El peligroso encanto de ser periodista

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El autor pronunció este discurso en el marco de la inauguración de la 16° Conferencia Latinoamericana de Periodismo de Investigación (Colpin) y el 20° Congreso Internacional del Foro de Periodismo Argentino (Fopea)

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Así se titulan estos breves apuntes que comparto con ustedes esta tarde tan especial. Previsiblemente el periodista está acechado y cruzado por múltiples peligros en este momento histórico de la democracia occidental. Y quizá precisamente por eso resulta cada vez más apasionante ser periodista. No me refiero en esta ocasión, naturalmente, a los periodistas asesinados o amenazados de muerte en tantas zonas calientes de América Latina, a quienes homenajeamos aquí con nuestro corazón herido y con creciente preocupación. Sino a una situación general que curiosamente sucede hasta en las zonas más pacíficas. Es que los poderes de turno y los nuevos populismos de derecha y de izquierda nos quieren ubicar en el lugar de un oficio maldito. Y yo les digo, aquí entre nosotros: ¿qué mejor y más estimulante lugar que ése, colegas? No queremos ser un periodismo previsible, cristalizado, domesticado y gris, sino un oficio maldito. Un oficio que es una verdadera maldición para los que mandan o para los que miran para otro lado.

Los poderes de turno y los nuevos populismos de derecha y de izquierda nos quieren ubicar en el lugar de un oficio maldito. Y yo les digo, aquí entre nosotros: ¿qué mejor y más estimulante lugar que ése, colegas?

Este asunto al que me refiero resulta irónico, porque mientras dicen que estamos en decadencia, piensan que somos un gran peligro para sus poltronas y enjuagues. He aquí una paradoja reveladora: ni las redes sociales ni la tecnología nos han reemplazado. La evidencia más grande es, justamente, que nos combaten con denuedo desde el poder. “No odiamos lo suficiente a los periodistas”, ha sido la consigna de nuestro presidente, mientras sus trolls nos decían “viejos meados” y “decadentes”, y nos llenaban de insultos intimidantes. ¿No es gracioso? Bueno, sólo si apartamos el hecho de que es gravísimo para la libertad de expresión y para la democracia, sólo si olvidamos por un momento lo que hemos sufrido en carne propia, admitamos que sí resulta al menos tragicómico este contrasentido de ser despreciados y temidos al mismo tiempo. Hay tanta voluntad de hundirnos en la autocensura que no podemos sino pensar que esta voluntad es directamente proporcional a lo peligrosos y relevantes que somos. Es una buena noticia. Para la democracia y para la libertad. Seamos entonces, con alegría, un oficio maldito.

El otro peligro al que aludo en el título de estos breves apuntes debe mucho a la comunicación política de los gobiernos, que anteponen el relato a la gestión. Los periodistas, con sus investigaciones explosivas y sus tramas secretas, corroen las máscaras doradas del poder y desmontan esa narrativa oficial, y por eso es que son un peligro. Y no sólo los periodistas de datos, sino también los de interpretación: si el juego es crear una narrativa y un sentido desde los aparatos del Estado, las corporaciones privadas y los partidos políticos, el articulista que desmonta esas falacias con sus razonamientos es, por lógica, el enemigo público número uno. Se puede mentir con silencio, con hechos adulterados, con manipulación estadística o generando argumentos falaces: los gobiernos son ahora grandes máquinas de literatura ficcional, y nosotros estamos aquí para rebatir con veracidad y sentido común esas invenciones perniciosas.

Los periodistas, con sus investigaciones explosivas y sus tramas secretas, corroen las máscaras doradas del poder y desmontan esa narrativa oficial, y por eso es que son un peligro

Luego el periodismo está en peligro por la enorme dependencia de su propia audiencia tribal, aquella que no le perdona la libertad de llevarle la contra. En la primera crisis que nos produjo Internet, se nos dijo que la clave para sobrevivir era crear un club de lectores, una audiencia fiel a la que dirigirnos y a la que proveer información y novedad. Lo estamos haciendo, y algunos medios importantes ya han pasado la rompiente y logrado la estabilidad económica: la curiosidad es que se instaló en algunos periodistas la peligrosísima idea de que debemos complacer siempre y en todo momento a nuestro público. Y casi a cualquier precio. Eso lleva a pensar que, en el periodismo, el público –como el cliente- siempre tiene la razón. Y eso no es cierto. El cliente, en este negocio de la verdad, no siempre tiene la razón. Y ese malentendido acobarda al periodista, lo vuelve demagógico y complaciente con su grey. Y el periodista que quiere el éxito siempre y en todo lugar no se atreve entonces a molestar a sus propios lectores u oyentes con hechos a contracorriente y verdades incómodas. Cuando uno le entrega a ese nuevo “monarca”, que es la audiencia, todo el poder, cuando uno vende su alma a su tribu, debe vivir bajo el yugo de esa dictadura, abrazar sus prejuicios, ceñirse a su único sentido y dejar de pensar. Y cuando deja de pensar se vuelve lo peor: cómplice, aburrido y faccioso. Quien para tener éxito entrega el prestigio, más temprano que tarde perderá el prestigio y también el éxito.

