Lucrecia Martel: “Todo ese mundo de la carrera personal, del prestigio, del premio, destrozó la utilidad de nuestro trabajo”

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Dice que nunca deseó ser cineasta y que tampoco se considera una cinéfila. No obstante, su primer largometraje –La ciénaga, 2001– la instaló rápidamente en el centro de la renovación cinematográfica que vivió la Argentina a comienzos de este siglo; ésa y las películas que siguieron –La niña santa, La mujer sin cabeza, Zama– cosecharon reconocimientos dentro y fuera de nuestro país y su autora, Lucrecia Martel (Salta, 1966), se convirtió en figura de referencia en festivales de cine internacionales, obtuvo el respaldo de El deseo, la productora de los hermanos Almodóvar, y vio cómo sus films ingresaban en los listados de las “mejores películas del siglo XXI” elaborados por medios como la BBC y The Guardian.

Mientras aún reverberan los ecos de la presencia en el Festival de Venecia y en el Festival de San Sebastián de su última película (Nuestra tierra, documental sobre el asesinato del líder indígena Javier Chocobar, que acaba de recibir el premio a la “Mejor Película” en el Festival de Londres), Martel se prepara para la presentación, el 15 de este mes, de Un destino común, libro de Caja Negra que, con la edición de Malena Rey y Pablo Marín, recopila diversas charlas e intervenciones públicas que la cineasta viene realizando desde al menos 2009.

El 15 de este mes se presenta

Y aquí está la cuestión. Porque, en este momento de su vida, Lucrecia Martel se declara prescindente de oropeles, alfombras rojas y cuestiones similares, y asegura que la pregunta que la acicatea es cómo lograr un cine que resulte útil a la comunidad. Nuestra tierra, que se estrenará en la Argentina en marzo de 2026, forma parte de esa búsqueda, que es también la de una fervorosa defensa de la conversación y la escucha, y un ejercicio de pensamiento empecinado tanto en salirse de las etiquetas fáciles como en proponer, frente a los desafíos tecnológicos, políticos y culturales de la actualidad, menos “llorería” y más imaginación para inventar futuros posibles.

Bueno, decís que lo del cine no es para tanto, pero esa taza…

Lucrecia Martel ama, crea, piensa y filma –lo saben quienes vienen siguiendo sus películas– instalada en un vector geográfico claro: el norte del país. Más concretamente, Salta, que es desde donde concede, vía Zoom, esta entrevista. Es de mañana, ya estamos conectadas y la pantalla permite atisbar una taza de café –¿vestigio del paso por algún festival?– donde, muy oronda y con el clásico corazón de este tipo de inscripciones, se lee la frase: “Yo amo el cine”.

Martel se ríe. Y sí, le gusta lo que hace, pero “no como el cine de la cinefilia”. Lo que a ella le interesa es el dispositivo; esas herramientas donde imagen y sonido se conjugan para construir otra cosa: algo capaz de transmitir sentido y compartirse en un mundo que, a estas alturas, podría considerarse “casi analfabeto”. Frente a una crisis global y la puesta en marcha de cambios impredecibles en el curso de la historia humana, ¿cómo no usar esos recursos (sonido e imágenes en movimiento: al fin y al cabo, el lenguaje de esta época) para incidir, cuestionar, aportar otros modos de percepción?, se pregunta la realizadora y agrega: “La aventura máxima de la existencia humana es coordinar cosas con los otros y que la vida sea un poco mejor. El cine puede servir para iniciar esas conversaciones”.

Esta idea de que, más que el cine, lo que importa es la conversación, ¿está desde que empezaste a filmar?

–La conversación siempre fue la materia que más me interesó. La narración oral, todo lo que gira en torno al encuentro entre las personas: eso es lo que más me gusta. Pero bueno, necesitaba vivir de algo, había advertido que tenía algunas habilidades… y se te va armando la vida. Pero no soy cinéfila, no tengo la locura con el cine. Lo que sí creo es que la expresión simbólica hace que entre los individuos crezca una especie de membrana que nos une y nos hace un organismo mayor. Para mí, eso es la cultura. Pero si el objeto de la cultura termina en un libro, en un cuadro, en una película, entiendo que no se cumplió el ciclo. El ciclo se cumple cuando a partir de ese libro, ese cuadro o esa película se produce el intercambio, la conversación.

