Cada día 8.000 niños mueren y 2.000 millones de personas sufren enfermedades prevenibles porque sus dietas carecen de vitaminas y minerales básicos. Porque están malnutridos. El problema, focalizado en África, Medio Oriente y el Sudeste Asiático, no es nuevo pero, además, corre el riesgo de caer dentro del conjunto de problemáticas que -por ser demasiado abarcativas y en muchos casos definitorias- parecen no tener una solución real. En 2006, un joven en sus veintis que viajaba por Camboya como parte de un voluntariado, se propuso cambiar la estadística. Su nombre es Felix Brooks-Church, hoy de 48 años y Laureado de los Premios Rolex 2021. El fruto de su intención fue Sanku, una organización sin fines de lucro que forma parte de la Iniciativa Planeta Perpetuo de Rolex y busca combatir la desnutrición infantil mediante la fortificación de la harina con micronutrientes esenciales.
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La gestión es con una máquina compacta -lo suficientemente liviana como para poder cargarse en una bicicleta- que se instala en los molinos comunitarios de las zonas rurales de África Oriental y va dosificando polvos con nutrientes como ácido fólico, vitamina B12, zinc y hierro.
Su plan es alcanzar a 100 millones de personas para 2030. Su visión: “un mundo en el que todos tengan garantizado el acceso a los nutrientes necesarios para sobrevivir, crecer y prosperar”. En un mano a mano con LA NACION, Brooks-Church habló sobre los orígenes y el presente de su proyecto y sobre los pasos a seguir para, cada día, estar más cerca de concretar lo que considera su misión de vida: erradicar la malnutrición a nivel global.
-¿Cuál fue tu primer contacto con la malnutrición?
-El camino es largo y empieza en el 2006 en el Sudeste Asiático. Yo tenía unos 20 cuando me anoté como voluntario en un proyecto para ayudar a 100 chicos en situación de calle en Camboya. Nuestra tarea era darles ropa, comida y educación básica; ayudarlos a reinsertarse en el sistema escolar y tratar de darles un futuro mejor. Era un trabajo social muy directo y me enamoré. Me enamoré de sentir que sí se puede hacer una diferencia. Además de ser mi primer acercamiento al trabajo social, ese fue mi primer acercamiento a la desnutrición. Estos niños estaban físicamente atrofiados, tenían cortaduras pequeñas que se infectaban fácil; era evidente que tenían sistemas inmunes debilitados porque estaban desnutridos. Ahí me di cuenta de que yo quería ayudar a más de 100 chicos, quería llegar a millones. Para eso, en lugar de atacar los síntomas de desnutrición, tenía que encontrar la manera de prevenirla.

-¿Cómo pasaste del sudeste asiático a África?
-Después de Camboya me fui a Nepal, donde pasé dos años construyendo una máquina -que bauticé “dosificador”- con el fin de agregarle nutrientes a la comida y distribuirla en las zonas rurales.
Soy geólogo, no ingeniero, así que aprendí sobre la marcha. Cuando finalmente logré que una máquina no se rompiera o incendiara en el intento, la llevé a un pueblo pequeño, a tres horas de Katmandú (la capital de Nepal), llamado Sankhu. Fue en ese pueblo en donde, al instalar la máquina, funcionó perfectamente. El nombre del proyecto (Sanku) es en honor a ese momento y a esa comunidad que, para mí, marcó un antes y después en mi vida.
Eventualmente, llegó una invitación del gobierno para ir a Tanzania, en África del Este, para escalar el uso de esta máquina. En 2013 aterricé en Tanzania con un pasaje de ida, una máquina y una idea…con el tiempo, el proyecto se convirtió en la organización que es hoy.
-¿Cómo es la máquina, o dosificador, y cómo funciona, exactamente?
-Es una máquina pequeña que se instala directamente en los molinos de los pueblos a donde llevan el maíz para hacer harina y dosifica automáticamente una serie de micronutrientes esenciales como lo son la vitamina A, el ácido fólico, la vitamina B12, el zinc y el hierro. Hay muchísima evidencia científica que demuestra que agregar estos nutrientes a la dieta mejora la salud: reduce la anemia, previene malformaciones, combate el retraso en el crecimiento y mejora al desarrollo cognitivo. De hecho, fortificar alimentos es algo muy común en Estados Unidos, Europa y Australia. Agregarle hierro al pan, o vitamina A al aceite, por ejemplo, es un recurso que se demostró científicamente que funciona. Nosotros solo estamos extendiendo esta práctica a países como Tanzania, Kenia y Etiopía.

