
Hay una especie de subgénero humorístico en el que los chistes siempre empiezan así: “Entran a un bar…”. Y los que entran al bar pueden ser un español, un italiano, un húngaro y un correntino. O Sigmund Freud, Maradona, Amelita Baltar y Michael Jackson. O un dentista, un rinoceronte, un bombero voluntario y una cebra.
Lo importante de la fórmula, lo estable de la fórmula, es el origen tan disímil de los que llegan al bar y conviven en su barra o en sus mesas por un instante. El remate del chiste depende de cada caso, de los invitados a cada narración, pero lo que mantiene inalterable la eficacia de ese género es que al bar puede entrar cualquiera.
Esto, lo que sigue, no es un chiste. Esta es la historia de un bar porteño, el Varela Varelita, al que entra cualquiera y en el que esa parece ser una -de las más importantes- condiciones de su éxito. En este bar hay parroquianos, varones sobre todo, que vienen absolutamente todas las mañanas en busca del café de siempre, el mozo de siempre, los vecinos de mesa de siempre, el olor, el ruido, las ventanas y, a través de esas ventanas, el mundo de siempre.
Hay parroquianos que iban todas las mañanas y que ahora van cuando una cuidadora, un hijo o una sobrina los llevan un rato en medio de un paseo antes de volver al geriátrico en el que viven. Y hay adolescentes que hojean alguno de los diarios de papel que el bar les ofrece: parece la performance de un museo de arte contemporáneo pero ahí están, cerca de una ventana en la que entre el sol.

Pasan de Política a Internacionales y a Deportes y a Policiales, comen una medialuna o un sandwich y se devuelven al mundo en la esquina de Scalabrini Ortiz y Parguay, donde el Varela Varelita empezó a existir hace 75 años, aunque llamándose Ricky.
En las mesas del local, que hasta hace un tiempo eran unas veinte y ahora llegan a 32 porque lo que era un kiosco se transformó en parte del salón, hay una mamá y un hijo que salió del jardín, y otra hija que debe tener siete u ocho años y juega a ser grande con una amiguita en otra mesa. Se piden una Fanta cada una y hablan bajito para que los adultos no escuchen.
Hay cuatro jubiladas, vecinas del bar, que una vez por semana juegan en una mesa al Burako. Cubren las mesas con su paño verde, una pide un café, las otras tres, un vaso de agua. Es fin de mes, no da para más consumo que ese, pero saben que nadie las va a instar a consumir más ni a que se apuren para que alguien nuevo ocupe la mesa. Esa es otra de las claves de este bar en el que el paisaje empieza a cambiar a la hora del vermú, cuando el sol baja.
A la noche, la edad promedio del Varela Varelita baja y el ticket promedio de consumo, sube. Una caja que durante el día cobra sobre todo cafés, medialunas y algunos almuerzos, a la noche cobra cervezas, tragos, cenas. Y los cobra hasta bastante más tarde que hace algunos años atrás: el bar ya no cierra a las 11 de la noche como máximo, sino que extendió su horario hasta no menos de la una de la madrugada.
Así que el turno vespertino y trasnoche empezó a construir su elenco estable de parroquianos y a convertirse en un refugio de la bohemia que, además, ofrece precios más accesibles que muchos de sus competidores.
El lavacopas que vino a “hacer la América”
Cuando Javier Giménez llegó de Goya, Corrientes, donde nació, consiguió trabajo en un puesto de flores que todavía existe en la esquina de Scalabrini Ortiz, en Palermo. Esa esquina que se le iba a hacer carne. El bar en diagonal al puesto en el que se quedaba dormido mientras trabajaba de noche ya estaba ahí desde hacía décadas.