“Capaz en lo que dejamos de lado, en lo que aplastamos, en lo que no miramos, hay unas ideas, unas posibilidades de ver la noción de comunidad de una manera más saludable para un organismo tan frágil como el ser humano”

En varias de las charlas compiladas en Un destino común insistís en la importancia de la conversación con quienes piensan distinto. ¿Todo un desafío en estos tiempos?

–Mirá, creo que hemos dado pasos audaces sin calcular las consecuencias. Por ejemplo, el desarrollo tecnológico ha ido constriñendo el espacio vital. La pandemia dejó muy clara la lección. Esa cuestión de “sé solidario, quedate en casa”, el aislamiento como idea de solidaridad, es una locura. Sin redes, sin juegos en línea, sin series, hubiera sido imposible ser retenidos tanto tiempo. Por eso hay que pensar en estos muchachos libertarios: nosotros ahora los vemos así, medio loquitos y con problemas emocionales, pero fijate que hubo un síntoma de salud en esa gente unida por el rechazo al aislamiento sanitario. Lo raro es que no reconozcan que antes de que el Estado los encierre, ya la tecnología los había separado del mundo. Y que inventar un enemigo en el feminismo y el “lobby LGBT” los distrae de los verdaderos peligros a los que estamos expuestos; por ejemplo, el tráfico de datos privados, que es el fin de la idea de ciudadano.

Escena de

–Claro. La palabra solidaridad, tradicionalmente asociada al progresismo, de repente desvirtuada.

–Quedamos en una sensación de impotencia. De no saber cómo generar la idea de comunidad. Vos fijate que los barrios más pobres, donde todavía persisten formas comunitarias que vienen del mundo indígena, tuvieron mejores maneras de solidarizarse. Hay algo que revisar en las tradiciones culturales en la América Latina, porque quizás abrazamos una, la cultura europea, que ahora está en una carrera armamentística loca. Capaz en lo que dejamos de lado, en lo que aplastamos, en lo que no miramos, hay unas ideas, unas posibilidades de ver la noción de comunidad de una manera más saludable para un organismo tan frágil como el ser humano.

¿Podría decirse que algunos de estos planteos asoman, quizás indicialmente, en todas tus películas?

–En todas claramente asoma la inutilidad de la religión como refugio. Cuando azotó la peste, nadie fue a golpear la puerta de la iglesia. La ciencia era lo único que se podía esperar, con su comunión de vacunas salvadoras. Cuando el Gobierno comienza a atacar al cine sin hacer un diagnóstico de lo que logramos en el cine argentino, cuando pasó eso, me di cuenta de que la gente que defendía al cine era la gente que trabajaba en el cine. No nos defendió el público. No había un público que defendiera al cine argentino. Ahí sentí que yo había naufragado, que me había equivocado en una percepción de la actividad, que tenía que hacer otra cosa. Para la comunidad, el cine no estaba funcionando tanto. Y la gente no defiende lo que no le funciona. A un hospital se lo defiende, a la universidad se la defiende, ¿pero al cine? Entonces, el servicio que nosotros estábamos dando no era tan bueno. Es dolorosísimo, porque yo te juro que hice todas mis películas con muchísima convicción. No es que esas películas no me gusten, sino que siento que mi actitud en relación con el cine no estuvo bien.

“Esta vez siento que la época me dio claridad. A veces las épocas te ayudan. A los golpes”

¿Qué considerás que estuvo mal?

–Algo falló, alguna inteligencia falló. Inteligencia para dialogar con las instituciones, inteligencia para que las películas se distribuyan más, inteligencia en el hecho mismo de hacer cine. Creer que entregar las películas al sistema de la distribución de cine fuera el final. No supe cómo transformar eso en conversación. Yo entregué las películas, me entregué a mí misma a un circuito que nunca me iba a satisfacer por sí mismo. Ni el premio, ni la alfombra roja. Puede ser que una película en el tiempo genere ese efecto de diálogo que uno pretendía, pero hay que hacerlo un poco más efectivo. Tiene que suceder un poco más rápido, porque no hay tanto tiempo. Hay una torpeza intelectual, política, en fin, toda vez que el poder define un enemigo, cuando se dicen cosas como “al enemigo ni justicia” o “corran zurdos”. La polarización política de nuestro país tiene 200 años de historia, creo que de esto no se sale con resistencia y querer volver atrás. Se sale con inventos nuevos. La invención del futuro es la única acción de respuesta posible a lo que está sucediendo. Y para esas invenciones quizás sea muy enriquecedor revisar todo lo que despreciamos en este continente.

