El último empujón que recibió Stefano Di Carlo para ser presidente de River se lo dio Marcelo Gallardo. El oficialismo tenía dos candidatos: Di Carlo y Matías Patanian, que se había abierto de la fórmula en el mandato anterior para llegar en condiciones estatutarias que le permitieran presentarse como máxima autoridad. La cercanía de Patanian con Martín Demichelis y el muy flojo cierre de ciclo de este propulsaron no sólo la salida del técnico sino también la caída de las acciones del entonces vice. Y apareció Gallardo. Reapareció, en realidad. Su predisposición a volver al cargo precipitó la decisión de despedir a Demichelis y la victoria interna de Di Carlo. Podría decirse que es antinatural que el actual presidente haya dependido del entrenador y no al revés. Para reordenar la estructura, quien manda deberá manejar las riendas, no sólo acompañar.
Los primeros días de gestión de Di Carlo fueron movidos. El lunes asumió, el martes se presentó ante los jugadores y el miércoles anunció la renovación del contrato de Gallardo dos meses antes de que termine, sin saber si el equipo podrá cumplir por lo menos uno de los objetivos del año. En lo político, la decisión no admite demasiados reparos: permite mostrar convicción, guarda coherencia con lo prometido y se escuda en el técnico que, aun en épocas de pérdida de imagen positiva, sigue siendo valorado. Incluye, también, el sentido de la oportunidad. Si el superclásico del domingo le deparara un resultado positivo, en River podrían jactarse de haber confiado antes de que volvieran las buenas; si el resultado fuese negativo, habría un tema menos entre las consecuencias. No se podrá conjeturar acerca de si Boca propició el adiós del hombre de la estatua.
En caso de una derrota, lo que nadie podrá evitar es que se prolongue y potencie la sensación de crisis futbolística del equipo. Allí está el núcleo. La temprana renovación atiende lo político, pero al menos por ahora no mejora lo deportivo. Para explicar por qué está de acuerdo con su continuidad, Gallardo habló de seguridad, convicción, deseo. No fue casual que también se definiera con energía. Que nadie piense, habrá pretendido, que perdió ambición, motivación y entusiasmo. “No iba a salir corriendo por un mal año”, dijo. Cualquiera que lo conoce ya lo sabía: no se iría envuelto en derrotas. Y otra frase que quedó picando fue “me han hecho sentir la responsabilidad absoluta”. Sabrá Gallardo si le tiró un dardo a Jorge Brito, quien lo había definido como el principal responsable, con lógica pero, también, con sinceridad poco habitual.

En aquellos 20 minutos de discurso y conferencia del miércoles, no hubo ninguna mención a los jugadores. Ni un mensaje protocolar de confianza depositada en ellos. El técnico no sólo ocupa la centralidad de lo que ocurre en River, también abarca la universalidad. «Voy a volver a ganar», prometió Gallardo para luego ampliar: «Vamos a volver a ganar». Como si hubiera recordado que no sólo se trata de él. Eso sí, la mitad llena del vaso de su personalidad le permite, en plena época de malaria, asegurar un futuro de victorias.
Si el fútbol cumple casi sin excepciones la máxima de que el fusible debe ser uno (el técnico) y no veinte (el grupo de jugadores), River es distinto. En ese sentido, difícilmente la renovación haya descomprimido el ánimo de tensión del equipo. Gallardo dejará claro, en la conformación del equipo para la Bombonera, qué futbolistas están mejor preparados para bancarse la crisis y salir a jugar. El plantel tiene un problema de composición: incluye grandes que no van a estar (la temporada próxima) y chicos que todavía no están (fogueados para la actualidad). En el medio, una franja de jugadores que se están acostumbrando a jugar en River en la adversidad, lo que demora cualquier adaptación. En este contexto, las primeras actuaciones pueden ser interesantes. Pero cuando se acomodan a la realidad, los contagia el flojo nivel general. Maximiliano Salas es un buen ejemplo.
River visita a Boca necesitado hasta en la tabla que, por presupuesto, lo tendría que clasificar sin problemas a la próxima Copa Libertadores. No se sabe qué competencias jugará en 2026, sí el técnico que lo dirigirá. El problema actual, el juego, sigue estando. Difícilmente se le pueda ver estilo y funcionamiento de acá a fin de año. Necesita sacar adelante los partidos por lo menos con personalidad. En el mediano plazo, habrá nuevos cambios en el plantel. Pero tiene que nadar demasiado hasta llegar a la orilla del receso y el libro de pases. Allí recién comenzaremos a saber si el técnico tendrá el mismo margen de acción. El miércoles, Di Carlo aseguró que en el club los socios tendrán las llaves, no alguien en particular. Como un gran símbolo, igualmente, el técnico fue el primero en irse del lugar de la conferencia y, sobre su estela, lo hicieron los dirigentes. Será que River siente una dulce contradicción: mientras cualquiera sabe que el actual Gallardo llevó al equipo a este nivel, muchos todavía creen que sólo podría ser Gallardo quien los rescate hacia lo que supieron ser.