Ya se llamaba Varela Varelita, un nombre que más de un parroquiano atribuyó al que llevaba una orquesta típica de tango que brilló en los años cuarenta y cincuenta, pero que tiene una explicación mucho más sencilla. En algún momento, un español de apellido Varela compró el bar y fue autorreferencial.
Le puso Varela por él y Varelita por su hijo, que era con quien manejaba esa esquina palermitana. Varela sigue vivo, ronda los cien años y cada tanto pasa por la vereda del bar, pero es raro que entre: se le viene demasiada nostalgia encima. En una columna del bar que bautizó hay una foto suya y de su hijo lista para quienes pregunten por el nombre del lugar.
Giménez no había cumplido ni 20 años cuando llegó de Corrientes a Palermo a vender flores de noche. Para no dormirse (tanto) en los turnos con menos ventas, ayudaba al diariero que todavía tiene el puesto justo en la vereda que el bar tiene sobre la calle Paraguay. En ese entonces, había que armar los distintos suplementos de papel de cada diario y Javier se convirtió en una especie de mano derecha del diariero: un hombre de confianza.
“En un momento, los cinco gallegos que habían comprado el bar necesitaron a alguien más para lavar las copas, estar detrás de la barra, y el diariero me recomendó a mí, y así entré”, cuenta Giménez. Era 1991 o 1992, Javier no se acuerda bien, pero sí se acuerda qué había venido a hacer desde Goya a Buenos Aires: “Me vine a la capital a ‘hacer la América’ como dicen”, le cuenta a Infobae en una de las mesas de este bar al que él le dice “boliche” y del que, más de treinta años después de la recomendación del diariero para que se sumara como lavacopas, es uno de los dos dueños principales.

“Aprendí a hacer todo. A lavar las copas, a cocinar, a organizar el trabajo, a atender a los clientes, a tratar con los proveedores, a entender los costos y los precios, a buscar por dónde se podía mejorar el funcionamiento. Todo”, dice Javier, que tiene dos ojos pero parece que tiene uno extra por cada mesa de este bar que es su casa, y uno en la cocina, y otro en la barra, y otro en la puerta por la que entran y salen clientes de los que sabe su nombre y su vida, y los dos ojos bien puestos en esta mesa, en esta conversación.
Esos “cinco gallegos” que fueron los dueños del Varela Varelita por décadas fueron vendiendo sus partes de la sociedad, muriéndose, alejándose. “Cuando murió uno de ellos, la viuda me ofreció comprar. Y yo me endeudé con todo el mundo, pero compré”, cuenta Javier, que desde hace al menos veinte años es el alma máter del bar, uno de los que fue reconocido por la Legislatura Porteña como Notable por cumplir con la responsabilidad de preservar las tradiciones y el patrimonio simbólico de la Ciudad.
Prohibido cerrar
“Yo creo que el secreto de que funcionemos bien es que cuidamos la calidad del producto que le ofrecemos al cliente y le cuidamos el bolsillo al mismo tiempo”. En Varela Varelita, un café con dos medialunas cuesta 5.500 pesos, una cerveza de litro se consigue desde 9.000 y viene con el tradicional triolet de papitas, palitos y maní, y el plato emblema del lugar, un sandwich de lomito completo, cuesta 13.000 pesos.
Es insondable saber cuánto pesan los precios y cuánto pesa que los mozos, los dueños y los demás parroquianos sepan el nombre de cada habitué. Pero hay clientes que todos los días desayunan en el Varela Varelita, sin falta.
“Hay clientes que, incluso, cuando estuvimos en obra y tuvimos que cerrar, nos pidieron encarecidamente pasar y tomarse su café de siempre. Fue impresionante, es como que querían sí o sí estar acá, en su lugar de todos los días”, le cuenta Ayelén Giménez a Infobae. Es la hija de Javier, tiene 32 años y, desde hace algunos años, tiene también una parte de la sociedad del bar.