-¿Cómo accede la gente a esta harina fortificada?
-La gente compra la harina al mismo precio que cuesta la harina común. Eso hace que la iniciativa sea viable. No queremos que una madre que vive con menos de un dólar por día tenga que elegir entre comida saludable o mandar a su hija al colegio.
-¿Cómo funciona el modelo de negocio?
-Nosotros fabricamos las bolsas vacías en las que se pone la harina, y le vendemos a los productores la bolsa más los nutrientes al mismo precio que antes pagaban solo por la bolsa. Por eso a ellos les es conveniente, porque acceden a un producto mejor sin tener que invertir más.
-¿Cómo hacen para instalar la máquina en los molinos comunitarios? ¿Trabajan con los gobiernos?
-Sí, no entramos a ningún país sin invitación de su respectivo gobierno. Antes de hacer nada, ellos tienen que querer nuestra solución; la idea no es imponerla. Es un trabajo en conjunto.
Para asegurar la calidad de los micronutrientes y que las dosis sean las adecuadas, nosotros mismos producimos los nutrientes en una fábrica de premezcla de nutrientes que creamos en África Oriental, la primera de la región.

-¿Enfrentaron obstáculos al trabajar con los gobiernos o las comunidades?
-Desde ya, no es un trabajo fácil. Los primeros 10 años fueron duros, con trabas relacionadas más que nada con la mentalidad y falta de apoyo. Estábamos haciendo algo que nunca se había hecho, con una tecnología nueva, resolviendo un problema que nadie se animaba a abordar. Muchos decían que era imposible, que era demasiado caro, difícil de escalar y poco monitoreable.
-¿Qué te decías a vos mismo en esos momentos?
-Que es la malnutrición es un problema demasiado grande y absolutamente prevenible y, por eso, no nos podíamos rendir.
-Actualmente sos laureado de los Premios Rolex. ¿Qué significó para ustedes ser reconocidos por esta entidad?
-Fue un honor y una ayuda enorme. Nos dio visibilidad global cuando éramos una organización muy pequeña. Nos ayudó a llegar a más donantes. Cuando quisimos expandirnos a Etiopía -donde hoy llegamos casi 7 millones de personas- fueron los primeros a quienes les pedí apoyo y me lo dieron.
-¿Cuántas personas trabajan en este proyecto y cuántos dosificadores llevan instalados en los molinos de la región?
-Hoy somos 130 personas distribuidas en tres países de África (Tanzania, Kenia y Etiopía). Suena poco, pero alcanzamos a más de 32 millones de personas que consumen a diario alimentos fortificados por nuestras máquinas. Llevamos instalados 1.500 dosificadores.

-¿Cómo monitorean el impacto que tiene el consumo de esta harina fortificada en la salud de la gente?
-Cada año hacemos un estudio llamado “Duka” (el nombre que se le da a los almacenes donde venden los alimentos básicos en la región): nuestro equipo recorre estos comercios, saca fotos de las marcas de harina y verifica cuáles están fortificadas. Con eso armamos un mapa de cobertura. Con ese dato, la cantidad de nutrientes agregados y el consumo estimado de la población, calculamos cuál es la mejora en salud.
Aunque terminar con la desnutrición es un objetivo a largo plazo —no es que un niño come bien un día y al otro todos sus problemas están resueltos—, hemos recibido muchos testimonios, especialmente de las madres, contando que sus hijos se enferman menos, tienen menos diarrea, van más al colegio y gastan menos en gastos relacionados con la salud.

-¿Hay alguna historia que te haya marcado?
-Sí y, paradójicamente, es la mía. Mi hijo, que es autista y hoy tiene ocho años, sufrió de desnutrición durante sus primeros años de vida. No comía bien, estaba muy flaco y notábamos que se desarrollaba lento. Hasta sus seis, no hablaba. Entonces empecé a usar la misma mezcla de harina con micronutrientes que usamos con Sanku en África, para hacerle sus panqueques. Y funcionó: empezó a comer más, ganó peso y empezó a hablar.
Podría decir que lo que me pasó fue irónico, pero ver los efectos nocivos de la desnutrición en mi hijo, y luego ver cómo se revertían con una alimentación adecuada, me dio más razones y un voto de confianza para seguir adelante.
-¿Cuál es el próximo paso?
-Hoy alcanzamos a 32 millones de personas. El objetivo para 2030 es llegar a 100 millones. Para eso, el plan es, primero, expandirnos dentro de los países en donde ya tenemos presencia y, luego, sumar dos o tres países más. Posiblemente Uganda, Mozambique o Zambia.
Hoy estamos en África Oriental, donde hay alrededor de 500 millones de personas, pero lo cierto es que el problema de la desnutrición afecta a 2000 millones en todo el mundo. En definitiva, todavía hay mucho trabajo por hacer y, mientras siga vivo, lo voy a seguir haciendo.

