Por primera vez, la Argentina tiene como presidente a un economista. Para algunos, se trata de una regresión al tiempo de las cavernas, porque la realidad tiene más dimensiones que la abundancia y la escasez de bienes materiales. Para otros, es una toma del poder en nombre de quienes, en el pasado, ocuparon cargos de ministros de Economía, aconsejando a presidentes a hacer bien las cuentas y sufriendo en lo personal, hasta el escarnio público, las consecuencias de no haber sido oídos.
De alguna manera, Javier Milei encarna la revancha histórica de tantos exministros desoídos, defraudados y maltratados durante años. Y ahora, a través de su boca y su lapicera, hacen lo que ellos no pudieron por falta de apoyo político. Sus sombras espectrales actúan a través del libertario, hoy ungido por el voto popular y envalentonado con atributos presidenciales, como ellos no lo habían logrado nunca.
En la Argentina ha sido proverbial el menosprecio por el equilibrio fiscal. El exalmirante Emilio Massera, desdeñando a José Alfredo Martínez de Hoz, decía que “nadie da su vida por el producto bruto interno”. En tanto Roberto Dromi, exministro de Obras y Servicios Públicos de Carlos Menem, llamó a Antonio Erman González, su colega de Economía, “contador sin visión política”. Y en 2015, Cristina Kirchner, criticando a Mauricio Macri, afirmó que “un país no es una empresa” sino una nación, con necesidades “que no deben ser cubiertas con criterio economicista, para que el balance cierre con ganancia o pérdida” y solo debe importar “cuántos argentinos están adentro y cuántos quedan afuera”. Esa infeliz metáfora fue repetida por Alberto Fernández, mientras Sergio Massa, sin criterio economicista, llevaba a la pobreza a la mitad de la población con su “plan platita”.
Los gobiernos populistas sostienen que la economía debe someterse a la política, pues la escasez de recursos no debe limitar las decisiones de gasto. Pero el rol de la política no es violentar sus reglas, sino hacer viables sus postulados para que la moneda tenga valor y la confianza atraiga inversiones. Y en la Argentina, desde que se nacionalizó el Banco Central para financiar los déficits con emisión (1946), la sensatez fue abandonada y los postulados, dejados de lado. Y así nos ha ido.
Ante cada crisis fiscal, se ha cuestionado el “excesivo” poder de los ministros de Economía por ser caras visibles de los ajustes. Han sido llamados “contadores sin visión política”, “expertos en partida doble” o “ignorantes de la realidad social”. Con esas críticas fueron denostados casi todos. Ello le ocurrió a Alfredo Gómez Morales (1952), a Álvaro Alsogaray (1962), a Adalbert Krieger Vasena (1969), a Celestino Rodrigo (1975), a Martínez de Hoz (1981), a Roberto Alemann (1982), a Juan Sourrouille (1986), a Néstor Rapanelli (1989) y a Domingo Cavallo (1996), además de quienes manejaron difíciles transiciones como José María Dagnino Pastore, Carlos Moyano Llerena, Antonio Cafiero, Lorenzo Sigaut, Juan Carlos Pugliese, Ricardo López Murphy, Hernán Lacunza y otros. A todos se les exigió estabilidad y también reactivación en marcos de incertidumbre para atenuar el impacto de los ajustes sobre la opinión pública. Y a ninguno se les permitió ir a fondo contra las mafias sindicales, los feudos estatales o los empresarios clientelistas. Con esas limitaciones nunca pudieron tener éxito, sus intentos fracasaron y el país también. En la Argentina, el cargo de ministro de Economía es políticamente incorrecto. Quizás por esa razón, Mauricio Macri no quiso tener ninguno y desdobló sus funciones entre cinco, como si un organigrama pudiese conjurar esa maldición secular.