La ciénaga (2001), el primer largo de Lucrecia Martel

Un camino coherente

El mes pasado, poco antes de que culminara el Festival de Cine de Londres donde Nuestra tierra obtuvo el premio a “Mejor Película” (y donde, según difundió Variety, Elizabeth Karlsen, la directora del Festival, destacó el orgullo del jurado al “honrar” los logros de ese film), Lucrecia Martel estuvo en el Festival de Cine de Nueva York. Allí también presentó su último largometraje y, además, ofreció una charla magistral en el marco de la quinta edición de la Conferencia Amos Vogel.

Si en el conjunto de sus películas es posible observar un foco, una estética, un refinamiento conceptual que desde el comienzo buscó traducirse en imágenes y sonidos de una textura casi inconfundible, en la profusa serie de sus intervenciones públicas se encuentra algo así como el otro lado de la moneda: la experta en construir atmósferas audiovisuales que lo dicen todo por sí mismas toma el micrófono y pone en palabras el sustrato de sus búsquedas, las preguntas que se fueron agudizando con el tiempo, el intento de pensar más allá de lo inmediato.

“Cuando uno intenta algo que le parece que tiene sentido, es ahí donde está operando lo más precioso de existir”, se lee en una de las intervenciones compiladas en Un destino común. En ese mismo libro se publica el seminario que Martel dictó el 27 de julio de 2023, durante el primer Festival Internacional de Cine organizado por la FADU y la carrera de Imagen y Sonido de la UBA. El evento coincidió con la entrega del Doctorado Honoris Causa a la realizadora.

Ese día, ante un nutrido auditorio, la creadora de La ciénaga desgranó una idea en la que laten el nudo de sus preocupaciones actuales y, tal vez, una de las claves para acceder a su filmografía. Lo que hizo fue cuestionar el modelo narrativo tradicional, el que todos conocemos, el que nutre la mayor parte de la producción escrita y audiovisual con las que nos formamos. Y en el que podría subyacer algo que fracasó: “(…) Hablo de la concepción de que un protagonista desea algo y debe enfrentarse a un obstáculo que le impide alcanzarlo, y eso genera un conflicto. Ese es un esquema en el que hay un deseo y una oposición, que puede ser humana o no humana, que genera el conflicto. Sinceramente les pregunto: ¿esa fórmula representa lo que nos pasa? Sobre todo las cosas más delicadas y curiosas que nos pasan. Hemos encorsetado la experiencia de la humanidad en una estructura que no da cuenta de todo, que formatea los acontecimientos y los convierte en enfrentamientos. Si puedo ser más audaz, creo que ese modelo narrativo es bélico y que debemos abandonarlo cuanto antes. (…) El asunto es que toda nuestra experiencia queda encorsetada en un modelo narrativo que asegura cierta efectividad en cuanto a la atención, pero que no sirve para lo que necesitamos, que es entender qué nos pasa y hacia dónde vamos».

-¿Cómo traduce Nuestra tierra, un documental que aborda el asesinato de un líder indígena en Tucumán, en 2009, y el largo proceso judicial que siguió, esta necesidad de “hacer otra cosa”?

-Hace 15 años que estoy pensando sobre la propiedad de la tierra, sobre cómo se instauró en nuestro país, qué fue la independencia, qué nación inventamos, cuál es el mito de fundación argentino. Todos estos años, obligada por este crimen, busqué ordenar el pensamiento sobre esas cosas. Ahora el momento es oportuno, más oportuno que cuando empecé. La película cae justo en un momento donde es necesaria una reflexión no violenta, que no polarice el pensamiento. Puse en ejercicio todo lo que pienso sobre para qué hacer cine; esta es una película para conversar, una película que no sustituye una verdad con otra. Todo lo que vas a ver en la película, ya lo sabías. Encontramos un lenguaje para lo que era necesario desnaturalizar, volver a escuchar, volver a ver. Un poco esa es la función del cine: lograr que frente a lo que se fue volviendo invisible y natural, alguien de repente diga, “Ah, pará.” Es ese pequeño movimiento. Con humildad. Esta vez siento que la época me dio claridad. A veces las épocas te ayudan. A los golpes.

La película se presentó en Venecia, en San Sebastián, ganó un premio en el Festival de Cine de Londres. ¿Qué percibiste en la reacción de esos públicos?

