El día que cuatro ladrones inexpertos se llevaron más de siete millones de dólares de un aeropuerto sin disparar un solo tiro

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El 6 de noviembre de 2005 cuatro ladrones inexpertos irrumpieron en el Aeropuerto Internacional de Miami y, en minutos, se esfumaron con 7.400.000 dólares, uno de los mayores botines en el historial de asaltos del Estado de Florida

Fue uno de los robos más espectaculares de los Estados Unidos en lo que va del siglo. Rápido, sencillo, audaz, con movimientos sincronizados en un aeropuerto con cuidadas medidas de seguridad y un botín de millones de dólares obtenido sin disparar un solo tiro. Tan bien les salió a sus autores que en un primer momento la policía y el FBI creyeron que se trataba de ladrones muy experimentados que se lanzaron a hacerlo después de meses de rigurosos relevamientos y mucha planificación. A nadie se le ocurrió que, en realidad, había sido obra de cuatro tipos sin experiencia alguna en el mundo del crimen que, a partir de un dato deslizado en una conversación casi casual, vieron la oportunidad y no la desaprovecharon. El líder del grupo confesó años después que se había preparado viendo horas y horas de programas de televisión, documentales y películas sobre asaltos.

El 6 de noviembre de 2005 a las tres de la tarde los ladrones llegaron al aeropuerto internacional de Miami en una camioneta Ford F450 y se dirigieron al almacén de la empresa de transporte de caudales Brinks. Uno quedó al volante del vehículo y otro bajó para hacer de campana, mientras los dos restantes, armados y con los rostros cubiertos con máscaras, irrumpieron en el lugar, redujeron a los guardias de seguridad, les ordenaron que se tiraran al suelo y se llevaron seis de las 42 bolsas de dinero que había allí. En todo el vertiginoso proceso solo tuvieron dos contratiempos: a uno de los ladrones se le cayó la máscara, que quedó abandonada cerca de la puerta del almacén, y también debieron dejar una de las bolsas, ya que al cargarlas les resultaron muy pesadas. En cuestión de minutos se esfumaron con 7.400.000 dólares, uno de los mayores botines en el historial de asaltos del Estado de Florida.

Al desarrollar la noticia, los medios de todo el país contaron en detalle cómo se había cometido el robo y muchos lo compararon con otro asalto espectacular perpetrado en el aeropuerto JFK de Nueva York en 1978. Parecían casi calcados. Aquella vez, un grupo de seis hombres, todos ladrones experimentados, entraron a un almacén del aeropuerto donde se revisaban bolsas de dinero que traía desde Alemania un vuelo de Lufthansa. Los asaltantes estaban fuertemente armados y llevaban máscaras y guantes, igual que los de Miami. Amenazaron al personal mientras buscaban las bolsas de dinero y un coche los esperaba cerca: un Buick en el estacionamiento de la terminal en Nueva York. Se llevaron 5.875.000 dólares. Aquel robo había causado tanto impacto que fue utilizado como uno de los elementos centrales del argumento de la película de gánsteres de 1991 Goodfellas, dirigida por Martin Scorcese, que cuenta la vida de uno de sus artífices, Henry Hill.

Por esas similitudes, los investigadores del robo de Miami creyeron que sus autores eran, como los de Nueva York, ladrones experimentados. En aquel caso, estaban relacionados con la familia criminal Lucchese, una de las cinco que operaban en la ciudad desde hacía décadas. Quizás los de Florida también tuvieran una poderosa organización criminal detrás. Era una hipótesis lógica, pero totalmente alejada de la realidad.

Para saber si era posible llevar a cabo el robo, Karls Monzon alquiló una vez por semana, durante un tiempo, una habitación en el Hotel Miami Hilton, cercano al aeropuerto internacional, desde donde veía el proceso del traslado del dinero. A partir de ahí orquestó el plan de asalto y huida (REUTERS/Marco Bello)

Grupo de familia

Los ladrones de Miami también eran parte de una familia, pero no de una “familia” mafiosa sino por simple cuestión de parentesco. El ideólogo y planificador del robo era un cubano americano de 32 años llamado Karls Monzon, un tipo común y corriente, sin antecedentes penales, que trabajaba como chofer para United Rentals, una empresa de alquiler de maquinaria para la construcción. Estaba casado con Cinnamon, que acababa de perder el embarazo de una niña y de recibir una noticia aún peor: ya no podría gestar. Decidieron adoptar, pero para poder hacerlo necesitaban un dinero que superaba ampliamente el que Karls podía ahorrar con su salario.