Fue una idea de su papá y del otro accionista mayoritario: cada uno de ellos dos tiene el 40% de la sociedad, y entre los dos compraron el 20% restante cuando se fue otro socio, y se las dieron en partes iguales a siete trabajadores del bar. Algunos de ellos, con más de veinte años de trabajo en el lugar. “Nos lo fueron pagando de a poco, y ahora tienen su parte”, explica Javier.
Ayelén, que se convirtió en una especie de encargada del turno mañana y que se puso al frente del contacto con los proveedores, es una de las trabajadoras que recibió una parte de ese 20%. Se ganó un apodo: “La Jefa”.
“A mi viejo en chiste le decimos ‘el correntino empresario’. Pero más allá del chiste, a mí me emociona mucho ver lo que consiguió, porque vino con una mano atrás y otra adelante, y se esforzó y sigue laburando sin parar para que el bar mantenga su clientela, y la cuide, y la agrande”, se emociona Ayelén.
De su papá aprendió la técnica que él fue desarrollando de ver programas de repostería en televisión: con tinta de colores para repostería, hace dibujos en la espuma del café. Dibujos que no se parecen en nada a las flores, osos o cisnes que abundan en los lattes de los cafés de especialidad.
Acá hay escudos de Racing o de Boca o del equipo del que sea hincha el cliente, o una cámara de fotos si le gusta la fotografía, o un libro si ocupa su mesa siempre con uno para leer. Un guiño que quiere decir “acá te prestamos atención y te conocemos”.

Hay clientes que ya superaron ese estadío y se convirtieron en amigos. “Una vez por semana se juega un fútbol en el que hay clientes y trabajadores varones, y una vez por semana, un mixto. Y además acá se arman unas discusiones de mesa a mesa que terminan en cosas increíbles. Una vez se empezaron a desafiar a ver de dónde era el mejor salamín de la Argentina, y cada uno trajo de un lugar distinto. De Colonia Caroya, de Tandil, de Mercedes, de varios lados. Y se armó una especie de Mundial de Salamín a puertas cerradas, elegimos el mejor entre los clientes y nosotros y todo había empezado en esa charla de mesa a mesa”, cuenta Javier.
El único domingo que el Varela Varelita abrió sus puertas fue el 18 de diciembre de 2022, el día que Argentina se bordó la tercera estrella en Qatar. “Fue hermoso, abrimos porque teníamos clientes que habían visto todos los partidos de Argentina acá y por cábala nos insistieron con que tenían que ver acá la Final, así que abrimos. Y algunos de esos clientes se quedaron cuando cerramos: en vez de irse a festejar, se quedaron a limpiar con nosotros porque habíamos abierto el bar para que vieran el partido cumpliendo la cábala”, se acuerda Ayelén.
En abril de este año, cuando Varela Varelita festejó sus primeros 75 años, la esquina (dentro del salón y en la vereda) se llenó de muchos de esos clientes que, en medio de espectáculos musicales, literarios y, claro, gastronomía, decidieron festejar el “boliche” del que se sienten parte.
El vicepresidente y el casi Nobel
No es de los que van todos los días, pero casi. Carlos “Chacho” Álvarez es uno de los clientes habituales del Varela Varelita desde hace décadas. Aunque se mudó, nunca estuvo a más tres o cuatro cuadras del bar que frecuenta desde antes de que el Frepaso, a mediados de los noventa, se convirtiera en una fuerza política con potencial electoral.
En 1999 “Chacho” fue elegido vicepresidente en la fórmula de la Alianza, encabezada por Fernado De la Rúa. “Al principio del gobierno en el que era vice, ‘Chacho’ seguía viniendo, aunque no tan seguido. Pero en un momento se empezó a parecer a un despacho, se le empezaba a llenar la mesa de gente que le pedía cosas, se puso complicado, y dejó de venir por un tiempo. Después de su renuncia, al tiempo, retomó. Y es uno de nuestros habitués”, dice Giménez. Cuando pide el lomito de la casa, Álvarez lo pide sin sal.