–Nunca pienso más allá del norte argentino cuando me imagino con quién estoy dialogando. Hay un pequeño espacio donde transcurre esta tragedia: un valle que está entre el río Choromoro, el río Vipos al sur, la ruta Nacional 9 hacia el este y las Cumbres Calchaquíes hacia el oeste. Es un valle que debe tener unas 30.000, 40.000 hectáreas. “Vamos a investigar los documentos históricos de este lugar”, nos propusimos. No hablar del problema de la cuestión indígena, o de este crimen y sus extorsiones históricas apelando a Roca, a Sarmiento. En lugar de eso, lo que hicimos fue buscar en ese valle, en lo inmediato, los documentos que nos permitieran entender. Ese esfuerzo fue mucho más difícil porque tuvimos que ir a buscar información muy específica. Ver cuáles son las narrativas que se fueron armando sobre un pequeño territorio. Es que las narrativas generales, las que contaron la invención de la nación, son muy de Buenos Aires. El mito argentino es bastante porteño. Lo que hicimos fue situarnos ahí, en ese pequeño espacio, y a partir de allí investigar muchísimo y tratar de entender. Fue como pensar: “bueno, en Tucumán, en Salta tienen que entender”. Si después afuera lo entienden, genial, pero no es mi preocupación. Porque cuando vos estás tan lejos del territorio, lo vas a entender en términos absolutos: la lucha por la tierra de manera más general. Pero acá es otra cosa: es cómo se ordenan las relaciones de clase en el Norte. Tiene una materialidad inmediata. Hablar para los próximos es también hablar para los más lejanos. Y al revés no funciona, narrar en base a derechos humanos no explica lo que sucede en ese territorio.

“Yo no quiero pertenecer al mundo del arte, yo pertenezco al mundo del trabajo. Y con mi trabajo quiero ser útil”

Más allá de este documental, en tu ficción siempre hubo un hilo que conectaba con lo real, me parece.

–En el lenguaje del cine, para mí, el espacio es la categoría fundamental. Por eso el cine es muy adecuado para analizar esta época de contracción del espacio. El sonido es una huella del espacio. El sonido no existe sin duración, recorrido; son ondas de presión que se mueven en el aire. La imagen puede significar incluso si la vemos una veinticuatroava parte de un segundo. Estamos inmersos en un montón de sonidos. La voz humana es un sonido muy particular porque tiene sus propias reglas para generar significado. Todo lo que hice tiene origen en esa observación. La categoría del espacio absolutamente unida al sonido. Si uno lo piensa así, lo documental y la ficción no son cosas distintas. La experiencia extraordinaria de hacer esta película no fue pasar de la ficción a lo documental, sino la permanencia del dolor en los actores. Cuando en un documental alguien se muere, no se levanta después y al mediodía está comiendo en la mesa de catering. El dolor permanece más allá de la película; eso es lo que cambia. Cuando terminás la película, esas familias siguen sin esa persona que les asesinaron. Siguen con el miedo de que les saquen la tierra.

Hay una insistencia, en tus intervenciones públicas, en la palabra “utilidad”, un término en general asociado a lo económico.

–La palabra “utilidad” es una palabra condenada en el mundo del arte. Yo no quiero pertenecer al mundo del arte, yo pertenezco al mundo del trabajo. Y con mi trabajo quiero ser útil. La utilidad, para mí, tiene que ver con generar mayor sentido de comunidad. Todo ese mundo de la carrera personal del prestigio, del nombre, del premio destrozó la utilidad de nuestro trabajo. Cuando tenés a la especie al borde del abismo, es necesario deshacerse de lo que no sirve para pensar.

Hablando de abismo: ¿cómo surge la definición de “indios insomnes” que mencionás en tus charlas en relación a la sensación actual de derrumbe del mundo donde crecimos los nacidos en el siglo XX?

–No sé a quién se la robé. Mirá qué llamativo, no me acuerdo dónde la leí y esa frase fue la revelación para Zama y para Nuestra Tierra. La cita es más o menos así, y se supone que narra la situación de la población en el siglo XVI en las ciudades mineras de América del Sur: “a cualquier hora de la noche que se camine por la ciudad, uno puede cruzarse con indios insomnes que caminan sin rumbo, no pueden dormir porque el mundo que comprendían se ha hecho pedazos”.

De acuerdo a lo que contás, los “indios insomnes” deambulaban sin poder dormir, arrasados por una realidad que se les había venido encima. ¿De qué modo eso resuena hoy?

