano que siempre había sido muy fuerte en la clase media argentina. Entre Bessent o Kicillof, la mayoría eligió a Bessent. Asoma ahí un pragmatismo que también es novedoso. Podrán discutirse la injerencia del Tesoro estadounidense en el mercado de cambios y el involucramiento de Trump para ayudar a Milei, pero es evidente que una mayoría ciudadana ha visto ese proceso como una oportunidad, o en el peor de los casos como una necesidad, y no lo ha juzgado con prismas ideológicos de un nacionalismo que suena desfasado en la era de la globalización y la integración con el mundo.

Scott Bessent con Luis Caputo en Washington

También habrá que apuntar la flexibilidad ciudadana para incorporar la modernización del sistema electoral. La otra gran ganadora del domingo fue, sin duda, la boleta única. No solo simplifica y agiliza la votación, sino que le da más autonomía al elector y reviste a todo el proceso de una mayor transparencia. La facilidad con la que el cambio fue digerido, después de votar con un mismo sistema durante toda la vida, habla también de la porosidad social para asimilar las transformaciones. Lo que se creía que nunca podía cambiar un día cambia y las cosas mejoran con rapidez y naturalidad, mientras quedan descolocados los sectores que se aferran a los antiguos sistemas, pero también a ideas rancias y obsoletas que, por lo general, encubren opacidades y privilegios. Es una enseñanza que excede a la boleta única.

El sistema político no debería ignorar, por último, el otro dato central de esta elección: crecieron la abstención y el ausentismo, que se mantienen como la fuerza mayoritaria. La Libertad Avanza obtuvo, en todo el país, casi 9.300.000 votos, mientras que el kirchnerismo, con distintos nombres, sumó 7.200.000. Los que decidieron no ir a votar fueron 12.800.000 ciudadanos (el 32% del padrón). En ese universo está el electorado huérfano, que no se siente representado por los espacios mayoritarios, pero que tampoco ve en la atomización de las terceras fuerzas una opción que regenere el entusiasmo. Ese dato debería encender una luz de alarma en el tablero de la política: un tercio del electorado ha decidido refugiarse en una suerte de repliegue cívico. ¿Es solo desinterés e indiferencia, o pesan más el hartazgo y la frustración? ¿Son ciudadanos que reniegan del sistema o que no encuentran motivación en opciones que tienden a radicalizarse y exacerban la polarización? ¿No hay un mensaje ahí para sectores moderados e independientes que no logran, sin embargo, vertebrar opciones electorales robustas y deponer egos y ambiciones personales para unificar propuestas? Tal vez sea otro de los grandes temas de estudio que dejan los últimos comicios.

Para entender el resultado de la elección, había que pararse el lunes a la mañana en alguna esquina céntrica de una ciudad cualquiera: nadie miraba en las vidrieras las pantallas de los televisores ni estaba demasiado pendiente de las pizarras del dólar. El tránsito fluía al ritmo habitual. El bullicio urbano era el de un día común y corriente; los negocios levantaban sus persianas como siempre y la conversación giraba sobre el clima otoñal ya en plena primavera. La mayoría lo había logrado: la Argentina amaneció, después de la elección, con normalidad y sin zozobras. Todo es provisorio, claro, pero la decisión ciudadana envió un mensaje sano y tranquilizador que obliga a la dirigencia política a actuar con responsabilidad. ¿Sabrán el Gobierno y la oposición leer los resultados con inteligencia? Una vez más, la moneda está en el aire.

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