Pero el ex vicepresidente, que renunció a su cargo un año y dos meses antes de que lo hiciera el entonces Presidente, no es la única figura pública que, con mayor o menor frecuencia, ocupó u ocupa una mesa en “El Varela”.
“Este era el bar en el que paraba el escritor Héctor Libertella. Entre nuestros clientes más antiguos todavía están los que piden un ‘Pepe Bianco’, que es la forma en la que Héctor ‘apodaba’ al whisky J&B. Empezó como un juego de palabras. Con la J y la B Libertella hacía un juego con el nombre del escritor José Bianco, y así le quedó para siempre ‘Pepe Bianco’ a la medida de J&B. Son cosas que perduran en el tiempo”, cuenta Javier.
César Aira, histórico vecino del barrio de Flores, nunca fue habitué, pero sí ha frecuentado el bar con mayor o menor asiduidad. Las visitas del autor, el argentino más candidateado cada vez que se acerca la fecha de entrega del Nobel de Literatura, son para Giménez un motivo de orgullo: “Un candidato al Nobel se sienta cada tanto en nuestras mesas. ¿Cómo no nos vamos a poner anchos con eso? Es un número uno en el mundo», dice.
Una fórmula misteriosa y exitosa
La crisis de 2001, como a toda la Argentina, puso al bar contra la espada y la pared. La pandemia los tuvo cerrados durante varios meses, aunque apenas pudieron empezaron a cocinar para vender a través de take away y delivery, las dos modalidades que mantuvieron a flote a miles de locales gastronómicos durante el brote de coronavirus.
De la cocina de la que siempre salen tostados y sandwiches de lomito, empezaron a salir empanadas, guisos y pastas. “Así sobrevivimos. Ahí empecé yo, primero dando una mano y después más de lleno. Ahora cada tanto los clientes nos piden que hagamos un guiso, las empanadas las mantuvimos. Cada tanto tal vez hacemos un guiso para los empleados y separamos algunas porciones para los clientes que nos dicen que cuando hagamos, se suman”, cuenta Ayelén.

Javier es el que tiene entre sus manos el timón del barco. Él fue el que, hacia 2018, decidió que el bar permaneciera abierto al menos hasta la una de la madrugada, aunque a medida que se acerca el fin de semana eso se extiende y hay noches que terminan a las cuatro o cinco de la mañana. Él fue el que decidió que, en medio de una ampliación, era importante volver a un piso en forma de damero. “Es un detalle, pero así era el boliche antes y así son los boliches históricos. Entrás y enseguida te metés en ese mundo”, dice.
De todas esas decisiones está hecho este bar en el que, aunque se cierre muy entrada la madrugada, siempre se baja la persiana y se la vuelve a levantar a las siete de la mañana para que el público nocturno no se mezcle con el que va a buscar su café de cada mañana. Este bar en el que el fileteado de las ventanas, el dibujo de los cerámicos, la pizarra con los precios del mostrador y los afiche de películas viejas que cuelgan de las paredes son como un viaje a una Buenos Aires que no desapareció pero que hay que buscarla para encontrarla. Este bar en el que, como diría Mirtha, el público se renueva y se acumula con los que ya son vitalicios.
El Instagram del Varela Varelita define así al boliche que abrió sus puertas en 1950, en el que un lavacopas se transformó en dueño y alma máter, y en el que los socios mayoritarios invitaron a sus trabajadores más antiguos a convertirse también en propietarios: “Administrado por sus dueños, mágico por sus clientes”.
Serán los clientes, será la espuma de café personalizada, el mozo y el dueño que saben nombres, pedidos y mañas de los habitués, será el lomito, los precios, el vértigo de una esquina de Palermo en la que pasa de todo al mismo tiempo y en la que las noches se estiran aunque alrededor ya casi todos estén durmiendo. O la combinación de todo eso que, como en la fórmula invencible de los chistes, entra al bar y hace que todo funcione.