–Uno tiene asociada la Conquista a una cuestión bélica, a masacres, pero hay hay un elemento cognitivo, espiritual, de percepción, donde el mundo que vos tenías más o menos ordenado de una manera, de repente se revela impotente para resistir ese embate. Con todos tus dioses aplastados, humillados. La destrucción de una sociedad y la imposición de otra genera una distorsión frente a la que no podés casi reaccionar. ¿Y qué es lo que nos pasa ahora? Que la decadencia es planetaria. La Modernidad de Occidente nos ha puesto al borde del abismo, frente a la probabilidad de la extinción. Los derechos humanos están en discusión, ninguna de las instituciones que se armaron después de la Segunda Guerra Mundial tienen peso como para frenar una masacre como la que ocurre en Palestina… Es ahora: tenemos que hacer cambios urgentes. Somos los “indios insomnes”. Comprender qué es ser una colonia, comprender la brutalidad de imponerse sobre el resto. Me parece que este tiempo de apocalipsis nos puede servir para encontrar un mito de nación nuevo. Justamente al revés de lo que propone la fuerza política gobernante, que se aferra a la nación de fines del siglo XIX o la fuerza política anterior, aferrada a una doctrina de mediados del siglo XX. Hasta que no aparezca una gente con vocación de poder pero sin necesidad de enemigos, sin necesidad de sostenerse a base a intrigas, a humillaciones, no creo que podamos habitar el futuro. La salida es una forma de poder sin pretensiones de hegemonía, sin enemigos.

“La destrucción de una sociedad y la imposición de otra genera una distorsión frente a la que no podés casi reaccionar. ¿Y qué es lo que nos pasa ahora? Que la decadencia es planetaria»

En Un destino común se lee: “Deseo para el futuro la inutilidad absoluta de la identidad”. Es una frase desafiante, ¿cómo la explicarías?

–Nadie es una sola cosa, ni se puede representar una época dorada ni estar tan obligado a ser igual al pasado. Ese invento de la identidad, muy occidental, impuesto a veces con las mejores intenciones como un discurso de defensa de las comunidades, es sumamente peligroso. De la misma manera que ser mujer y hacer cine es una preocupación muy corta. El problema no es cómo ser mujer y hacer cine, sino de qué sirve ser mujer. ¿Qué es esa categoría? ¿Qué es ese invento? La identidad no es una conquista, la identidad es una cárcel. Todo Zama está en contra de la identidad. Hice esa película en contra de la identidad como meta, como búsqueda.

¿Qué decir de tu conversaciones públicas, muchas de las cuales, al menos fragmentariamente, se han vuelto virales? ¿Hay una vocación de intervención ahí?

–Creo que la aventura de una vida humana es conocer gente, y recorrer el planeta. Caminar sin miedo y conversar con la gente. Es un buen principio para pensar en un futuro más benigno. No basado en la moral, sino en la curiosidad.

¿Caminar y conversar?

–El deleite de ser humano es la conversación. Abandonamos ese placer porque tener poder es afirmar cosas, no conversar. No sé si hay algo mejor. ¿Qué piensan los otros? ¿Cómo ven el mundo? Sin embargo, no soy tan buena conversando. Mis hermanos me lo viven diciendo: “¡no dejás hablar a nadie!» [sonríe].

Pensar, filmar, hablar por fuera de los lugares comunes es un esfuerzo. ¿Qué sostiene esa pulsión?

–Es un ejercicio. No hay necesidad de ser feminista para estar completamente de acuerdo con las observaciones del feminismo sobre el poder. Si considero que la plusvalía sigue siendo una gran revelación del funcionamiento del capitalismo, no significa que yo sea marxista. Todo el tiempo estoy pensando cómo hacer para no caer en las categorías con las que se debaten ahora la política, la cultura. Si no logramos que aparezca una fuerza política que no aspire a la hegemonía absoluta, que no crea que sus valores deben ser impuestos sobre los demás, que no se considere no auditable, estamos liquidados. No quiero someterme a las clasificaciones de las que puedo rehuir. “Esos son los zurdos, esos son los fachos libertarios, esos son…” No es así. En Navidad, en tu casa se juntan los libertarios, los zurdos, los homosexuales, los heterosexuales de tu familia, todos sentados a la mesa. Se reparte la comida y alguna conversación podés tener, en algunas cosas podés acordar: que para cuidar la salud hay que tener educación, que para tener industria necesitás estar sano y tener ideas, que la vida de nadie es mejor si hay vecinos que la pasan mal. Podemos salir adelante, no puede ser tan difícil.

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