La idea de robar para obtener ese dinero ni siquiera había rondado la cabeza de Monzon hasta que su amigo Onelio Díaz, guardia de seguridad de Brinks en el aeropuerto, le contó que diariamente se trasladaban grandes sumas que llegaban en vuelos de Lufthansa provenientes de Frankfurt con destino al Banco de la Reserva Federal de Miami. Unos 80 o 100 millones de dólares por día, le dijo. Lo interesante del asunto era que en el proceso había graves fallas de seguridad: las puertas del almacén de Brinks en el aeropuerto, donde se revisaban las bolsas, siempre estaban abiertas porque no había aire acondicionado y el personal no cumplía con las normas de vigilancia. “Parece demasiado fácil para ser verdad, demasiado bueno para ser verdad”, le dijo Karls. “Lo es, porque los guardias están muy acostumbrados y se sienten cómodos así”, le contestó Díaz.

Monzon decidió confirmarlo con sus propios ojos. En los meses que siguieron, alquiló una vez por semana una habitación en el Hotel Miami Hilton, cercano al aeropuerto, desde cuya ventana se podía observar el traslado del dinero, y comprobó que lo que decía Díaz era cierto: podían llegar con una camioneta, reducir al personal y llevarse el dinero. No todo, pero sí algunas bolsas, cada una de las cuales contenía más de un millón de dólares. Con la excusa de buscar trabajo, visitó varias veces el lugar y encontró un sitio donde no hubiera cámaras de seguridad para dejar el vehículo en el que iban a escapar. Así, preparó el plan y también la huida posterior.

Con un amigo, robó dos camionetas Ford F450 en Jacksonville y las llevó a un almacén de Miami en un trailer que pidió prestado en la empresa donde trabajaba. Para elegir a sus cómplices no dudó demasiado, todo quedaría casi en familia. Armó el grupo de asalto con su cuñado, Jeffrey Boatwright —hermano de Cinnamon—; su tío político, Conrado Pereda (más conocido como “Pinky”); y un compañero de trabajo, Roberto Pérez.

Karls Monzon y su esposa Brandy (Cinnamon), protagonistas de uno de los robos más grandes ocurridos en el Aeropuerto Internacional de Miami. Su historia se narra en la serie de Netflix

El robo y la huida

Con Pérez como campana en una camioneta y Boatwright como conductor de la otra, Karls y Pinky llegaron al almacén, bajaron de la camioneta, ordenaron a los trabajadores que se tiraran al suelo, tomaron seis bolsas de dinero y corrieron de vuelta a la camioneta. Eran pesadas —casi veinte kilos cada una— y Karls tuvo que abandonar una en el camino. También se le cayó la careta con la que ocultaba su rostro. Todo en muy pocos minutos.

Luego de dejar el lugar, sacaron el dinero de las bolsas de Brinks y lo metieron en otras de plástico que trasladaron al auto de Karls, que habían dejado en un lugar cercano pero seguro. Las dos camionetas Ford F450 aparecieron después quemadas. “Cuando veía televisión, a todos los agarraban con ADN y huellas dactilares, así que decidí quemar las camionetas. Le pagué a alguien para que lo hiciera”, contó después Monzon.

La policía y el FBI no tenían pistas para identificar a los autores del robo. No encontraron huellas digitales ni restos de ADN en la careta perdida ni en la bolsa que se le había caído a uno de los ladrones. Sospecharon de un supervisor del almacén, pero no encontraron pruebas para implicarlo. La investigación se estancó y el FBI ofreció una recompensa de 150.000 dólares para quien contribuyera a solucionar el caso.

