La reforma más urgente, de la que nadie quiere hablar

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¿Se puede aspirar a una verdadera transformación de la Argentina sin hablar de educación?

El Gobierno acaba de proponer una nueva etapa con el objetivo de avanzar en las llamadas “reformas estructurales”, que van desde la laboral y la impositiva hasta un cambio, más adelante, en el régimen previsional. No figura, sin embargo, ni siquiera la intención de discutir el sistema educativo en sus diferentes niveles, aunque es cada vez más evidente que ahí radica una de las mayores limitaciones para el crecimiento del país.

Por supuesto que las reformas que han sido planteadas resultan imprescindibles y es cierto, además, que no pueden encararse todos los cambios al mismo tiempo y hay que definir prioridades. Es llamativo, sin embargo, que la educación no figure en la hoja de ruta del Gobierno y que esté prácticamente ausente del discurso oficial. ¿Puede hablarse del mundo del trabajo sin abordar la problemática de la enseñanza secundaria y sin proponer un nexo entre la escuela y la inserción laboral? ¿Puede pensarse el desarrollo de la industria sin poner un foco en el sistema universitario, cada vez más desacoplado de la demanda de profesionales para áreas estratégicas?

Al comienzo de su gestión, el Gobierno encaró un debate sobre las universidades. Pero lo hizo con la motosierra en la mano, sin ninguna sofisticación y sin ningún esfuerzo por interpretar la complejidad del problema. Así, sobre la base de generalizaciones y juicios de brocha gorda, logró que el sistema se abroquelara y que incluso cosechara la adhesión y el apoyo de sectores que pueden advertir las falencias de las casas de altos estudios, pero que no quieren verlas arrinconadas ni atropelladas por el poder y que tampoco convalidan la asfixia presupuestaria. A partir de ahí, el tema se diluyó. No hubo decisión ni interés en plantear un debate serio y profundo sobre la calidad, la transparencia, el financiamiento y la exigencia en el sistema universitario. Y ahora que el Gobierno recupera iniciativa y revitaliza su músculo político, el tema no se menciona. Ni siquiera se impulsa una revisión de la ley de educación superior, que les prohíbe a las facultades –por ejemplo– tomar exámenes de ingreso para garantizar un piso de calidad formativa.

Este año y el año pasado hubo marchas por el presupuesto universitario en todo el país

Los indicadores de rendimiento y eficiencia universitaria ubican a la Argentina en un lugar muy deslucido en cualquier comparación internacional. Nuestro país, por ejemplo, tiene 20 egresados cada 100 ingresantes, mientras Chile tiene 82. La proporción de la población de entre 25 y 34 años con estudios completos de nivel terciario es en la Argentina del 19%, frente a un promedio de los países de la OCDE del 48% y del 41% en los que integran el G20. Pero el contraste también es muy fuerte con países latinoamericanos: en Chile representan el 41% y en Colombia, el 35%. Estos datos, procesados por la Fundación Libertad sobre la base de estadísticas oficiales, confirman que el sistema universitario discute plata, pero no calidad.

En términos presupuestarios, las universidades argentinas reciben una porción del PBI que está casi en el mismo nivel de la que destinan las economías más desarrolladas del mundo: aquí se asigna al sistema de educación superior el 1,04% del producto bruto, cuando el promedio de los países del G20 es del 1,09%. Según el mismo estudio de la Fundación Libertad, la Argentina otorga a sus universidades muchos más recursos que Japón (0,66%), Israel (0,85%) o Irlanda (0,87%). Sin embargo, los indicadores de desempeño son muchísimo más pobres que en esos países. Basta reparar, por caso, en este dato: el 55% de los estudiantes de universidades de nuestro país no aprueban más de una materia por año. De ese universo, el 39,5% no aprueba ninguna y el 15,7%, solo una. Apenas el 13,2% de los alumnos universitarios aprueban seis o más materias en el año, que son las necesarias para completar una carrera en tiempo y forma.

Clases en la calle en Facultad de Psicología de la UBA

Más allá de las cifras y las estadísticas, hay llamados de atención que el sistema universitario se niega a tomar en cuenta. Desde asociaciones y entidades profesionales se advierte a viva voz sobre un dramático deterioro en la calidad de la formación universitaria. Basta mencionar, por ejemplo, una entrevista reciente al presidente del Colegio de Abogados de Junín, Santiago Bertamoni: “Hoy se reciben abogados con una formación muy deficiente, y eso deja a un poder del Estado en manos de profesionales mal preparados”. Si se lee con atención un documento emitido en abril por el Foro de Sociedades Médicas Argentinas, también se nota una fuerte preocupación por la calidad de la formación profesional.