El cliente, en este negocio de la verdad, no siempre tiene la razón. Y ese malentendido acobarda al periodista, El periodista que quiere el éxito siempre y en todo lugar no se atreve entonces a molestar a sus propios lectores u oyentes con hechos a contracorriente y verdades incómodas

El periodismo está para descubrir, pero también para pensar. Y en momentos en que la democracia liberal vira hacia autocracias o a “democracias de extremo” con hegemonías tentativas, pensar es pensar contra las polarizaciones. Pensar y actuar sin dobles raseros, informando hasta lo que duele. Pensar para reconstruir la conversación pública, que está rota. Y sin conversación pública no hay democracia. Ahí el periodismo tiene una responsabilidad; si no la acepta puede ser muy dramático para todos: para los hombres de prensa, pero principalmente para los ciudadanos de a pie.

El periodismo corre otro peligro y es el de no comprender que si no encara sistemáticamente la creatividad, en un mundo dominado por la imitación del estilo que plantea la inteligencia artificial, y no sirve para certificar qué es verdad y que es mentira en un mundo perforado por las fakes news, perderá relevancia. Una infidencia: el otro día le di unos temas a una aplicación de Inteligencia Artificial y le pedí que imitara mi estilo y me escribiera un artículo para La Nación. El producto final no era malo, aunque todavía resultaba imperfecto y pobre, pero lo que me repugnó fue que yo resultara tan previsible. No nos volvamos iguales a nosotros mismos, evolucionemos, probemos cosas nuevas, salgamos de nuestra zona de confort. No deben atraparnos vivos, como decían los viejos combatientes. Que el fin nos encuentre innovando, camaradas.

El periodismo de investigación es al periodismo general lo que la cirugía es a la gran medicina: una especialidad difícil y fundamental, llena de riesgos y de héroes, pero cuyos errores pueden ser letales

Otro peligro: el periodismo, aturdido por el pluriempleo, no tiene tiempo para seguir estudiando. Debe tener calle, pero también biblioteca. Sin libros, sin seguir leyendo y estudiando, podemos ser un vasto océano de diez centímetros de profundidad. Y eso nos enreda en el lugar común, nos hunde en la pobreza conceptual del día a día, y nos condena a vivir de esa góndola de datos y opiniones ajenas a las que muchos periodistas acuden. El resultado, muchas veces, es la uniformidad de la información y también de la opinión. A cometer el peor de los pecados: la obviedad de hablar o escribir en una burbuja, en un circuito cerrado, que produce espejismos y bostezos.

El periodismo de investigación es al periodismo general lo que la cirugía es a la gran medicina: una especialidad difícil y fundamental, llena de riesgos y de héroes, pero cuyos errores pueden ser letales. Sobre todo, en esta sociedad acelerada y vigilante, donde los yerros se exhiben como nunca, escandalizan, se viralizan y no se perdonan. Es por eso que las grandes cabeceras –los diarios y los sitios– deben invertir más dinero en esta rama del periodismo, los reporteros deben ser mucho más cuidadosos e independientes que antes, y los editores deben ser dos cosas al mismo tiempo: alegres alentadores de pesquisas y luego prudentes abogados del diablo de sus propios informes periodísticos.

Recuerdo que cuando entré en el periodismo mi padre me retiró la palabra. El periodismo era, por entonces, una bohemia; nadie aspiraba a hacerse millonario con esta profesión. Ahora, lamentablemente, tenemos muchos codiciosos en nuestro oficio

El periodismo debe, a su vez, enfrentar las profecías apocalípticas de los propios periodistas, que anuncian el fin de un oficio que no acabará. Hoy, de hecho, viven muchas más personas del periodismo que cuando yo era joven. Recuerden: iba a morir la radio a manos de la televisión, luego el cine, más tarde los periódicos, y así. No ha muerto nada, todo ha mutado, se ha combinado y se ha transformado. Eso pasará con el periodismo y sus nuevos formatos.

Cada año doy dos clases en las maestrías de LA NACION y Clarín. Ahí me esperan los nuevos periodistas, recién salidos del horno. Yo no sé mucho de la tecnología moderna con la que deberán lidiar. Pero sé algo básico: la pasión que necesita “el mejor oficio del mundo”, como lo llamaba García Márquez. Recuerdo que cuando entré en el periodismo mi padre me retiró la palabra. El periodismo era, por entonces, una bohemia; nadie aspiraba a hacerse millonario con esta profesión. Ahora, lamentablemente, tenemos muchos codiciosos en nuestro oficio. Y la codicia lleva a la corrupción, operativa e intelectual. Aquel viejo periodismo de mi juventud estaba lleno de imperfecciones, pero cargado de arte y literatura y de una pasión volcánica que debemos recuperar. Mucho de la épica y la innovación no hay que buscarlo adelante sino rastrearlo en el pasado, aunque con formatos del presente, porque lo hemos inventamos todo y lo hemos abandonado.

Me he criado en esta comunidad de grandes colegas. He sido discípulo, compañero, jefe y lector de casi todos ellos. Son mi familia. Y es por eso que lo siento en carne propia cuando los atacan y vapulean. Siento también un gran orgullo de ejercer este peligroso y encantador oficio maldito. No amamos lo suficiente a los periodistas.

Muchas gracias.

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