Mientras tanto, los cuatro cómplices respiraban tranquilos. Repartieron el botín por partes iguales, alrededor de 1.600.000 dólares por cabeza. Karls los escondió en las cañerías y el altillo de una casa que su familia tenía fuera de la ciudad y siguió con su vida normal, viviendo de su salario. Lo mismo hicieron Pérez y el tío Pinky. Habían acordado dejar pasar tiempo antes de utilizar el dinero para no llamar la atención. Todos cumplieron el acuerdo al pie de la letra, todos menos Jeffrey, el hermano de Cinnamon, que no pudo evitar divertirse. Y en su caso el entretenimiento significaba muchas drogas, mucho alcohol y muchas prostitutas.

Por el asalto al almacén de Brinks en el aeropuerto de Miami, Onelio Díaz fue sentenciado a dieciséis años de prisión, Boatwright a trece, Perera a once, Pérez a seis, y Cinnamon a tres por no haber denunciado el delito. Monzon aceptó un acuerdo con la fiscalía por diecisiete años, pero su colaboración le permitió reducir la pena a seis (REUTERS/Marco Bello)

Dos secuestros y la caída

Los gastos y la ostentación de Jeffrey Boatwright preocuparon a Monzon, que intentó controlarlo. Primero lo hizo por las buenas. “Se supone que el dinero te debe durar años. La calle está caliente. Tenés que mantener un perfil bajo, no tenés que hacer ostentación”, le dijo. El hermano de Cinnamon le prometió que lo haría, pero no cumplió. La segunda vez lo fue a buscar armado con un bate de beisbol para escarmentarlo a golpes, pero su esposa se interpuso rogándole que no le pegara. Protegido por las polleras de Cinnamon, Jeffrey siguió con su tren de vida como si nada.

Ocurrió entonces lo que Monzon temía: alguien reparó en que estaba gastando mucho dinero. No fueron ni la policía ni el FBI sino un grupo de delincuentes que lo secuestró en diciembre —apenas un mes después del asalto— y pidió un millón de dólares para liberarlo. Los otros tres cómplices pusieron sumas iguales para pagar el rescate. Nuevamente libre, Jeffrey se negó a sacar de su parte para devolverles el dinero y continuó gastando. Lo secuestraron otra vez.

Para ese momento, seducido por la recompensa de 150.000 dólares ofrecida por el FBI, se puso en contacto con los agentes federales y les dijo que conocía a un sujeto que estaba gastando como si fuera millonario y que posiblemente estuviera relacionado con el robo de Brinks. Con ese dato, la agencia consiguió que un juez autorizara la intervención de su teléfono y los de algunos de sus familiares, entre ellos, los de Monzon y su esposa. Pudieron escuchar así una conversación entre Karls y uno de los secuestradores. Aprovecharon entonces la situación para presionarlo: lo detuvieron cuando llevaba a Cinnamon al médico y le dijeron que, si no colaboraba, sería considerado responsable si algo le ocurría a su cuñado. Acorralado, el ideólogo confesó y delató a sus cómplices mientras el FBI lograba capturar a los secuestradores y liberaba a Jeffrey. En un juicio que se realizó meses después, los autores del secuestro del hermano de Cinnamon recibieron penas de entre siete y treinta y cuatro años de cárcel.

Por el asalto al almacén de Brinks en el aeropuerto de Miami, Onelio Díaz fue sentenciado a dieciséis años, Boatwright a trece, Perera a once, Pérez a seis, y Cinnamon a tres por no haber denunciado el delito. Monzon aceptó un acuerdo con la fiscalía por diecisiete años, pero su colaboración le permitió reducir la pena a seis. En mayo de 2006, el ideólogo del robo le reveló al FBI dónde tenía escondidos los 1.200.000 dólares de su parte del botín, que fue lo único que se recuperó. “Se supone que hay seis millones de dólares desaparecidos, pero no sé dónde están. No los tengo”, dijo Monzon. Los demás implicados dijeron que ya se habían gastado todo el dinero.

Karls Monzon y Cinnamon se separaron mientras cumplían sus condenas. Al salir en libertad, el antiguo chofer de transporte de materiales de construcción devenido ladrón volvió a su oficio original, ahora como conductor de grúa. En una entrevista con el portal Salon explicó que ha vuelto a llevar una vida normal: “No consumo drogas, no salgo con nadie. Simplemente voy al trabajo, a mi casa y ya está. No me arrepiento de nada”, dijo.

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