A esto se suma una marcada asimetría entre los perfiles profesionales que forma la universidad y los que demanda la industria. Si se analiza, como muestra representativa, el caso de la Universidad de La Plata, se observa una tendencia repetida: este año ingresaron casi 2500 estudiantes en Abogacía y solo 300 en la carrera de Ingeniería en Computación. En Psicología ingresaron 3419 alumnos y en Ciencias Exactas, solo 1138.

Las empresas del sector tecnológico demandan unos 10.000 ingenieros cada año, pero entre las universidades públicas y las privadas suman, con suerte, 5000 egresados por año en todo el país. Como contracara, hay una inmensa cantidad de nuevos abogados, médicos, psicólogos y contadores que ven frustradas sus expectativas en un mercado profesional cada vez más degradado y precarizado.

Mientras tanto, la deserción en la escuela secundaria alcanza, en los sectores más vulnerables, niveles de hasta el 70%. En la enseñanza media se ha deteriorado la función docente por una combinación de bajas remuneraciones, pérdida de prestigio profesional, sindicalización y degradación de las condiciones de trabajo. Hay materias, como Química, Física, Inglés o Biología, en las que cuesta cada vez más encontrar profesores.

Adolescentes fuera de la escuela en edad de cursar la educación secundaria según motivos de interrupción de la escolaridad

En el nivel primario también se ha empobrecido la formación de los maestros, además de agudizarse la inestabilidad en los planteles docentes por un marco estatutario que favorece las licencias prolongadas y el ausentismo crónico, con muy pocos estímulos para la formación continua y la dedicación exclusiva. La excesiva burocratización del sistema desalienta, además, la vocación por el trabajo en el aula.

¿No debería discutirse una reforma educativa que fortalezca la educación primaria y secundaria, estimule la carrera profesional de los docentes en esos niveles y asegure una buena formación para los chicos y jóvenes de menores recursos?

Cualquier gerente o responsable de una pyme hoy tiene un diagnóstico claro de cómo funciona la escuela: cuando intenta contratar a un empleado con estudios secundarios completos, se encuentra con aspirantes que no saben resolver una ecuación matemática sencilla, que no pueden interpretar un manual de instrucciones y que no tienen incorporado un método y una disciplina compatibles con las exigencias básicas del mercado laboral.

La cadena educativa se ha resentido en todos sus eslabones: la escuela primaria no mide sus resultados, pero cada vez más chicos egresan de ese nivel con grandes dificultades para la lectoescritura. El secundario abolió la repitencia, pero antes eliminó la calificación numérica y ha consolidado sistemas de evaluación y promoción cada vez más laxos. Ya ni siquiera habla de “exámenes”, sino de “recuperación de contenidos”. La universidad no toma pruebas de admisión y disimula, de esa forma, el bajo nivel formativo con el que llegan los ingresantes. Así se configura lo que Guillermina Tiramonti define como “el simulacro educativo”.

Luego empieza, en el mundo laboral, “la hora de la verdad”. Pero ya es tarde. Solo los sectores que tuvieron la posibilidad de acceder a niveles educativos de alta calidad y a una formación de posgrado logran una inserción satisfactoria, pero no son la mayoría.

Volvemos entonces al principio. ¿Pueden concebirse el desarrollo de la Argentina y la reforma estructural de su matriz productiva y económica sin reformar la educación?, ¿puede pensarse la universidad solo en su aspecto presupuestario sin discutir su calidad y su eficiencia?, ¿es equitativo que se subsidie íntegramente a los estudiantes de clases medias que llegan al nivel terciario sin exigirles determinados estándares de rendimiento?, ¿es moralmente aceptable que las universidades hagan millonarios negocios de consultorías y auditorías sin transparentar esos ingresos y sin preocuparse por el debilitamiento y la pauperización de la escuela primaria y secundaria?, ¿no deberían contribuir a la conformación de un fondo de estímulos y de becas para que lleguen a las facultades jóvenes de bajos recursos? No son preguntas retóricas. Pueden formularse, incluso, de una manera más concreta: ¿las pymes tienen chance de crecer sin jóvenes que estén preparados para el mundo del trabajo? ¿Se llegará a desarrollar la industria del litio y a explotar el potencial de Vaca Muerta sin geólogos, ingenieros y técnicos especializados que lleven adelante esos procesos?

Al ímpetu reformista que hoy intenta exhibir el Gobierno parece faltarle una pata. El debate exige seriedad, mesura, profundidad y amplitud. Pero la próxima vez que el Presidente se reúna con gobernadores, sindicalistas o empresarios, tal vez alguien debería levantar la mano y hacer una pregunta simple: ¿no tendríamos que hablar también de educación?

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