Esta vez las limitaciones no provendrán del Poder Ejecutivo, sino de la oposición, de los gobernadores y de los grupos de interés afectados por la reducción del gasto público, la eliminación de impuestos, la flexibilización laboral y la alineación de incentivos para aumentar la productividad
La lectura del “Diario de una temporada en el Quinto Piso” (Juan Carlos Torre, 2022), con la descripción minuciosa y cotidiana de las desventuras del equipo económico que en 1985 diseñó el Plan Austral durante el gobierno de Raúl Alfonsín (Sourrouille, Adolfo Canitrot, Mario Brodersohn, José Luis Machinea) es la mejor forma de entender la actual gestión de Milei y quizás hasta de simpatizar con él. Impedidos de reducir el gasto estatal, privatizar empresas y realizar reformas estructurales por la vieja guardia radical (Bernardo Grinspun, Conrado Storani, Alfredo Concepción) y por los jóvenes de la “Coordinadora” que aborrecían los ajustes de “la derecha”, los ocupantes del quinto piso del Ministerio de Economía, se sentían aislados e impotentes. Su presidente los apoyaba en privado, pero carecía de convicciones para contener desbordes fiscales inconsistentes con el programa, que luego forzaban a aumentos tarifarios, ajustes del dólar y de las tasas de interés, espiralizando la carrera de precios y salarios.
Una vez que el Plan Austral dio sus primeros frutos y redujo la inflación, el “ala política” consideró que la etapa había sido cumplida y que, en vista de las elecciones de medio término, había que flexibilizarlo y dar aumentos salariales pues “la plata no alcanza”, como se dice ahora. Ya en 1984 había fracasado la Ley Mucci de democratización sindical y en 1987, luego de la derrota en las urnas, Alfonsín incorporó a Carlos Alderete (Luz y Fuerza) como ministro de Trabajo, a instancias de los operadores políticos en acuerdo con el peronismo. Un ariete de la CGT para detener cualquier reforma laboral y asegurar aumentos superiores a la inflación. Entretanto, el presidente derivaba los planteos del equipo económico a mesas de diálogo mientras proponía el traslado de la capital a Viedma, como nueva idea fuerza que disimulara la crisis en ciernes. Deprimido y frustrado, Sourrouille renunció en marzo de 1989. Meses después, se desató la hiperinflación y Alfonsín debió interrumpir su mandato presidencial de forma anticipada.
No muy distinta fue la historia de Cavallo, el ministro de Economía que logró estabilizar la moneda mediante la convertibilidad (1991). Además de recuperar el valor del austral, también realizó profundas reformas estructurales a través de privatizaciones con novedosos marcos regulatorios para los servicios públicos. Sin embargo, el presidente Menem lo “echó” en julio de 1996, luego de su reelección, fruto de la reforma constitucional pactada con el radicalismo en Olivos. Para ese entonces, Cavallo había denunciado a Alfredo Yabrán por corrupción y el riojano se sentía incómodo por el protagonismo de su ministro y del corsé que implicaba la convertibilidad para gastar como lo requería la política. A su vez, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, sostenía en público que debía abandonarse el ”uno a uno” fomentando la desconfianza en la convertibilidad.
Pero ahora y por primera vez, la Argentina tiene como presidente a un economista. Una novedad insólita, pues el voto popular no suele respaldar a quienes proponen dejar de emitir, bajar el gasto público y abrir la economía. Una rareza, resultado de tantos años de inflación y de descalabros sociales pero que debe ser aprovechada pues difícilmente se repita.
No quiere decir eso que las limitaciones políticas a los cambios hayan sido removidas, sino que esta vez no provendrán del Poder Ejecutivo, sino de la oposición, de los gobernadores y de los grupos de interés afectados por la reducción del gasto público, la eliminación de impuestos, la flexibilización laboral y la alineación de incentivos para aumentar la productividad. ¿Un economista de presidente? Quizás sea la única forma para mejorar el nivel de vida de la población ofreciendo empleos regulares y jubilaciones dignas. Un remedio de última instancia, que habrá que tomar de un trago.