
El cambio climático ya no es un tema ambiental, es un tema de seguridad humana. ¿Y por qué volvemos a hablar de esto justo ahora? Porque Estados Unidos, después de haber sido uno de los arquitectos de los acuerdos climáticos globales, decidió frenar su propio impulso: se retiró de incentivos claves para energías limpias, recortó impulso fiscal a la transición verde y dejó espacio político para que otros actores definan el futuro del mercado energético. Es decir, ya no es solamente una omisión ambiental. Es un retiro estratégico del liderazgo climático. Y ese vacío lo está ocupando China.
Seguridad humana significa proteger la vida cotidiana de las personas contra amenazas que vulneran su supervivencia y su dignidad: acceso a agua, alimento, salud pública, vivienda y posibilidad de vivir sin desplazamiento forzado. Es relevante porque desplaza la idea vieja de que la seguridad se mide en armas, submarinos o bases militares. La verdadera amenaza hoy es la gran erosión de lo cotidiano. Cuando la gente pierde agua, pierde cosecha o ya no puede vivir en su propio territorio, allí es donde se derrumba la seguridad. No hay guerra convencional que potencialmente movilice más población que el clima extremo. Las próximas migraciones globales masivas tienen más que ver con el termómetro que con ideologías.
Las cifras ya no son teóricas. Ocho de cada diez grados del aumento de temperatura histórica se explican por combustibles fósiles. Aproximadamente tres mil seiscientos millones de personas ya viven en zonas altamente vulnerables. El Banco Mundial estimó que para 2050 hasta doscientos dieciséis millones de personas podrían convertirse en desplazados climáticos internos. En otras palabras: el clima no es ambientalismo romántico, es geopolítica pura.
En ese contexto Estados Unidos retrocede, y China avanza. China fabrica más del ochenta por ciento de los paneles solares del planeta y más del setenta por ciento de las baterías de litio. China no participa en la transición energética: la dirige. Estados Unidos, en cambio, oscila, recorta, retrocede y convierte el clima en escenario de debate partidista. Pekín construye infraestructura, Washington discute narrativa. Y en geopolítica se sostiene siempre una ley sencilla: el poder nunca se queda vacío, siempre pasa a alguien más.
Para América Latina este reacomodo de poder climático no es una discusión ajena. Es la región con mayor concentración de minerales críticos para la transición energética y, al mismo tiempo, una de las más vulnerables a huracanes, desertificación, pérdida de Amazonía, acidificación de océanos y olas de calor extremo. Latinoamérica es el laboratorio climático del hemisferio y, paradójicamente, es también la cantera del futuro tecnológico.
Chile concentra más de un cuarto de las reservas mundiales de litio. Argentina se acerca a diez por ciento de la cadena global proyectada en extracción. México tiene un papel clave ignorado: reservas importantes de minerales estratégicos y su posición logística entre Pacífico, Estados Unidos y Caribe. Brasil, por su parte, no solo es Amazonía, también es tierra rara, silicio, aluminio, soya y acero. Todos estos elementos se vuelven fichas de negociación futura. No geográfica. Geopolítica. China está firmando acuerdos de inversión, procesamiento, refinería y cadena logística agresivos en todos estos países porque entiende que el futuro energético depende del control del insumo, no del eslogan. Estados Unidos, en cambio, envía mensajes contradictorios: sanciona, luego negocia; incentiva, luego congela; promete inversión verde… pero recorta programas antes de consolidarlos. Y mientras tanto China opera silenciosamente con lo que Washington abandonó. Es decir: América Latina no es espectadora. América Latina es la pieza que todos quieren sin reconocerlo formalmente.
El cambio climático es política exterior para la región. No es tema moral ni ambientalista.
Es tema de autonomía. ¿Queremos vender recursos como colonia extractiva o queremos procesarlos como industria soberana? ¿Queremos ser proveedores de insumo o jugadores estratégicos? La región puede caer en el viejo rol: proveedor de materia prima barata. O puede hacer lo impensable: convertirse en actor industrial en el corazón del mercado energético del siglo XXI. Pero para eso necesita diplomacia climática, no discursos de cumbre.
Y aquí es donde se cierra el círculo: cuando Estados Unidos retrocede, América Latina queda a merced de China. Cuando China avanza sin competencia, la región pierde la capacidad de negociar. La única estrategia razonable sería diversificar aliados, no subordinarse a uno. Ni a Washington ni a Pekín. El clima no es moda. Es poder. La seguridad humana es la nueva moneda de cambio del sistema internacional. Una región que controla minerales, agua dulce y biodiversidad no debería conformarse con ser “patio de proveedores”. Debería aspirar a ser centro de decisiones industriales.
Hay un elemento que casi nadie quiere decir en voz alta: esta disputa climática es también disputa por narrativa. China se presenta como “salvador tecnológico” y dice que sus inversiones son altruistas. Pero Pekín no está regalando paneles solares; está comprando lealtad estructural. No está exportando solidaridad climática; está exportando dependencia industrial. Washington, en contraste, se escuda en la retórica de la responsabilidad fiscal, cuando en realidad lo que hay es una desconexión política interna que impide continuidad estratégica. El problema no es que Estados Unidos no pueda hacerlo. Es que cada cuatro años cambia de rumbo, y el planeta no puede esperar ciclos electorales.
Por eso América Latina se encuentra en una posición que no había tenido nunca. La región no solamente tiene el territorio más biodiverso del planeta, sino que concentra minerales de transición energética decisivos para el futuro: litio, cobre, níquel, grafito, manganeso. Esto significa que, por primera vez en décadas, el sur del continente tiene un recurso no marginal, no sustituible, no simbólico: tiene insumos que nadie puede reemplazar. El litio no se puede “inventar” en un laboratorio. El cobre no se puede imprimir. Esta es una oportunidad histórica de convertir ventaja natural en ventaja geoeconómica. Pero esa oportunidad puede evaporarse si la región vuelve a repetir la trampa histórica: exportar barato, importar caro, y ver cómo otros procesan el valor.
Y aquí es donde entra la verdadera pregunta que América Latina aún no se atreve a formular: ¿vamos a vendernos como mina o como industria? Esa es la frontera conceptual.
No es China vs Estados Unidos. Es dependencia vs poder propio. Es tiempo de que nuestros gobiernos llamen las cosas por su nombre: el litio no es un recurso minero, es una herramienta diplomática. La Amazonía no es una selva, es un regulador planetario. El agua no es recurso natural, es soberanía estratégica. La crisis climática no es ambientalismo, es arquitectura de poder. Y el país que entienda eso primero será el que defina si América Latina vuelve a ser “región de proveedores” o si finalmente se asume como actor geoestratégico. Porque en la nueva geopolítica climática, quien controla la transición energética no solo controla el futuro, lo diseña.
Si algo deja claro esta semana es lo siguiente: el cambio climático no es una conversación científica. Es una conversación sobre soberanía. Aquí se juega quién define el siglo XXI, quién impone condiciones y quién termina obedeciendo. El clima ya no es ambientalismo.
Es el nuevo tablero de poder del mundo.
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